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ANEXOS |
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- Cádiz contemporáneo

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Durante las décadas finales del siglo XVIII y las primeras del siglo XIX, Cádiz ocupó una posición de centralidad política y económica dentro de la monarquía española, que alcanzó su máxima expresión durante la Guerra de la Independencia. Conocidos en la ciudad los acontecimientos del 2 de mayo madrileño, las autoridades no se decidieron a secundar de inmediato el movimiento independentista puesto que en esos días, cuando aún estaba vigente la alianza hispano-francesa, una importante escuadra gala, al mando de Rosilly, se encontraba fondeada en la Bahía. Frente a la pasividad oficial, se situó la reacción de la población gaditana, que se sumó en pocos días a la reacción anti-francesa. La protesta popular comenzó el 28 de mayo de 1808, y culminó al día siguiente con el asalto a la casa del marqués del Socorro, capitán general de Andalucía, que fue golpeado y muerto, en tanto que las autoridades que aún no habían reaccionado fueron destituidas, nombrándose como jefe de la plaza a don Tomás de Morla. Finalmente, el 31 se proclamó rey a Fernando VII, instituyéndose la Junta de Cádiz como rectora de la ciudad. Se rompieron entonces las hostilidades contra los franceses, cuya escuadra, que no podía hacerse a alta mar ante la presencia de los ingleses en la boca de la Bahía, se rindió a la ciudad. La resistencia anti-francesa centró en adelante la atención de la población, que vio con preocupación el avance de los ejércitos imperiales hacia Andalucía. Bajo el mando del mariscal Soult, las tropas francesas progresaron victoriosamente hasta llegar, a principios de febrero de 1810, a la Isla de León, el actual San Fernando. En concreto, el 5 de febrero el general Víctor ya se encontraba frente a las defensas españolas establecidas en el Puente de Suazo, y preparaba rápidamente el asalto final de la isla gaditana. No obstante, San Fernando y Cádiz, abastecidas por mar por los ingleses, resistieron los ataques franceses, que también bombardearon la ciudad de Cádiz desde la isla del Trocadero. Dos años más tarde, en agosto de 1812, el ejército francés, después de haber lanzado más de 15.000 bombas sobre la ciudad, abandonó el sitio de Cádiz, conociendo uno de sus mayores fracasos en los frentes de batalla de Europa. Ahora bien, la resistencia de la isla gaditana al asalto francés no sólo se desarrolla en el plano militar, sino también en el político. Durante aquellos años, Cádiz se convierte en la capital de España. En ella buscó refugio la Junta Central Suprema, representante de los nuevos poderes surgidos en defensa de la Nación, que, acosada por los franceses, había abandonado primero Madrid y más tarde Sevilla. Una vez en Cádiz, la Junta se disolvió, delegando sus poderes en la Regencia nacida de la necesidad de enfrentar a los franceses una autoridad sólida. Esta nueva autoridad aceptó la propuesta de convocatoria de Cortes que había puesto en marcha la Junta Central, que debía reunir a los representantes de la nación con el encargo de elaborar una alternativa política que desafiara los planes del gobierno josefino. Las Cortes se reunieron primero en la Isla de León y después en la iglesia de San Felipe Neri de Cádiz. De este modo, y mientras los franceses se estrellaban contra las defensas gaditanas, las Cortes elaboraron la Constitución de 1812, promulgada significativamente el día de San José, un 19 de marzo tormentoso y de grandes aguaceros que saludó con festejos el nacimiento de un código que ponía fin al Antiguo Régimen. Como es conocido, toda la labor de las Cortes de Cádiz, y especialmente la Constitución de 1812, fue anulada por Fernando VII cuando regresó al trono en 1814. El retorno del absolutismo se hizo en una coyuntura nacional poco halagüeña. La Guerra de la Independencia había supuesto un auténtico desastre para la monarquía española, cuya situación se agravó con el desgaste que supuso el intento de frenar el proceso de emancipación emprendido por las colonias americanas. Durante seis largos años embarcaron en Cádiz soldados españoles para combatir en América a los independentistas, en una guerra que, al no ir acompañada de un plan de pacificación que reconociera algunas de las reivindicaciones de los españoles del otro lado del Atlántico, parecía abocada al fracaso. El descontento que la situación provocaba fue aprovechado por los liberales, que no cejaron en sus intentos de restablecer la Constitución gaditana. Los movimientos conspiradores se sucedieron en la provincia, y en casi toda España, hasta culminar con éxito a principios de 1820, cuando, aprovechando la concentración de un nuevo ejército destinado a América, un grupo de oficiales, liderado por Riego, se pronunció en las Cabezas de San Juan a favor de la Constitución de 1812. El éxito del nuevo proceso revolucionario obligó a Fernando VII a reinar como monarca constitucional durante tres años, hasta que la colaboración de la Europa legitimista, cifrada en el envío de un ejército francés, los llamados Cien Mil Hijos de San Luis, acabó con la experiencia liberal. Asediada por los franceses, mandados esta vez por el duque de Angulema, Cádiz recuperó el protagonismo de principios de siglo, pues durante unos meses sus murallas refugiaron al gobierno, a las Cortes y a la propia familia real, instalada en el Palacio de la Aduana. Tras la rendición de los liberales, Fernando VII fue restaurado en el trono absoluto. Comenzaron entonces unos años de decadencia de la ciudad que, al margen de soportar durante un