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TÉRMINO
- MASONERÃA
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  • Masonería en Andalucía  Expandir
  • Con independencia de las leyendas y de las supersticiones que aún hoy continúan circulando acerca de los orígenes de la masonería, lo cierto es que para intentar comprender lo que ha sido la trayectoria de esta institución en el pasado hemos de partir de la base de que cuando hablamos de masonería estamos aludiendo a una peculiar forma de sociabilidad. La masonería, por sus fines y organización, por las actividades que desarrolla, los símbolos que utiliza o por la forma de asociarse y de relacionarse entre sí de sus miembros, se diferencia en mayor o menor grado de otro tipo de sociedades, instituciones o asociaciones humanas. Los masones gustan definir a lo que ellos llaman su “Orden” como una asociación universal, filantrópica e iniciática –es decir, en la que hay que pasar una serie de ritos para ingresar en ella–, basada en la creencia en un Ser Superior, o Dios, al que denominan “Gran Arquitecto del Universo”, concebido como principio y fin de todas las cosas. Una organización liberal, cuyo objetivo sería la educación y el perfeccionamiento del ser humano para lograr una sociedad basada en la tolerancia y en los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad.
        Orígenes. Aunque se le han querido buscar remotísimos antecedentes, el origen histórico de la Masonería parece estar hoy suficientemente aclarado, situándose en los antiguos gremios medievales y, más en concreto, en las antiguas corporaciones, cofradías y hermandades de constructores de catedrales. Los miembros de estos gremios, divididos –como todos los de su época– en maestros, oficiales o compañeros y aprendices, acostumbraban a reunirse en una casa o habitación pequeña, denominada “taller” en español o “logia” en italiano; en dicho edificio los maestros dirigían los trabajos y trazaban los detalles de la obra, los aprendices desbastaban la piedra bruta, etc.
        Es en Londres y a comienzos del siglo XVIII cuando nace la llamada masonería filosófica, en contraposición a la masonería operativa característica de los gremios de constructores. El objetivo de sus fundadores era crear una asociación filantrópica y especulativa, muy en la línea del pensamiento dieciochesco y del ambiente intelectual gestado en el tiempo de las Luces. Concebida como una especie de escuela de formación del hombre, los masones adoptan los ritos de iniciación y los utensilios propios de la construcción (la plomada, escuadra, compás, mayete, paleta, mandil de picapedrero, etc.), pero adjudicándoles ahora un carácter simbólico. La catedral que tendría que edificar la nueva masonería no sería ya un edificio material, como los construidos en la Edad Media, sino una empresa espiritual, el templo de la Fraternidad Universal, en la que cada hombre, despojado de sus vicios e impurezas, se convierte en una piedra “cúbica y perfecta”, válida para la construcción. En la Logia o Taller, formado por un número variable de miembros o “hermanos”, el masón aprende un código de conducta moral basado en las ideas de tolerancia y fraternidad, tan entroncadas con el espíritu de la Ilustración.
        Según sus estatutos, reglamentos y constituciones, el masón ha de ser una persona de costumbres intachables, dotado de una instrucción básica y de autosuficiencia económica. Por otra parte, con respecto a su organización, la masonería se articula en logias, triángulos y soberanos capítulos –dependiendo del número de “hermanos” u “obreros” y de los “grados” que posean sus miembros–, y en obediencias –o agrupación federativa de talleres– constituidas por grandes logias y grandes orientes, entidades que ejercen la función de órganos directivos superiores.
        Vía Gibraltar. Como a otros países europeos, la Masonería llega a España y a Andalucía desde Inglaterra ya en el siglo XVIII, ejerciendo un papel no desdeñable en este proceso el enclave británico de Gibraltar. En la Roca las primeras noticias fiables relativas a la presencia de masones se remontan a 1727, si bien hasta el 9 de marzo de 1728 no se constituye un taller reconocido oficialmente por la Gran Logia de Inglaterra, la denominada Logia de San Juan de Jerusalén, nº 51. A ella le siguen otras muchas logias de militares estacionados temporalmente en Gibraltar, si bien ya desde el siglo XVIII comienzan a fundarse otros talleres a los que acceden civiles residentes en la colonia. Nacen así la denominada Logia de los Habitantes (Inhabitants’ Lodge), cuya primera constitución data de 1762; la Lodge of Friendship, la Constantia, Calpean Lodge, etc. Desde comienzos del siglo XIX la logia de San Juan nº 115, heredera de la fundada años atrás, obtiene además el privilegio de practicar su ritual y tramitar sus actas y registros en español, recibiendo la denominación de logia de San Juan y el Fénix.
