El tiempo ha hecho de la vida eremítica una peculiriaridad religiosa desconocida y olvidada. Cada vez es más difícil entener por qué, en cierto momento, una serie de hombres, empujados por una necesidad de recogimiento, se decidieron a poblar el silencio de los campos para no tener más compañía que la de uno mismo y su Dios. Las Ermitas de Córdoba, a 20 kilómetros de la ciudad, en un paraje agreste de Sierra Morena conocido como el Desierto de Nuestra Señora de Belén, es uno de esos lugares elegido por las ermitaños para poblarlos con la soledad absoluta, el silencio forzoso, la oración infinita, las duras mortificaciones y el trabajo manual. El origen de este Desierto para la oración es incierto y se remonta al siglo IV. Con diversos avatares y penalidades se fueron sucediendos los eremitas hasta que en el año 1613 se unen a la Congregación de Ermitaños de San Pedro y San Antonio Abad, que sobrevive hasta 1957, cuando la soledad ya no está de moda y los pocos eremitas que quedan se unen a los Carmelitas. Los ermitaños vivían en pequeñas ermitas distantes entre sí, de las que hoy se conservan 13, dotadas apenas con una cocinilla, una cama de tablas, un escritorio enfrentado a la pared y un obrador. Son espacios pequeños y aseados en los que nada entorpece al alma. En el exterior las construcciones resultan blancas y recoletas, con tejado a dos aguas cubierto de tejas cerámicas, muros cubiertos de enredaderas y humildes espadañas que señalan al cielo. La blancura de la cal debió sugirir fuertes contrates con los recios hábitos trapenses, los escapularios y la capucha oscura bajo la que se desbordaba la barba montaraz de estos hombres de fe. En el centro del recinto vallado, se sitúa un erimitorio y una capilla mayor dedicada a la Virgen de Belén. En la cresta de la ladera, el llamado balcón del Mundo, un mirador con excelentes vistas sobre Córdoba.
Pablo Santiago Chiquero |