lustro la presencia de una división francesa, tuvo que afrontar tanto las consecuencias económicas de la pérdida del negocio colonial americano, como las represalias políticas derivadas de su compromiso con el Liberalismo. Entre los efectos de la decadencia económica, que se fue haciendo cada vez más patente, se cuentan el cierre de casas de comercio y la constante pérdida de población. Entre las medidas destinadas a recuperar el ritmo económico, todas ellas emprendidas sin éxito, destaca la obtención de la concesión en 1829 del Puerto Franco a la ciudad. La alegría duró poco, puesto que en 1831, cuando apenas se estaban sentando las bases de la nueva situación, el privilegio fue anulado como castigo a una conspiración liberal que, el día 3 de marzo, condujo al asesinato del gobernador de la ciudad, el brigadier Antonio del Hierro y Oliver, destacado defensor del absolutismo. Comoquiera que su asesinato no produjo la reacción esperada, puesto que los liberales de otros puntos no se levantaron, el capitán general de Andalucía pudo controlar la situación en pocos días, iniciando una dura represión sobre la ciudad: se ofrecieron recompensas por denunciar a los liberales, y desde Madrid se recibió la orden de que todas las personas que se hubieran avecindado en Cádiz en los últimos diez años deberían abandonar la ciudad. El duro castigo, acompañado de la crisis económica conocida tras la independencia de las colonias americanas, redujo los cauces de la recuperación de Cádiz. El descontento generado por estas medidas acentuó la tendencia antiabsolutista de los gaditanos, propagándose por estos años los primeros sentimientos republicanos, así como las ideas socialistas, de la mano de Joaquín de Abreu. En estas circunstancias, no ha de extrañar que la muerte de Fernando VII fuera sentida en Cádiz como una auténtica liberación, ya que suponía la posibilidad de regresar a la senda constitucional, propiciando el regreso del exilio de gaditanos destacados como Istúriz, Mendizábal o Alcalá Galiano, que ocuparon puestos de gobierno durante la Regencia y los primeros años del reinado de Isabel II. La apertura política llegó acompañada de cierto despegue económico, perceptible en la década de los cuarenta. Desde 1845 y de forma más visible en los años cincuenta, se observa una mejora general, de la que son síntomas significativos la inversión en el negocio industrial en Cádiz, así como la recuperación del tráfico marítimo con América, ahora ya con los nuevos estados independientes, principalmente con los del Río de la Plata. En virtud de este progreso, Cádiz se convirtió en una ciudad modelo de la burguesía decimonónica, que impuso a lo largo de la centuria su poder, sus gustos y su cultura. Por ejemplo, y a lo largo de todo el siglo XIX, se desarrolló en Cádiz un movimiento cultural destacado, que mantendría a la ciudad en primera línea de la vida nacional. Centros educativos innovadores, como el colegio de San Felipe Neri, instituciones y actividades culturales, o los numerosos periódicos que se editaron, dan un tono intelectual destacado a Cádiz, que fue semillero y residencia –permanente o temporal– de grandes escritores e intelectuales, como Adolfo de Castro, José Joaquín de Mora, Antonio Alcalá Galiano, Eduardo Benot, Federico Rubio, Emilio Castelar, Pedro Ibáñez Pacheco, Fernán Caballero, etc. Muchos de ellos tuvieron una actividad política sobresaliente, y convirtieron a Cádiz en avanzadilla de la política nacional. Buena muestra de ello fue el inicio en la Bahía del movimiento revolucionario que acabó con el reinado de Isabel II en Septiembre de 1868. Encabezado por Prim y Topete desde la fragata Zaragoza, se inició en Cádiz la revolución conocida como La Gloriosa, que fue apoyada inmediatamente por los gaditanos, entre los que destacó Fermín Salvoechea. Éste representó a un importante sector de la clase política gaditana, partidario de profundizar más en la revolución y cambiar verdaderamente el panorama político nacional. Bajo su dirección, estos gaditanos iniciaron en diciembre de 1868 una revolución social, conocida como la “revolución de las Barricadas”, un intento radical de imponer la voluntad popular que fue abortado por los dirigentes de La Gloriosa. En todo caso, de las “Barricadas” salió reforzada la figura de Fermín Salvochea, convertido en ídolo popular, cuyo recuerdo ha perdurado hasta nuestros días. Tras el breve reinado de Amadeo de Saboya, se instauró la Primera República, que también asistió a un protagonismo acusado de la ciudad. El ideal cantonalista gaditano pudo ser llevado a la práctica, como un grito de esperanza de una ciudad que se resistía a languidecer, y que trataba de recuperar su antiguo esplendor económico. Fue en estos años cuando empezó a cobrar fuerza el movimiento obrero, dirigido por figuras de la talla de Salvochea, Garrido, González de Meneses, etc. Bajo la Restauración, la ciudad sería especialmente sensible a los conflictos coloniales desarrollados en Cuba, en Filipinas y en las posesiones africanas, tanto por los fuertes intereses económicos que tenía Cádiz en el comercio, el transporte y la administración colonial, como por los vínculos sentimentales que despertaron aquellas contiendas en los gaditanos. Al iniciarse el siglo XX la ciudad de Cádiz se reducía, en su ámbito urbano, al espacio comprendido dentro por las murallas, y a dos barriadas extramuros –San José y Segunda Aguada–, con una población que rondaba los 69.000 habitantes, menos incluso que la población que presentaba en 1787, en los inicios de la contemporaneidad. Las fuerzas sociales y políticas, conscientes de la grave situación que vivía la ciudad, buscaron