La Alhambra ha gozado de una imagen literaria desde el mismo momento de su propia construcción. Los poetas cortesanos de la época nazarí adornaron los muros con versos que elogian su arquitectura y, a través de ella, el esplendor del Sultán. Un ejemplo son los célebres versos de Ibn Zamrak epigrafíados en la sala de Dos Hermanas:
“Jardín yo soy que la belleza adorna:
sabrás mi ser si mi hermosura miras.
Por Muhammad, mi rey, a par me pongo
de lo más noble que será o ha sido.
Obra sublime, la Fortuna quiere
que a todo monumento sobrepase...”
En el mismo poema describe el palacio comparándolo en hermosura al cielo estrellado:
“El pórtico es tan bello, que el palacio
con la celeste bóveda compite
...
¡cuántos arcos se elevan en su cima,
sobre columnas por la luz ornadas,
como esferas celestes que voltean
sobre el pilar luciente de la aurora!”
(Emilio García Gómez, Ibn Zamrak,
El poeta de la Alhambra, 1975)
Admiración. Tras la conquista cristiana, y en la atmósfera del Renacimiento que va infiltrándose en Castilla, se tiene plena conciencia de los valores artísticos e históricos del conjunto nazarí, plasmada en la voluntad real de conservarlo. Prueba de ello es la pragmática sanción de 1515 de Juana I por la que se asignan algunas rentas para el mantenimiento de la Casa Real: para que “la dha Alhambra e edefiçios della esten bien reparados e no se consuma e pierda tan eçelente memoria e suntuoso edificio.” (Manuel Gómez Moreno, Guía de Granada, 1982).
Anteriormente, poco después de la conquista, el humanista alemán Jerónimo Münzer, en viaje diplomático por la Península Ibérica, visitó Granada reflejando su admiración por el conjunto palatino nazarí: “No creo que haya cosa igual en toda Europa. Todo está tan soberbio, magnífico y exquisitamente construido, de tan diversas materias, que lo creerías un paraíso”. (Jerónimo Münzer, Viaje a España y Portugal).
Del siglo XVI podríamos citar algunos testimonios. Pero baste la precisa descripción del embajador veneciano en la corte de Carlos V, André Navagero: “La Alhambra está cercada de murallas y es como un castillo separado de la ciudad, a casi toda la cual domina; hay dentro de los muros gran número de casas, pero lo que ocupa más sitio es un hermoso Palacio que fue de los reyes moros, el cual es en verdad bellísimo y labrado suntuosisimamente con finos mármoles y otras muchas cosas, y los mármoles no están en los muros, sino en el suelo.” (André Navagero, Viaje por España [, en. J. García Mercadal, Viajes de extranjeros por España y Portugal, 1952).
André Navagero nos ha dejado probablemente el testimonio más fiel de la jardinería del Generalife en la misma relación de la que procede la cita anterior: “[El Generalife] es muy bello y bien fabricado, y la hermosura de sus jardines y de sus aguas es lo mejor que he visto en España; tiene varios patios con sus fuentes, y, entre ellos, uno con un estanque rodeado de arrayanes y de naranjos, con una galería que tiene debajo unos mirtos tan grandes que llegan a los balcones, y están cortados tan por igual y son tan espesos, que no parecen copas de árboles, sino un verde e igualísimo prado”.
Viajeros románticos. Pero sería sólo a partir del Romanticismo cuando realmente nace la Alhambra como objeto literario, constituyéndose ésta en motivo de exaltada contemplación de la belleza y metáfora de varios significados: la nostalgia del tiempo pasado, su reviviscencia por la presencia material del monumento y la aspiración a un ideal de vida simple, refinado y armonioso que encarna un fabulado Oriente; la representación de la inexorable condición de la caducidad y vanidad de las cosas humanas o, contrariamente, la misteriosa permanencia en el tiempo de lo frágil y de lo efímero.
Fue René de Chateaubriand, primero en su Itinerario de París a Jerusalén y posteriormente en Las aventuras del último Abencerraje quien “descubrió” la Alhambra. Para él la obra maestra de la arquitectura árabe es la ciudadela nazarí; el significado que tiene en el conjunto de la cultura árabe es comparable al del Partenón con respecto a la griega: “... esa arquitectura árabe, cuya obra maestra es la Alhambra, bien así como el Partenón es el milagro del genio de la Grecia”. (Chateaubriand, De París a Jerusalén). Mas allá de la expresiva comparación, Chateau-briand desvela una afinidad secreta entre el Monumento granadino y el Partenón, entre la cultura islámica que aquél representa y la cultura clásica. No olvidemos cómo para el orientalismo romántico lo que se revela en Oriente es una Antigüedad viva con su ideal de vida noble y simple (Delacroix) tan opuesto a la vida real de la incipiente sociedad burguesa y de la ciudad industrial. Su propia experiencia de viajero en Grecia le hace exclamar:
“Recorrí la antigua Bética, que los poetas habían considerado como la mansión de la felicidad; y después de subir hasta Andújar, retrocedí para ver Granada, cuya Alhambra me pareció digna de admiración aún después de haber recorrido los templos de Grecia. La campiña de Granada es deliciosa y se parece mucho a la de Esparta; al verla, se concibe fácilmente que los moros recordasen, con amargura, tan privilegiado país”.
