Desde los murales que realiza Julio Romero para la iglesia parroquial de Porcuna (Jaén) en sus primeros tiempos de aprendizaje, hasta la seráfica franciscana que, sin concluir, dejó sobre el caballete en el momento de su muerte, transcurren más de tres décadas, durante las cuales, en múltiples ocasiones, hallamos en la obra del cordobés una temática religiosa, sutilmente relacionada con los placeres carnales y, a la par, muy desconectada con la religiosidad tradicional de su tiempo, lo que concluye en una percepción pictórica, particularísima, del fenómeno religioso que lo sitúa en el otro extremo del clasicismo español en esta materia: el éxtasis espiritualista de El Greco, las divinizaciones de Morales, el ascetismo de Zurbarán, los almíbares de Murillo... ¿Puede considerarse a Julio Romero, como en ocasiones se hace, un pintor religioso? Tal consideración se debe a que consideran al, probablemente, más carnal –carnal hasta lo extremoso y lo repetitivo– de los artistas plásticos españoles, un “creyente a ultranza”. Pero de sus lienzos –varios blasfemos, algunos sacrílegos, otros irreverentes, muchos intempestivos– no se deduce con claridad. Es imposible negar con rotundidad que fuese, si lo dicen e insisten en escribirlo, un “creyente a ultranza”, porque, como aseguraba Alfredo de Musset, “todos llevamos en nosotros un mundo ignorado que nace y muere en silencio”, pero en la obra julioromerista, cuando se expresa con los pinceles, más que un cristiano radical parece, independientemente de la fe que lo aliente, el contestario que fustiga la realidad en la que se encuentra inmerso, llegando en ocasiones demasiado lejos, al hacer la crítica plástica de la religiosidad [...] Salvo puntuales excepciones, que siempre coinciden con obras de encargo, como La Virgen de los Faroles, despojada de espiritualidad y engarzado el rostro con el de sus mujeres radicalmente humanas, en los temas bíblicos, del Antiguo y el Nuevo Testamento, o en los que la tradición le sirve de apoyo –cuadros, todos, sin pretensiones simbolistas y en los que es difícil encontrar la sólida arquitectura de la certeza religiosa–, muestra una tendencia invariable: sacralizar lo humano, lo demasiado humano, y humanizar, también en demasía, lo sagrado. [...] Así, María Magdalena, que puede ser una pecadora anacoreta o al revés. Aunque la calavera que sostiene entre las manos sirva para simbolizar el arrepentimiento de una mujer que sólo piensa en las postrimerías, aparece en la puerta de la cueva luciendo un semidesnudo incitante, por cuya razón, tal vez, la espera en lontananza un amante hipotético atraído por la lujuria que sigue emanando su dudoso arrepentimiento. [...] Y así, igualmente, La Verónica, mujer extraevangélica, apócrifa, que cubre sus pechos desnudos con el lienzo donde vemos estampada la faz doliente de Jesús cuando se encaminaba, sangrante y sudoroso, al monte Calvario con su cruz a cuestas [...] La culminación de esta singular manera antipreceptiva, acérrima, de tratar lo religioso –contrariando lo manifestado por algunos estudiosos de Julio Romero–, la hallamos en La muerte de Santa Inés, cuadro en el que, ciertamente, está captada a la perfección una atmósfera envolvente de trascendido silencio [...] Nuestro artista la concibe como una Bella Durmiente del bosque, envuelta en una sábana, sudario tan delgado, tan leve, tan tenue que el juvenil cuerpo glorioso se transparenta en su integridad, certificando la contextura del menor detalle.
Carmelo Casaño De El simbolismo crítico de Julio Romero de Torres (2002). |