salidas a la misma, pues tan sólo el puerto, los astilleros, la Compañía Trasatlántica y la Fábrica de Tabacos proporcionaban trabajo y ocupación a los gaditanos. El paro se asomaba entonces a la ciudad, que conoció años de inquietud e intranquilidad laboral. Por ejemplo, toda la provincia se vio sacudida, en los primeros años del siglo, por huelgas generales que, como la de 1903, recorrieron las tierras gaditanas desde la Sierra hasta la Bahía de Cádiz. En el estrecho marco político de la España de la Restauración, las soluciones propuestas por las autoridades recordaban las propias del Antiguo Régimen, confiando generalmente en las obras públicas. En este aspecto destacó el alcalde Cayetano del Toro, que solicitó al gobierno, en nombre de la ciudad, la realización de una importante serie de obras que contribuyeron a configurar la ciudad actual. En esta línea de actuaciones, con el objetivo primordial de dar trabajo a los obreros en paro, hay que situar el derribo de las murallas del muelle de Cádiz (1906), que dio lugar a lo que luego sería el paseo de Canalejas. También se iniciaron las obras del gran puerto de la ciudad, poniéndose las bases de los que es el puerto actual. Pero, sin duda, el hecho más destacado fue el comienzo de la urbanización de los extramuros de la ciudad que, proyectado desde el mismo año 1901, se pondría en práctica partir de 1910, estableciéndose como necesidades primarias la creación del Depósito de Tabacos y la construcción del barrio obrero de Extramuros. Hay que insistir, no obstante, en la precariedad de las medidas adoptadas para paliar la crisis, ya que en ningún caso fueron soluciones definitivas para los graves problemas planteados, que se vieron acentuados al final de la década de 1920 con la crisis mundial. En abril de 1931 se celebraron las elecciones municipales que condujeron a España a la Segunda República. La etapa republicana representa para Cádiz una época de incremento de la intervención popular en los asuntos públicos, aunque la situación económica, influida por el crack de 1929, no varió sustancialmente. La rebelión militar del 18 de Julio de 1936 acabó con el régimen republicano. En Cádiz, la resistencia fue rápidamente vencida, adueñándose de la ciudad las tropas mandadas por Varela y López Pinto. El resto de la provincia cayó en manos de los sublevados en poco más de dos meses, dando paso a una etapa de represión y encarcelamientos, de penuria y de escasez. La dureza de la postguerra se vería incrementada aun más en el verano de 1947, cuando explotaron los depósitos de minas de la Armada, que destruyeron prácticamente la barriada de San Severiano, y grandes sectores de los Extramuros, dejándose sentir los efectos en toda la ciudad. El luctuoso suceso fue aprovechado por el gobernador Rodríguez de Valcárcel para recabar todo tipo de ayudas. Al socaire de las medidas para solventar la catástrofe, y siendo alcalde desde 1948 José León de Carranza, Cádiz conocería el comienzo de una lenta recuperación. A finales de los años cincuenta se empezaron a notar los síntomas de dicha recuperación, para la que se recurrió a los sectores tradicionales de ocupación laboral. En el caso del sector primario –y ante la ausencia de un término que posibilite las labores agrícolas– las actuaciones se dirigieron a la pesca; mientras que en la actividad del sector secundario se produjo una cierta renovación en las industrias de reparación y construcción naval y de labores del tabaco, a las que se unió, más recientemente, la de construcciones aeronáuticas; finalmente, cabe recordar, en el sector terciario, la importancia de su puerto –comercial, de pasajeros y pesquero–. A estas bases, se le unen, en la actualidad, la función administrativa derivada de su condición de capital de provincia, la potencialidad de su joven universidad y el desarrollo de su importante actividad turística. Gonzalo Butrón Prida |
- La situación de Cádiz

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La situación de un lugar en un contexto amplio, y también próximo, más el emplazamiento concreto son factores explicativos de origen y evolución de ese sitio; aunque descartando siempre tendencias deterministas y estudiando la posibilidad de cambios en los valores de la localización en cada circunstancia. Así la fundación de Cádiz hace tres mil años no es algo casual, sino derivada de una situación y un emplazamiento sumamente atractivos. Isla, con canalizaciones de calados controlables, en una abrigada Bahía, al final de las rutas mediterráneas, más allá del estrecho de Gibraltar, próxima a África. En un país de feraces campiñas y valles, con un gran río navegable de más de 200 kilómetros, abundante madera para barcos y rica minería (producto y técnica de innovación punta en aquellas épocas), que da lugar al reino de Tartessos. Realidades y mitos ( la Atlántida, los trabajos de Hércules…) hacen famosa esta isla y su entorno, que se relaciona con el activo comercio del antiguo Mare Nostrum y, también, se convierte muchas veces en lugar estratégico de batallas ajenas. Pero esta ciudad, al igual que va cambiando el nombre ligeramente según las épocas (Gáder, Gades, Cádis), se va adaptando así mismo a las distintas situaciones, manteniendo sus raíces. Curiosamente ya en la época romana eran célebres las bailarinas gaditanas, vistas a veces como un lejano antecedente del flamenco; y un viajero francés, Peyron, 1772, repara y describe así ese arte: “La voz, la guitarra, el repiqueteo de las castañuelas y los taconazos, sucesivamente medidos y rápidos, con los que los bailarines marcan los pasos y el compás, forman un acorde encantador, que arrebata algunas