El éxito de la difusión del “descubrimiento” se debe al escritor americano Washington Irving, en cuyos Cuentos de la Alhambra nos deja no sólo sugerentes escenas fantaseadas de la Alhambra nazarí sino su experiencia vivida en aquellos espacios donde al valor de la arquitectura y sus elocuentes evocaciones se añade el deslumbrante paisaje y las relaciones humanas de aquellos modestos personajes que habitaban la Ciudadela:
“Traspasamos el umbral y como por arte de una mágica varita de virtudes, nos vimos al punto transportados a otros tiempos en un reino oriental y caminando sobre los lugares de la Historia árabe. No podía existir mayor contraste entre lo poco prometedor del exterior del edificio y lo que teníamos ante nosotros”. (Washington Irving, Cuentos de la Alhambra).
Lector de Washington Irving sería Théophile Gautier quien, en su Viaje por España (1845), nos da una innovadora visión en la que el interés reviviscente de la historia deja paso a un interés puramente paisajístico y las sensaciones vitales asociadas a éste. Para Gautier la Alhambra no es el escenario desolado de la historia sino el lugar del gozo de los sentidos:
“¡Cuantas horas he pasado allí en aquella melancolía serena, tan diferente de la melancolía del Norte, con una pierna colgando sobre el abismo, procurando que mis ojos no perdieran ninguna forma, ningún contorno del admirable cuadro que se desplegaba ante ellos, y que seguramente no volverán a ver! Ninguna descripción, ninguna pintura podrá nunca reproducir aquel brillo, aquella luz, aquella viveza de matices. Los tonos más vulgares adquieren el valor de pedrería, y todo se sostiene en esta gama. Al anochecer, con el sol de soslayo, se producen efectos inconcebibles; las montañas fulgen como montones de rubíes, de topacios, de granates; un polvo de oro recubre los intersticios, y si, como es frecuente en verano, los labriegos queman los rastrojos en la llanura, las nubes de humo que se elevan lentamente hacia el cielo adquieren reflejos mágicos con la luz del poniente”. (Théophile Gautier, Viaje por España).
Contemporáneos. En el siglo XX la imagen de la Alhambra se volvería a renovar en imperecederas páginas debidas a escritores tan distintos como Juan Ramón Jiménez, André Gide, Malcolm Lowry, Marguerite Yourcenar, Federico García Lorca o Jorge Luis Borges. Precisamente de estos dos últimos autores hace unos años el Patronato del Conjunto Monumental de la Alhambra epigrafió algunos versos. Los de Lorca, en un discreto y sugerente rincón de la Cuesta de los Chinos, evocan elementos esenciales del sitio, pozo, muro y agua, expresivos de una desgarradora tristeza:
“Quiero bajar al pozo,
quiero subir los muros de Granada,
para mirar el corazón pasado
por el punzón oscuro de las aguas”
(Federico García Lorca, ‘Casida Primera. Del herido por el agua’, Diván del Tamarit).
Borges, invidente, en 1976 dedica un poema a la Alhambra desvelando sus eficaces estímulos a sus otros sentidos –oído, tacto, olfato–:
“Grata la voz del agua
a quien abrumaron negras arenas,
grato a la mano cóncava
el mármol circular de las columnas,
gratos los finos laberintos del agua
entre los Limoneros
...
(Jorge Luis Borges, ‘La Alhambra. Historias de la noche’.)
Concluye el poema oponiendo al placer y gozo de esas sensaciones su negación: la derrota y el exilio, metáfora perenne y hermosa de la condición humana. Estos versos son un homenaje a los poetas árabes que inscribieron los suyos en los muros de los palacios y una ayuda al visitante para acrecentar su disfrute estético. Disfrute, sin duda, que se debe también a este acompañamiento de visiones literarias, con una serie de temas recurrentes a lo largo del tiempo, que enriquecen nuestra percepción de la Alhambra y forman parte de su imaginario.