        La existencia pues de una pujante masonería en Gibraltar da origen a lo que podríamos denominar un lugar común en la historiografía sobre el tema: la consideración de este enclave de soberanía inglesa como una “base de apoyo” o un poderoso “foco” de irradiación masónica, tanto sobre el conjunto de la Masonería española –en general–, como de la andaluza y gaditana, en particular. Sin embargo, para el siglo XVIII poca irradiación debe de haber por la sencilla razón de que, en contra de lo afirmado tanto por los propios masones como por los cultivadores de su leyenda negra, si algo están demostrando los estudios rigurosos sobre el tema es que, antes de 1868, la masonería española no parece que fuera una entidad demasiado relevante. Es cierto que hay testimonios que avalan la existencia de algunas logias en la segunda mitad del XVIII y antes de la invasión francesa de 1808, logias casi siempre formadas por comerciantes, marinos y militares extranjeros, cuando no relacionada con algunos puntos de tránsito o enclaves portuarios (Cádiz, Málaga). También poseemos información de la llamada masonería bonapartista, difundida en nuestro país por las tropas napoleónicas y que, en realidad, lo que perseguía era captar simpatizantes y colaboradores para la causa de José Bonaparte.
        Sin embargo, a juzgar por la documentación disponible e históricamente fiable, la masonería no parece haber jugado un papel de especial relevancia en la Historia de España ni en el siglo XVIII ni durante el reinado de Carlos IV. Y con respecto a su importancia en el agitado proceso de crisis del Antiguo Régimen y afianzamiento del sistema liberal, lo cierto es que hasta la fecha se especula mucho y se sabe con certeza bastante poco. A este respecto, si a algo apuntan las investigaciones serias sobre el tema es que la Masonería no tiene jamás el enorme protagonismo que algunos historiadores –incluso desde posiciones historiográficas muy enfrentadas– le atribuyen tradicionalmente en la gestación y desarrollo de los acontecimientos revolucionarios. Lo cual no quiere decir, obviamente, que los masones españoles y andaluces, según parece bastante escasos y a quienes frecuentemente se confunde con otros tipos de fenómenos asociativos que se dan en toda Europa en la época liberal y romántica (sociedades patrióticas, carbonarios, comuneros, anilleros, etc.), permanecieran al margen de los vaivenes y acontecimientos políticos. De todas formas, hoy por hoy estamos lejos de poder calibrar con exactitud, dejando a un lado los tópicos y generalizaciones al uso, la actuación que organizaciones como la Masonería o la Comunería desempeñan en la política española durante –por ejemplo– el Trienio Constitucional, la llamada Década Ominosa o la época de las Regencias, más allá de su papel como canales difusores de las ideas y principios liberales, bien sea en sus versiones moderada o exaltada.
        En realidad, ni siquiera durante la mayor parte del reinado de Isabel II nos consta que existieran en España algo más que unas cuantas Logias desconectadas entre sí y, en la mayoría de los casos, auspiciadas por Orientes u Obediencias extranjeros. Una de ellas fue la Moralidad y Filantropía, de Obediencia inglesa y fundada en Cádiz capital hacia 1857, algunos de cuyos miembros proceden de la Iris nº 132 de Gibraltar. Moralidad y Filantropía, de cuyas actividades apenas conocemos nada, no es dada de baja oficialmente en los registros de la Gran Logia Unida de Inglaterra hasta 1875.
        El florecimiento de la masonería española es, con independencia de las elucubraciones de Leo Taxil y sus seguidores o de las no menos fantasiosas “investigaciones˝ de la policía de Fernando VII, un fenómeno relativamente tardío que comienza a vislumbrarse ya al final del período isabelino y especialmente tras el triunfo de la Revolución de 1868. La Gloriosa inaugura en España una etapa, el Sexenio Democrático o Revolucio-nario, donde convergen y pugnan por imponerse diversos proyectos y programas políticos, difundiéndose un ambiente propicio para el debate de las ideas y la discusión pública. Fue en estos años de agitados vaivenes, de alternativas y cambios en la trayectoria y rumbo político del país, cuando la masonería española y andaluza comienza a crecer, inaugurándose un proceso que ni siquiera se vería interrumpido por la restauración de la monarquía borbónica en 1875 y la imposición de un régimen político restrictivo, como es el diseñado por Cánovas del Castillo.