veces al espectador”. Y otro visitante, el inglés Townsend, decía poco después: “No he visto ciudad más agradable para las diversiones de sociedad como Cádiz. Como su recinto apretado contiene habitantes de todas las naciones, sus maneras se suavizan recíprocamente por comercio que hacen juntos”. Como suele suceder, desde fuera se aprecian mejor ciertas cosas y ese texto contiene otra constante gaditana, la mezcla y el cosmopolitismo, algo muy antiguo también. Así hay inscripciones funerarias de hace dos mil años con apellidos de notables familias romanas (Aemilia, Claudia, Julia, Valeria…), pero también nombres autóctonos, griegos, africanos y fenicios (Phyle, Thetis, Thallusa, Alldisto, Simmondin…). Tras la conquista castellana, se asientan 300 pobladores del norte peninsular, añadidos a la población andalusí que no se marchó o regresó luego. Aparte los esclavos, los extranjeros eran numerosos y de procedencia variada en el XVIII, época del auge comercial; y, como decía Peyron, “todas las naciones concurren a poblar Cádiz; entre ellas la más considerable es la francesa, después flamenca, italiana, inglesa, holandesa y alemana”. Recordemos, además, la cuantiosa y continua población flotante en unos momentos en que entraban al puerto mil barcos al año. Ese cosmopolitismo gaditano, fruto de su situación e historia, explica un carácter abierto y, quizás, un ánimo emprendedor. Numerosas citas y estudios ilustrarían tal afirmación, por ejemplo las palabras del Barón de Bourgoing a finales del XVIII: “Las gaditanas, que unen todo el encanto de una mujer andaluza a unas costumbres muy sociables, animan la estancia en Chiclana con banquetes, bailes y conciertos”. O todo lo que se sabe de la historia moderna: Consti-tución de 1812, relación con la sublevación de Riego contra el absolutismo, revolución de 1868… Y en estas páginas pueden verse detalles del auge comercial marítimo y, sobre todo en relación a esa capacidad de innovación económica, la reconversión en el XIX hacia la industria, tras la crisis portuaria. Pero hay otra vertiente de la singular característica geográfica de Cádiz, más ligada al presupuesto público (instalaciones militares e industria naval ), que marca el paisaje urbano y supone un cambio reciente en el desarrollo económico, cuyas consecuencias habrá que estudiar con cuidado, pero que no es nada nuevo, sino resultado de una situación geoestratégica. En efecto, la historia es amplia sobre este particular; por ejemplo, Cartago/Roma, musulmanes/cristianos, reyes/nobleza, Guerra de Sucesión a principios del XVIII, Guerra de la independencia. Gabriel Cano |
- Gadir-Gades

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El casco urbano de Cádiz se asienta sobre dos antiguas islas, que los textos clásicos denominan Erytheia a la septentrional y Koutinoussa a la meridional. Ambas estaban separadas por un estrecho brazo de mar, denominado canal Bahía-Caleta, que al estar colmatado en su parte más interior, fue utilizado como magnífico puerto natural hasta época medieval. Estas dos islas formaban con la de San Fernando y otros pequeños islotes el archipiélago que los textos clásicos denominan Gadeiras. Las islas están formadas por un zócalo de calcarenita muy rica en restos de moluscos marinos (piedra ostionera), recubierta en numerosas zonas por un estrato de dunas, que se combinan con los aportes antrópicos. La progresiva colmatación de la Bahía de Cádiz ha terminado por soldar las antiguas islas entre sí y unirlas al continente, mientras que los embates del oleaje océanico han erosionado progresivamente el frente del archipiélago que da a mar abierto. Los orígenes de Cádiz como entidad urbana hay que buscarlos en las primeras navegaciones fenicias a Occidente, aunque las islas ya fueron habitadas por diferentes comunidades durante las Edades del Cobre y del Bronce. Larga ha sido la polémica entre los defensores de las altas cronologías proporcionadas por los textos clásicos, que sitúan la fundación de Gadir por navegantes procedentes de Tiro hacia el año 1104 a.C., y los partidarios de apoyar una datación basada únicamente en la evidencia arqueológica. Este último grupo ha situado tradicionalmente la primera instalación fenicia en Cádiz en el siglo VIII a.C., coetáneamente a lo que sucedía en la costa malagueña y granadina. A este respecto, durante las décadas de 1980 y 1990, la ausencia en el casco urbano de testimonios materiales anteriores al siglo VI a.C. movieron a diferentes investigadores a elaborar hipótesis que explicaran por qué la ciudad únicamente proporcionaba testimonios de la gran necrópolis de época púnica, pero nada del periodo fenicio arcaico. Así, tomaron cuerpo, por un lado, la idea de la destrucción del asentamiento arcaico a causa de la erosión marina (R. Corzo) y, por otro, la propuesta de que Gadir se ubicó originalmente en el enclave de Doña Blanca, en la orilla opuesta de la Bahía (D. Ruiz Mata). Sin embargo, en los últimos años el panorama ha comenzado a cambiar. No sólo se ha confirmado la ocupación fenicia arcaica en el casco histórico, sino que las fechas que se están barajando convierten a Cádiz en el asentamiento fenicio más antiguo de la Península Ibérica, aunque muy lejos de las cronologías proporcionadas por los textos. Las excavaciones de las calles Cánovas del Castillo y Ancha han permitido situar la presencia fenicia en pleno siglo IX a.C. Estas intervenciones han revelado la existencia de importantes conexiones con Cerdeña, escala obligada en las navegaciones fenicias a Occidente. Igualmente, algún hallazgo aislado, como la pyxis cananea aparecida en la playa de Santa María del Mar, apunta una fecha algo