José Monge le tenía ley. Quizás porque sabía que su madre, Concha Baras, le daba cuartelillo a su hermano y Camarón solía ser agradecido. A la niña, a Sara Baras, la llamaba Sarita. Y ello, a pesar de que su familia le guarecía de la estampa, generalmente patética, de los artistas precoces, esos niños prodigio que se frustran más a menudo de lo que quisieran sus mentores, si se excluye a gente como Ana Belén o como los hermanos Lucía, por citar casos dispares. Sara no se vino abajo como un castillo de naipes, porque tenía cimientos sólidos. No era, desde luego, eso que Mao Tse Tung definía como “tigres de papel”. Ella, que no actuó en público hasta que fue discretamente talludita, se aproximaba más al taoísmo, a esa caña de bambú suficientemente flexible para aguantar los temporales. Y Sara Baras ha soportado, con gallardía y estoicismo, hasta tormentas perfectas de esas que su padre marino quizá oyó hablar en la base naval de La Isla. Sarita, como la llamaba Camarón, hizo su propia travesía del desierto, desde sus inicios rigurosos y modestos, hasta la cascada triunfal que le supuso Mariana Pineda, uno de los espectáculos flamencos más representados de los últimos tiempos, desde que se estrenase en la Bienal de Sevilla de 2002. De Barcelona a Madrid, de Madrid a París donde comió las uvas y, luego, una larga gira española que, finalmente, cruzó el charco hasta Chile y México, en donde clausuró el Festival Cervantino de Guanajuato junto a una madrina de leyenda, la mismísima Chavela Vargas. Fue de justicia que le diesen el Premio Nacional de Danza en la modalidad flamenca, ni demasiado pronto, ni demasiado tarde, pero en un excelente momento artístico. El espectáculo basado en la tragedia de Federico García Lorca mejoró sensiblemente sus hechuras de baile, que ya derrochaba desde mucho antes de Juana la Loca, pero la bailaora demostró también que puede lidiar con una partitura tan exquisita y tan compleja como la que Manolo Sanlúcar armonizó para esta obra y que tan estupenda y forzudamente ejecutó José María Bandera. Y, desde luego, su instinto ha salvado un guión insuficiente para abarcar el sentido de la tragedia lorquiana, una metáfora política a la que el montaje de Lluis Pasqual vació en gran medida de sentido. Pero lo mismo da que, en escena, se desarrolle el drama de la bordadora liberal de Granada, el de una reina enferma de amor o, si se le terciara cualquier día, el de una silvestre cigarrera sevillana. Cuente lo que cuente, lo contará Sara Baras, que es una garantía de dignidad y de belleza.
Juan José Téllez