        La masonería andaluza. Desde la Revolución de 1868, la Masonería encuentra además en Andalucía una acogida muy superior a la registrada en cualquier otro lugar del territorio peninsular. Tanto es así que en el último tercio del XIX, entre 1868 y 1898, en Andalucía se establecen unas 425 Logias, Triángulos, Capítulos y organismos masónicos de distinto tipo, lo que viene a representar aproximadamente el 40% de todas las organizaciones masónicas que se fundan en España en esas tres décadas de fin de siglo.
        La masonería se extiende por Andalucía prácticamente a todo lo largo y ancho de nuestra geografía, en las capitales y en las grandes ciudades, pero también en muchos pueblos pequeños del interior y de las zonas costeras. Cádiz fue, no obstante, la provincia andaluza donde mayor arraigo llega a alcanzar esta institución, contabilizándose no menos de 134 organismos masónicos radicados principalmente en torno a la bahía gaditana y al Campo de Gibraltar. Siguen en importancia las provincias de Sevilla y Málaga, con unas 60 Logias cada una, y Jaén, donde se establecen medio centenar de Talleres. El resto de las provincias oscila entre las 33 Logias y organismos masónicos de distinto tipo contabilizados en Córdoba y las 25 que al parecer funcionan en Almería. En total, entre fines del XIX y comienzos del siglo XX la presencia de la masonería en la sociedad andaluza, a través de sus logias y talleres, es un fenómeno constatable en al menos 165 localidades.
        Además y contra lo que pudiera suponerse, la implantación de esa pujante masonería es más acusada en unos años desfavorables para los principios defendidos por la institución, como son los del reinado de Alfonso XII, que durante la etapa inmediatamente anterior del Sexenio Democrático. De hecho, durante el Sexenio en toda Andalucía está constatada la existencia de unos 51 talleres masónicos, siendo en cambio unas 170 las logias que llegan a estar en funcionamiento en la década de 1875 a 1885. Y es que durante los años de la restauración canovista las logias masónicas, al igual que otras entidades o asociaciones de tipo cultural, mutualista, recreativo o cooperativo, van erigiéndose en uno de los principales ámbitos o espacios de sociabilidad republicana. La masonería se convierte en un refugio o en un lugar de encuentro al que acuden un número considerable de opositores al sistema político vigente por entonces en España. Personas de ideales “progresistas” y “avanzados” que, desencantados por el asfixiante caciquismo, por la manipulación sistemática del voto, por el control que la Iglesia ejercía sobre las conciencias y por la corrupción y fraude que imperaba en muchos ámbitos de la vida pública, pretenden e intentan difundir sus ideas en pro de la secularización, el librepensamiento, la defensa de un sistema de instrucción laica, la necesidad de la formación de una verdadera ciudadanía responsable, etc., no tan sólo a través de los cauces normalizados e instituidos –es decir, a través de los partidos y, en especial, los republicanos–, sino también a través de otros canales, uno de los cuales es sin duda la masonería.
        Eclosión y crisis. De todas formas, es en la segunda mitad de los años ochenta y en los inicios de la década de 1890, coincidiendo con el intenso impulso reorganizativo protagonizado en esas fechas por los distintos grupos republicanos, cuando se produce la verdadera eclosión de la masonería en Andalucía. Tanto es así que en menos de una década, entre 1885 y 1894, se establecen en las distintas provincias andaluzas no menos de 231 organismos masónicos de todas clases. Es entonces cuando se produce el ingreso en las logias andaluzas de un buen número de nuevos masones, personas por lo general inquietas políticamente y situadas, desde el punto de vista ideológico, en lo que podríamos llamar el extrarradio del sistema.
        Y es que la Masonería, con independencia de sus aspectos rituálicos, simbólicos o filosóficos, pero con una leyenda a sus espaldas de misterio y de secreto, les parece a muchos el lugar idóneo de refugio, pero también de encuentro. En los talleres y en las tenidas masónicas era posible discutir y disentir libremente, pero también coincidir en cuestiones fundamentales; era el lugar donde se aprendían, se explicaban y se transmitían un conjunto de valores (libertad, tolerancia, fraternidad, democracia…), junto a unos principios morales identificados automáticamente con lo progresivo y justo, lo civilizado y racional.