más antigua. En el siglo VII a.C. se ocupa el área del barrio de Santa María. Esta distribución del poblamiento fenicio arcaico indica una cierta movilidad en torno al canal Bahía-Caleta. La necrópolis de Gadir ocupa una zona bastante amplia, con la mayor concentración de enterramientos entre el barrio de Santa María y los jardines de Varela, a lo largo de casi 2 km. La fase arcaica aún se conoce de forma muy deficiente, aunque la presencia de vasos egipcios de alabastro reutilizados en tumbas romanas nos indica que las sepulturas más antiguas fueron objeto de un importante saqueo. En cambio contamos con áreas bien excavadas de las necrópolis del siglo VI a.C. en adelante, como las intervenciones de las calles Tolosa Latour y Acacias. Las tumbas presentan una variada tipología, destacando las construidas con sillares de piedra ostionera. Respecto al ritual, encontramos tanto incineración como inhumación, aunque ésta última tiende a hacerse más frecuente desde el siglo V a.C. Los hallazgos más espectaculares de la necrópolis de Gadir son dos sarcófagos antropomorfos, uno masculino y otro femenino. El primero apareció en 1887 en Punta de la Vaca, durante la construcción de los astilleros; mientras que el femenino fue descubierto en 1980 en la calle Ruiz de Alda (actual Parlamento), lugar bastante alejado del anterior. Son obras salidas de un taller que trabaja al estilo griego, similares a otras aparecidas en Sidón que se datan en el siglo V a.C. No sabemos si fueron esculpidos en Gadir o se trata de piezas importadas. En cualquier caso, su presencia debe relacionarse con las costumbres funerarias propias de la clase dirigente. Por otro lado, diferentes hallazgos arqueológicos aportan datos sobre la religión de la Cádiz fenicia, muchas veces en consonancia con los textos clásicos. La divinidad tutelar de Gadir es Melqart, dios de Tiro, identificado por griegos y romanos con Heracles-Hércules. Melqart tenía su templo a unos 18 km. al sur de la ciudad, concretamente en el entorno del actual islote de Sancti Petri. Diferentes estatuillas de bronce aparecidas bajo el mar en esta zona representando al dios con varios atuendos de tipo egipcio y fenicio deben interpretarse como elementos de culto. En la misma Gadir, sobre los actuales promontorios que delimitan La Caleta, se ubicaron los santuarios de Astarté (Punta del Nao) y de Baal (Castillo de San Sebastián), identificados ambos con Venus y Saturno. De esta zona procede una abundante cantidad de objetos hallados bajo el mar de claro carácter litúrgico y votivo, además de un capitel protoeólico vinculado a esta arquitectura religiosa. El inicio de la presencia romana en Cádiz se enmarca en el final de la Segunda Guerra Púnica, cuando se produce un acercamiento entre la oligarquía gaditana y Roma, que convierte a Gadir-Gades en una ciudad aliada del pueblo romano (206 a.C.). Esta situación privilegiada permitió a algunos miembros de la clase dirigente local hacer fortuna y carrera en Roma, destacando la familia de los Balbos. Entre éstos cabe señalar a Lucio Cornelio Balbo el Menor*, amigo personal de Augusto* y uno de los hombres más ricos de su tiempo, que construyó en la segunda mitad del siglo I a.C. una nueva Gades y un arsenal en tierra firme al que denominó Portus Gaditanus. La neapolis levantada por Balbo vino a paliar la incomodidad del antiguo núcleo fenicio, insuficiente para una ciudad en plena expansión. Su ubicación hay que situarla en el área de los barrios del Pópulo y Santa María, llegando hasta la Puerta de Tierra. El edificio mejor conocido de esta Gades es el teatro, cuya cavea es la mayor de Hispania. Igualmente notables son las infraestructuras con que se dotó a la ciudad, entre las que destaca el acueducto, que traía el agua potable desde los manantiales del Tempul, a unos 60 km. de distancia. Tampoco faltan noticias de la existencia en Cádiz de un anfiteatro, aunque no sabemos la fecha concreta de su construcción. El edificio se ubicó en las inmediaciones de donde hoy se encuentra la Puerta de Tierra, en el lugar que los cronistas de los siglos XVI y XVII denominaron Huerta del Hoyo aludiendo al perímetro de su arena. Igualmente, por una vista de Cádiz del grabador flamenco Joris Hoefnagle, fechada en la segunda mitad del siglo XVI, se conoce la existencia de un posible circo en el área de La Caleta. Pese a la construcción de estos edificios monumentales, el principal centro de culto religioso siguió siendo el antiguo templo de Melqart, ahora plenamente romanizado como Hércules. Los hallazgos submarinos del entorno del islote de Sancti Petri confirman este esplendor, destacando una escultura thoracata de bronce, por desgracia incompleta, que representa a un emperador. La fase romana de la necrópolis de Cádiz nos informa también de la pujanza de la ciudad y de la riqueza de su oligarquía entre los siglos I a.C. y II d.C. Los enterramientos se extienden sobre el área de la necrópolis fenicio-púnica, ocupando una mayor extensión que ésta. Entre los hallazgos más notables hay que citar el ajuar de cristal de roca hallado en la calle Escalzo y varias urnas de fayenza decoradas procedentes de las excavaciones del solar números 21-27 de la Avenida de Andalucía, que constituyen piezas únicas en la Península Ibérica. De especial interés por su arquitectura son los columbarios descubiertos en la calle General Ricardos. La riqueza de la Cádiz romana se basó, como la de su predecesora fenicia, en las actividades marítimas, tanto en los recursos pesqueros como en el comercio. En el entorno del núcleo habitado, según se ha documentado por excavaciones, existieron diversas factorías de salazón, como las