XXIII. (1) A todos agradó que acogieras a los del Senado con un ósculo al igual que con un ósculo te habías despedido de ellos; y que honraras a lo más selecto del orden ecuestre llamándolos por sus nombres, sin que te apuntaran; y que, saludando espontáneamente, siendo tú quien eres, a los clientes, añadieras alguna nota de familiaridad; (2) y sobre todo, que avanzaras lenta y tranquilamente, en la medida que te permitía la aglomeración de los que se volvían a verte; que el gentío de concurrentes llegara también a oprimirte –a ti más que a nadie– y que desde el primer día permitieras confiadamente que se acercaran a tu lado. (3) Que no te protegía una guardia de satélites, sino que, rodeado por doquier de la flor del Senado o del orden ecuestre, según predominaba la afluencia de una u otra clase, marchabas detrás de tus lictores silenciosos y tranquilos, pues los soldados en nada desdecían de la plebe por su compostura, su calma y su moderación.
LXXIX. (6) Fijémonos en cómo acude a los deseos de las provincias, y hasta a las peticiones de cada una de las ciudades. No hay dificultad para las audiencias ni retraso en las respuestas. (7) Se entra inmediatamente, se va uno lo mismo; por fin, no obstruye la puerta del príncipe una multitud de embajadas desatendidas. LXXX. (1) Hay más: ¡qué suave severidad, qué clemencia sin relajación en todas sus intervenciones judiciales! Más aún: No te sientas a juzgar con el ansia de enriquecer el fisco, sino que tu sentencia no tiene más remuneración que el haber juzgado bien. (2) Los litigantes están en tu presencia con la preocupación, no de su suerte, sino de la opinión que te merezcan, y no temen tanto tu juicio respecto a su causa judicial cuanto respecto a su moralidad. (3) ¡Tarea muy digna de un príncipe, y hasta de un dios, esa de reconciliar a ciudades rivales y de apaciguar pueblos inquietos, y no más con el poder que con la razón; vetar las injusticias de los magistrados y anular todo lo que no debía haberse hecho; en fin, a modo de un astro muy veloz, verlo todo, oírlo todo, y acudir y socorrer, como [un ángel], súbitamente, allí donde se te invoca! (4) Así es como yo creería que el padre del mundo gobierna con su ceño, si es que quiere dirigir la mirada a la tierra y se digna contar los destinos de los mortales entre los quehaceres divinos; ahora, libre y despreocupado de eso, no se cuida más que del cielo, ya que te creó a ti para que hicieras sus veces respecto a todo el género humano. (5) Así lo haces tú y cumples el encargo, pues cada día se pone con el mayor provecho nuestro y mayor honor tuyo.
LXXXVIII. (1) La mayoría de los príncipes, al ser amos de sus ciudadanos, venían a ser esclavos de sus libertos: se dejaban gobernar por los consejos, por el beneplácito de aquéllos; oían por su mediación y por su mediación hablaban; por mediación de ellos, o mejor, a ellos directamente, se solicitaban las preturas, los cargos sacerdotales y los consulados. (2) Tú tienes para tus libertos la máxima consideración, pero como libertos, y crees que les basta bien el que se les tenga como probos y honrados. Sabes, en efecto, que el principal indicio de la insignificancia de un príncipe es la importancia de sus libertos.
Plinio el Joven De Panegírico de Trajano. |