        El hecho de que la masonería creciera extraordinariamente en torno a 1890 parece indesligable, además, de las ilusiones y las expectativas de cambio que suscita en importantes sectores ciudadanos la introducción del derecho de sufragio universal masculino aprobada por el gobierno Sagasta –miembro de la institución– el 26 de junio de 1890. Ilusiones que, sin embargo, no tardan en verse defraudadas, pues como es sabido aquella reforma electoral, lejos de propiciar una democratización y autentificación del sistema político, se traduce en la extensión y consolidación de sus vicios y en el mantenimiento de hábitos políticos, como el caciquismo, procedentes de la etapa anterior. La decepción que ello provoca entre los republicanos da lugar a un desfondamiento general de su estructura organizativa, y ello se traduce también en la desarticulación de las organizaciones masónicas, dada la muy estrecha relación existente ya en estas fechas entre unas y otras.
        Y es que resulta difícil imaginar que el desenvolvimiento de las Logias no se viera afectado por la crisis que experimenta el republicanismo a partir de 1895, sectores republicanos a los que pertenecen muchos de los masones que daban vida a esos centenares de Talleres fundados en Andalucía. Para más complicaciones, la Masonería, envuelta también en problemas y disputas de orden interno, se convierte en estos años en objetivo predilecto de los ataques furibundos de la prensa integrista y conservadora, que acaba encontrando en la guerra colonial un nuevo filón y un pretexto con el que resucitar y alimentar el mito complotista. Todo ello aderezado con iniciativas como la protagonizada por Vázquez de Mella, solicitando a las Cortes en 1895 que declarase a la Masonería “facciosa, ilegal y traidora a la Patria”, y azuzado además por la celebración en 1896 del Primer Congreso Antimasónico, reunido en la ciudad italiana de Trento.
        En consecuencia, a partir de 1895-1896 y en tan sólo dos o tres años, ese intenso despliegue organizativo protagonizado por la masonería en Andalucía se vino abajo como un inmenso castillo de naipes. Lo que se ha dado en llamar la crisis masónica finisecular tiene en acontecimientos como la clausura gubernativa de los locales y sedes centrales de las principales Obediencias, la confiscación de los archivos del Grande Oriente Español y la detención y procesamiento de sus dirigentes más destacados, algunas de sus principales manifestaciones. En un ambiente enrarecido por el aluvión de denuncias y campañas de desprestigio que desde la prensa clerical se lanzan contra la institución, denunciando su presunto apoyo a los independentistas filipinos y cubanos y su supuesta “responsabilidad” en el Desastre colonial, las Logias andaluzas, como las del resto de España, van clausurando sus trabajos y “abatiendo sus columnas” una tras otra, hasta quedar reducidas a la mínima expresión. La crisis masónica finisecular se traduce en un desplome de la institución del que, en todo caso, lo que más sorprende es la rapidez y la magnitud de ese hundimiento. En toda Andalucía, la región donde con gran diferencia mayor auge y pujanza había alcanzado la masonería durante el último tercio del XIX, tan sólo una docena de Logias logran sobrevivir a la crisis, superando como entidades mínimamente cohesionadas esos años de tránsito entre el siglo XIX y el XX.
        Resurgimiento con Martínez Barrio. Esa situación de casi paralización o languidez de las actividades masónicas iba a prolongarse durante los primeros años del siglo XX, hasta que a partir de 1914 y, sobre todo, de 1923, la crisis del Estado de la Restauración y la implantación de la primera dictadura española del siglo XX provocase un nuevo florecimiento de las logias. Y es en este renacimiento de la Masonería en el que alcanza un sobresaliente protagonismo el sevillano Diego Martínez Barrio y su taller, la influyente logia sevillana Isis y Osiris.
        Desde su fundación y hasta julio de 1936, en que su templo es asaltado y desvalijado por los militares sublevados en contra de la República, Isis y Osiris desarrolla una pujante actividad convirtiéndose de facto en la impulsora del resurgimiento de la masonería en toda Andalucía. Durante sus veinte años de existencia pasan por ella cerca de cuatrocientos individuos, muchos de los cuales fundan a su vez talleres masónicos en ciudades y pueblos de las provincias limítrofes. De hecho, más de una docena de miembros de esta Logia llegan incluso a ser Diputados a Cortes durante la Segunda República. Isis y Osiris, siempre bajo la atenta dirección de Martínez Barrio, es el taller de donde surgen los hombres que a partir de 1923 crean y dirigen la Gran Logia Simbólica Regional del Mediodía, órgano rector de la mayor parte de la masonería andaluza; y son también los masones formados en Isis y Osiris quienes, a partir de 1926, asumen la dirección del Grande Oriente Español, una vez que esta Obediencia –por las dificultades a su funcionamiento impuestas por la Dictadura de Primo de Rivera–, decide trasladar su sede de Madrid a Sevilla.