descubiertas en la Plaza de Asdrúbal y en el solar del antiguo Teatro Andalucía. La importancia del puerto de Gades queda reflejada en el faro que se levantó donde hoy está el Castillo de San Sebastián, del que queda una representación pictórica en una de las cisternas de la factoría de salazones del Teatro Andalucía. La crisis que sufre Cádiz en el Bajo Imperio es reflejada por la noticia del poeta Rufo Festo Avieno (siglo IV d.C.), que señala el estado ruinoso de la ciudad. A este respecto, la disminución de los hallazgos arqueológicos confirma la decadencia del núcleo urbano y la escasa utilización de la necrópolis. Testimonio de esta situación es el establecimiento de la sede episcopal visigoda no en Gades sino en la cercana Asido (Medina Sidonia). La misma tónica encontramos en época andalusí, cuando la Yazirat Qadis (isla de Cádiz) es citada por las fuentes árabes como un núcleo de población secundario, agrupado en torno al barrio del Pópulo. Eduardo García Alfonso |
- Cádiz y su Bahía

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Herida de sal y de sol, intensamente blanca en el mar azul, “tacita de plata”, Cádiz es única. Tiene razón Edmundo de Amicis: hay que llegar a Cádiz por mar –caso de todas las ciudades marítimas– para enamorarse de ella: la ciudad boga, gigantesco cisne blanco, en un lago azul. Pero desde el avión, la vista, que abarca también el istmo, es más significativa aún y, por lo demás, tal como la sugiere el mapa… Es una cobra que yergue su cabeza achatada silbando de cólera contra el Océano tempestuoso y rugiente. Es un faro instalado aquí para iluminar las riberas andaluzas. Es, según la extraordinaria imagen de García Sánchiz, el pañuelo con el que Europa dice adiós a los navegantes. Pues aunque Cádiz sea a primera vista una isla, o casi una isla, y aunque parezca que no debe nada a nadie más que al mar, el istmo de catorce kilómetros le es esencial, como un cordón umbilical. Cádiz se baña en las olas, pero es la tierra quien la alimenta. Basta para probarlo esa grandiosa avenida, esa multiplicidad de vías que siguen la estrecha lengua de arenas y de mangas. En primer lugar la carretera, guarnecida de fortificaciones, la Torre Gorda al comienzo de istmo, la Cortadura en el medio. Luego la vía férrea, y además un tranvía que va a San Fernando. Antiguamente la carretera se metía por debajo de Puerta de Tierra, monumento nacional (1751), una especie de arco de triunfo con columnas y pórticos, rematado por una fuerte torre cuadrada con atalayas de esquina. Hoy la envuelve aislándola y entra bruscamente en la ciudad por la plaza de la Victoria. Dejaremos aquí el auto, demasiado rápido. Para pasear por los barrios de la Ciudad de Hércules, por sus callejas bordeadas de fachadas ocre, rosa, malva, tomaremos en el muelle, a la gaditana, uno de esos viejos coches que todavía se llaman “carromatos”. ¡Como en las Filipinas! Aquellas Filipinas cuyo comercio sirvió Cádiz, distribuyendo en España los mantones de Manila sin los cuales no se podía, hasta hace poco, imaginar a una andaluza. Aunque el mar aparece al cabo de cada calle, aunque del mar le vinieron y le viene la riqueza y la desgracia, Cádiz antes que un puerto, es una ciudad. Una ciudad que, sobre la roca de arenisca que corona por entero y de la que no se puede evadir, es prisionera del mar. Lo físico repercute en lo moral. El gaditano ignora lo que puede ser la sensación de pisar el verde de un campo, de coronar una cima, de llegar por fin al extremo de una llanura. Debido a los ataques de la piratería inglesa, Felipe IV ordenó que fuera Cádiz protegida por las murallas más fuertes del reino; y éste fue el segundo muro de la prisión… Encerrada en límites precisos e inmutables que llena por completo, Cádiz es en esencia una ciudad, una ciudad total El horizonte inmenso del mar cede aquí el sitio a un laberinto de calles, rectas en general, pero angostas, a veces hasta lo inverosímil: véase la Bajada del Escribano. Cuando se abrió, en 1855, la calle de Tetuán, fue un prodigio, porque por ella podían pasar de frente diez personas; y el pueblo la llamó en seguida calle Ancha, nombre por el que todavía se la conoce. Cierto que faltaba la plaza, pero hay que tener en cuenta las costumbres andaluzas, que gustan de defenderse del sol con la penumbra que procuran las estrechez y las ligeras sinuosidades: véanse la calle del Rosario y la del Mesón. Estas calles dan una sensación de profundidad y de ser interminables. En ellas se conserva un olor a especias. Así lograban también protegerse del mayor enemigo de Cádiz, el viento de Levante. Pero su oscuridad es transparente. Tan viva es, en efecto, la luz, que consigue filtrarse hasta estas calles, reflejada por las blancas fachadas, y aún parece, obedeciendo a Einstein, curvarse para penetrar bajo los soportales de las altas casas. Arcos de los Blancos, del Pasillo, de Garaicoechea, del Pópulo, antigua puerta de mar. A la aventura de estas calles y de estos barrios, cada cual con su personalidad –barrio de la Viña, barrio de San Carlos, barrio del Pópulo, el más antiguo, reedificado cuando la reconquista de Alfonso X en 1262–, vamos a parar a unas placitas escondidas en las que flamean algunas palmeras… Son recoletas, silenciosas. Se desprende de ellas como una nostalgia de proezas y de aventuras, como una saturación de la antigua grandeza de España en lo mares. Limitada en el sentido horizontal, Cádiz tiene una especie de angustia de la verticalidad. Raras son las casas que no tienen torre. Antiguamente tuvieron quizás estas torres una utilidad práctica; innumerables eran las miradas que podían desde ellas otear las velas desconocidas.