        Durante la dictadura primorriverista los talleres masónicos se convierten, sobre todo en Andalucía, en el refugio de quienes unos años más tarde nutren los cuadros dirigentes de los partidos republicanos y de las principales organizaciones de izquierda. Baste decir que a mediados de 1930 el Grande Oriente Español contaba en Andalucía con casi mil masones en activo y 37 Logias y Triángulos; en otras palabras, la Regional del Mediodía, bajo la firme dirección de Martínez Barrio, suma ella sola en vísperas de la proclamación de la Segunda República casi el 50% de todos los efectivos del GOE en España.
        Esos resultados habían sido posibles porque Martínez Barrio había asumido de manera muy firme cuál era la misión que, según él, le correspondía a la Masonería: convertirse en un lugar de encuentro donde confluyeran y, en la medida de lo posible, dirimieran y limasen sus diferencias lo que él llamaba los espíritus liberales, democráticos y progresivos. No se trataba exactamente, como quiso ver la mentalidad conservadora de la época y como aún hoy defienden algunos panfletistas, de convertir a la Masonería en una especie de oculto “poder secreto” que impusiera sus directrices a los partidos. Martínez Barrio era bastante más sutil que todo eso: su objetivo era intentar restaurar, a través de la masonería, la cordialidad perdida, la paz y el consenso en los principios y fines esenciales defendidos por esos hombres de espíritu avanzado, que para él era casi tanto como decir por la gran familia republicana. Una misión histórica que, sin embargo, tampoco debía traducirse en intentar convertir la institución en una especie de club político, o en una organización de fines partidistas.
        En cualquier caso, lo cierto es que durante los años veinte las logias españolas, y muy particularmente las andaluzas, renacen de sus cenizas y remontan el vuelo, como si de una especie de Ave Fenix se tratase. De hecho, de los aproximadamente 450 organismos masónicos de todas clases cuya existencia hemos podido constatar para toda España durante el primer tercio del siglo XX, Andalucía alberga no menos de 160, aunque muy concentrados en las provincias de Cádiz (51 Talleres), Sevilla (46) y Málaga (19). Esas 160 Logias andaluzas acogen en números redondos a 5.800 masones, de los cuales la mayoría pertenecen a Logias y Triángulos asentados en Cádiz (2.500 individuos), Sevilla (1.450 masones), Málaga (550), y en número decreciente a Talleres fundados en las provincias de Huelva, Almería, Córdoba, Granada y Jaén. Una cifra no desdeñable de personas pero, en cualquier caso, bastante alejada de las 425 Logias y más de 10.000 masones con que llega a contar Andalucía en el último tercio del siglo XIX.
        No es extraño, por tanto, que una vez proclamada la Segunda República en abril de 1931 y hasta julio de 1936, en aquella primera democracia española de los años treinta, cientos de masones pasaran a desempeñar importantes cargos públicos. Muchos llegan a ser ministros, diputados, alcaldes o concejales, pero no por el hecho de que la Masonería los hubiera colocado ahí (como asegura y posiblemente llega a creer la derecha de la época), sino por su militancia y su protagonismo de muchos años al frente de sus respectivos partidos y organizaciones. Este fenómeno se vive de una manera particularmente intensa en Andalucía, donde tanto arraigo había alcanzado la institución; una Andalucía que en la Segunda República envía a las Cortes españolas en un centenar de ocasiones a Diputados que eran o habían sido masones.
        Pero además, en aquella coyuntura cargada de ilusiones y esperanzas que para la mayoría de los españoles significa el advenimiento de la Segunda República, muchos miembros de la orden del «Gran Arquitecto del Universo» piensan que ya había pasado el tiempo de filosofar, de debatir en sus logias sobre lo divino y lo humano, y que había llegado la hora de intentar hacer cosas; de introducir reformas desde unas instancias de poder nacional, o local, al que habían sido aupados por la fuerza de los votos de sus conciudadanos. Y fue aquí donde entran en colisión las ideas y los posicionamientos de unos individuos que, a título personal, eran masones, pero que pertenecen a partidos y organizaciones con sueños y proyectos muy diferentes y, en algunos aspectos, radicalmente antitéticos.
        En el plano local estas diferentes perspectivas, proyectos y sensibilidades se reflejan básicamente en los cabildos de los ayuntamientos, y en la actuación de los partidos y de las organizaciones obreras. Y todo ello se traduce en numerosas ocasiones en enfrentamientos entre las fuerzas que habían hecho posible en abril de 1931 la llegada de la democracia. Pero en lugares donde existe además una logia o un triángulo masónico al que pertenecen representantes de esas diferentes corrientes y organizaciones, lo que ocurre es que la convivencia entre los “hermanos” va deteriorándose hasta hacerse cada día más problemática y más difícil, y en algunos casos, por hastío o por cansancio, llega a ser imposible. Todo ello da lugar a una grave crisis en el seno de la propia institución masónica que contrasta vivamente con esa imagen que se tiene aún de la Segunda República como la etapa de máximo esplendor de la masonería en España. Una imagen que no deja de ser sino uno más de los lugares comunes que la literatura, e incluso la historiografía más reciente, acuña sobre la historia de la Masonería en nuestro país.
        Leyenda negra. Además y para desgracia de los propios masones, este doble compromiso o, si se quiere, doble militancia –política y masónica– que tanto utiliza la derecha española para desacreditar al régimen nacido el 14 de abril de 1931, cristaliza en plena guerra civil y durante el régimen de Franco en la elaboración del mito del “contubernio judeo-masónico-comunista”, una idea en realidad simplista donde las haya, pero que en su momento cumple perfectamente su cometido de explicación “justificadora” de la necesidad de un “glorioso alzamiento salvador de la patria”.
        En cualquier caso, lo absurdo radica en las implicaciones que se pretenden extraer del hecho de que un determinado político o grupo de políticos pertenecieran a la Masonería. Esto es así porque tradicionalmente la derecha española, y posteriormente el general Franco y sus incondicionales, llegan a autoconvencerse de que toda la política desarrollada en nuestro país durante la Segunda República era, simplemente, la aplicación meticulosa de un siniestro plan trazado por unos oscuros “poderes secretos”, cuya única finalidad parecía ser la aniquilación del alma de la “verdadera” España… En el ambiente radicalizado de los años treinta y ante una realidad percibida como hostil y amenazadora para sus valores, intereses y creencias, las clases conservadoras españolas se muestran incapaces de analizar racional y fríamente esa realidad, sustituyéndola por una interpretación simplista y maniquea basada en el convencimiento de que existe un inmenso “complot” o “contubernio” contra España, cuyo brazo ejecutor eran los terribles y siniestros masones. De esta manera y a los ojos de una parte considerable de los españoles, la masonería se convirtió en la responsable de todos sus males y desgracias; en suma, en el supuesto “mal” que era necesario aplastar y aniquilar para destruir el poder de la “anti-España”.
        Esta mentalidad explica el porqué los masones se convierten en objetivo predilecto de la represión desatada por los militares sublevados en contra de la República, y por qué el general Franco, en su obsesión antimasónica, llega a crear un Tribunal Especial encargado de identificarlos, reprimirlos, detenerlos y procesarlos. Incluso después de muertos, pues no en vano son cientos los masones que caen vilmente asesinados en los primeros meses de la Guerra Civil, víctimas de los golpistas.
        El peso de la idea del contubernio que el régimen de Franco tanto cultiva en contra de la masonería, una institución por lo demás prestigiosa y muy respetada en todos los países civilizados del mundo, quizás explique también el porqué, a comienzos del siglo XXI, aún es la masonería la única organización a quien las instituciones de la España democrática aún no le han restituido lo más importante que aquella dictadura, nacida un 18 de julio de 1936, intentó y en cierto modo consiguió arrebatarle: su honor y su dignidad, pisoteados y vejados durante 40 años de propaganda totalitaria. Con ello, ciertamente, flaco favor se hace al conocimiento de uno de los pocos espacios de libertad y tolerancia que han existido en nuestra historia reciente, como fueron los talleres y las logias masónicas.

    leandro álvarez rey
 
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