Jean Sermet De La España del Sur |
- Las habaneras de Cádiz

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Desde que estuve niña en La Habana no se me puede olvidar tanto Cádiz ante mi ventana tacita lejana aquella mañana pude contemplar.
Las olas de La Caleta que es plata quieta rompían contra las rocas de aquel paseo que al bamboleo de aquellas bocas allí le llaman El Malecón.
Había coches de caballos era por mayo sonaban por La Alameda por Puerta Tierra y me traían ay tierra mía desde mi Cádiz el mismo son:
El son de los puertos dulzor de guayaba calabazas, huertos aún pregunto quién me lo cantaba.
Estribillo
Que tengo un amor en La Habana Y el otro en Andalucía no te he visto yo a ti tierra mía más cerca que la mañana que apareció en mi ventana de La Habana colonial: To Cádiz, la Catedral. la viña y el Mentidero. Y verán que no exagero si al cantar la habanera repito: la Habana es Cádiz con más negritos, Cádiz es La Habana con más salero.
II
Verán que tengo mi alma en La Habana no se me puede olvidar canto un tango y es una habanera la misma manera tan dulce y galana y el mismo compás.
Por la parte del Caribe así se escribe cuando una canción de amores canción tan rica se la dedican los trovadores a una muchacha o a una ciudad.
Y yo Cádiz te dedico y te lo explico por qué te canto este tango que sabe a mango de esta manera de esta habanera de piriñaca y de Carnaval. Son de chirigota sabor de melaza Guantánamo y Rota que lo canta ya un coro en la plaza.
Estribillo
Carlos Cano / Antonio Burgos |
- Coplas de Luis El mula (Las crónicas del 40)

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Luis El Mula tenía ay Pedro Romero– una cabeza diminuta y larga sobre unos hombros inacabables como un higo de tuna encima de una cómoda. Luis El Mula peleó en el mar a brazo limpio con una corvina de un metro y más. El pez estaba enfermo o aturdido. Lo avizoramos lejos, desde la playa. Luis corrió al mar y media hora después, sangrientamente arañado, feliz, algo mordido, volvió con su corvina a las espaldas (la cola le arrastraba por la arena). Luis El Mula me defendió, y a Antonio Lloret, contra ocho o diez en la Lonja Chica. Lo estábamos pasando fatal cuando escuchamos el cloc-cloc de sus botos de madera y en seguida el chocar de tres o cuatro cabezas empujadas fácil, graciosamente por un solo manotazo de Luis Las cajas de 100 kilos volaban por el aire. Luis El Mula, también en el Muelle Pesquero, boxeó un día de broma con Hinestrosa –ay Pedro Romero–, profesional muy fino que lo echó al suelo casi antes de empezar. Contra los adoquines y la nieve salada daba susto la cara de Luis que ni se lo creía. Hinestrosa huyó a todo correr. «¡No corras, cabrón, ven p’acá!», voceaba Luis doblando con las manos una tira de hierro entre divertido y lloroso, «¡no corras!». Luis El Mula en Jerez de la Frontera (a 50 kms entonces) y cuando peor andaban las postbélicas hambres tuvo una amiga rica. El mayordomo le ponía un pollo por la mañana y Luis se lo comía en la cama y otrosí sendos pollos de almuerzo y cena: en diez o doce días se comió el gallinero y volvió a Cádiz. Luis El Mula fue amigo de uno y quien me presentó a Eduarda, esbelta rubita calentísima, quien me ayudó a limpiar cajas y cajas de cabezas de merluza y a aprovechar cachetes y cocochas, quien me daba tabaco algunas veces. Luis El Mula tenía cinco ternos, siete corbatas y una chaqueta espó. Pero Luis El Mula se aburría, se aburría y se fue. Pero Luis El Mula murió en el puente de Brookiyn, Nueva York, tiroteado por la policía.
Fernando Quiñones |
- Si yo hubiera podido, oh Cádiz...

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¡Si yo hubiera podido, oh Cádiz, a tu vera, hoy, junto a ti, metido en tus raíces, hablarte como entonces, como cuando descalzo por tus verdes orillas iba a tu mar robándole caracoles y algas!
Bien lo merecería, yo sé que tú lo sabes, por haberte llevado tantos años conmigo, por haberte cantado casi todos los días, llamando siempre Cádiz a todo lo dichoso, lo luminoso que me aconteciera.
Siénteme cerca, escúchame igual que si mi nombre, si todo yo tangible, proyectado en la cal hirviente de tus muros, sobre tus farallones hundidos o en los huecos de tus antiguas tumbas o en las olas te hablara. Hoy tengo muchas cosas, muchas más que decirte.
Rafael Alberti De Libro del mar. Selección de Aitana Alberti. |
- Cádiz en la literatura

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Posiblemente sea Cádiz una de las ciudades españolas más piropeadas por visitantes españoles y extranjeros. Los homenajes de admiración aluden a sus cien torres a sus calles, a sus plazas y murallas, pero fundamentalmente a su luz y a sus mujeres. Mujeres, ni ‘ligeras’ ni descaradamente sensuales como sus antecedentes las bailarinas de pies rápidos y muslos gloriosos, ni recogidas, beatorras o replegadas. En un punto exacto de feminidad, de tenue alusión pícara frente al elegido. Luz, como de asomarse a una catarata. La antología es larga, inacabable, tal el mar gaditano desde que se anuncia en La Caleta. Y tiene cara de regreso porque Cádiz “parece estar todavía esperando el último galeón”, que dijo Gabriel García Márquez. “Como si los siglos la hubieran hecho al pasar, en vez de más vieja, más blanca”, en expresión de José de las Cuevas, porque “Cádiz es el pañuelo con que España dice adiós a los marineros”, tal piropeara García Sánchez. Cara de regreso, joven romántica con el oído atento puesto en Byron: “Dulce Cádiz, lleno de las mujeres más bellas de España, cuya sola presencia agita el corazón”. El gran romántico inglés no escamoteó admiración alguna: “Cádiz, encantador Cádiz. Es el primer lugar del mundo”. Tampoco se comió la lengua Disraeli: “La bella Florencia es cosa sucia y triste comparada con Cádiz. Las blancas casas y las verdes celosías deslumbran al sol. Fígaro está en todas partes; Rosina, en todos los balcones”. Ni Teófilo Gautier, conmovido en sus colores: “No existen en la paleta del pintor ni en la pluma del literato colores bastante luminosos para dar la impresión brillante que nos produjo Cádiz en aquella mañana gloriosa”. Camus dice que “no debiéramos volver allí donde fuimos felices”. Gautier piensa en las palmeras gaditanas, en su luz estallante y envasada por el azul del cielo, y exclama: “Me parece que a su sombra no se puede ser desgraciado”. E insiste en la impresión que le produce el fulgor: “Todo lo que se pueda imaginar de excesivo en azul, y el blanco tan puro como la plata, la leche, la nieve, el mármol y el azúcar mejor cristalizado. El azul era el cielo repetido por el mar; el blanco, la ciudad. No puede imaginarse nada más radiante, más deslumbrante, de una luz más difusa y más intensa al tiempo. En realidad, lo que en nuestro país llamamos sol es, junto a esto, una lamparilla agonizante a la cabecera de un enfermo”. Dembowski también se “ciega”: “Un buen día de sol (Cádiz) podría creerse que está hecha de porcelana”. Por eso “diríase que cada noche lavan, almidonan y planchan a Cádiz, evitando así su caducidad”, como ha escrito García Sanchiz. Espejo de algodón y jazmín, “si Sevilla y Córdoba son blancas como el papel, Cádiz lo es como la leche”, según Edmundo de Amicis. “Y qué calles, el único sitio que se diría desembarcan en el cielo”, como definió el escritor de Arcos Jesús de las Cuevas. El gran Luis Cernuda la vio desde el “perfil del aire”: “No fulge desde arriba, sino que hiere de soslayo, tal un adiós sin fuerzas ya”. Otro poeta sevillano, Romero Murube, rimó su encanto: “En Cádiz bien hallada/ la piedra es luz que eleva la delicia/ de su carne tallada”. La luz, la mujer gaditana, dos temas del cielo que diría un romántico. La luz que hace a la ciudad esplendente memoria en Byron: “Brillante Cádiz, que te elevas hasta el cielo desde el centro del azul profundo del mar”. Y la mujer gaditana –como dice la letra de una comparsa “el amor de mis amores” –que “se acercan por completo a la fisonomía griega” para Gautier, y “su tez posee la blancura del mármol pulimentado”. “Yo no sé qué tienen”, murmura sobrecogido Diego Coello Quesada. De “palmito zalamero”, explica Federico Rubio, etc., porque, por lo visto, el “rendimiento” ha sido general ante las gaditanas, desde las célebres “bailarinas de Gades”. Y no sólo por su belleza. También por su importancia, su arte y su talento. Gaditanas han sido Theletusa; Domicia, la madre de Adriano; Plotina, la madre de Trajano; María Gertrudis de Hore; Cecilia Böhl de Faber, aunque de adopción. Y son gaditanas Pilar Paz Pasamar, Rocío Jurado, Lola Flores, María Vargas, La Paquera de Jerez... Cádiz, “salada claridad”, “nieve mar adentro”, “paloma de España” o “dorada copa” , es también para José Manuel García Gómez “donde la sal madruga”, “posada de sol” a decir de Estacio, y “casa de la luz”, en boca de Silicio Itálico, o “hija bienamada del sol” a los ojos de Alejandro Dumas. Y sus murallas, en hermosa metáfora de Gautier, “un corsé de granito”. Pero igualmente haya citas para su trascendencia, para su importancia histórica, para su elegancia: “Es la ciudad antipalurda por excelencia”, dijo Gregorio Marañón. “Con psicología de mirador”, la entendió Pemán. Y Eugenio D’Ors le otorgó el sinónimo de su patrona, desde su espíritu cosmopolita: “relicari ode la consagración universalista de España”. Lástima que, en lo tocante a la limpieza de la ciudad, la ‘Tacita de Plata’ haya perdido buena parte de su prestigio. Los mismos naturales, en sus bromas y coplas, la llaman la ‘Tacita de Zurrapa’. Venus, en contra de lo que dijo Byron y por mor de la dejadez del Ayuntamiento, no la escogería ahora como su morada. |
- Esparcido el cabello…

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Esparcido el cabello por la espalda que fue del sol desprecio y maravilla, Silvia cogía por la verde orilla del mar de Cádiz conchas en su falda.
El agua entre el hinojo de esmeralda, para que entrase más, su curso humilla; tejió de mimbre una alta canastilla, y púsola en su frente por guirnalda.
Mas cuando ya desamparó la playa, “Mal haya, dijo, el agua, que tan poca con su sal me abrasó pies y vestidos”.
Yo estaba cerca y respondí: “Mal haya la sal que tiene tu graciosa boca, que así tiene abrasados mis sentidos”.
Lope de Vega |
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