Qué hacía una chica como aquella en un país como aquel, siniestra posguerra, otoño gris, corazón sin calma? Dolores Flores Ruiz era una bocanada de aire fresco y moreno, en un mundo blanquinegro, era España Jerez tomaquetoma, en un tiempo en el que la heterodoxia tomaba aceite de ricino y el nombre del país lo tenían escriturado los asesinos y los mediocres. Ella venía del tronco del Faraón y la mandaba Undivé para orear el desván de las buenas costumbres, para echarse al monte y a donde fuera con aquel buey cansado, como describió Fernando Quiñones a Manolo Caracol, con quien Lola coincidió en el año 43, cuando apenas levantaba veinte años del suelo y aún no había acuñado una de sus máximas irrepetibles: “La Habana es como Cádiz con más negritos”, al retorno de una de sus giras cuando hacía Las Américas, que era lo que hacían los artistas cuando no querían quedarse a esperar las canales en esta Península cara al sol y boquerona perdía. Lola y Caracol, Caracol y Lola, los reyes católicos de una etapa del flamenco. Química en estado puro, más próximos a los clandestinos Spencer Tracy y a Katherine Hepburn que a los políticamente correctos Humphrey Bogart y Lauren Bacall. Ella era la niña de fuego, compañera y soberana, ella era la salvaora, un torbellino que sin embargo nunca llegó a perderse en aquel laberinto de zambras, sevillanas, tanguillos, rumbas y canciones. Lola era, en sí misma, un jeroglífico, un catálogo de hermosísimas contradicciones: la misma mujer que quería ser marquesa y que no le hacía ascos al Caudillo, sino todo lo contrario, se plantó en la Puerta del Sol durante la huelga de actores del 75 para exigir ante la Dirección General de Policía que dejaran libre a su Rocío Dúrcal, a la que habían trincado en una de aquellas redadas de rojos, junto a sacristanes, anabelenes, juandiegos y victormanueles, que pretendían que el gremio tuviera, al menos, un día de descanso a la semana. Sólo coincidí con ella en una ocasión: cuando entré en el camerino para entrevistarla, me echó una bronca por la crítica que le habían dedicado el día anterior en el diario donde yo trabajaba por entonces. Me puso a parir de un burro, pero la miré con ojos de cordero degollado: “Lola, si no te entrevisto, me despiden”. Era falso, claro. Pero el truco volvió a funcionar: King Kong, a partir de entonces, se convirtió en Bambi y yo salí de allí con la entrevista bajo el brazo y con una simpatía eterna hacia aquella mujer brava, primitiva, elegante y dulce, al mismo tiempo. Lola con Carmen, Lola con un Camarón motorizado en Casa Flora, Lola despendolada, Lola riéndole las gracias al Beni, Lola y sus hijos, Lola con la cabeza en las nubes y los pies en la tierra. Lola era un terremoto de 8 grados en la escala Richter, que si sacudía a Nueva York –ya saben, “no canta, no baila, no se la pierdan”–, ¿cómo no iba a revolver aquel Madrid casposo y beatón, de alma quieta? Lo curioso no es que no la lincharan. Lo curioso es que despertase santísimas simpatías populares. Hay una Lola Flores ludópata y tardía, con su nosequé de caricatura de sí misma, que equiparo en el equipaje de mi memoria al retrato robot de aquel Elvis gordinflas y cuarentón. Pero hay, sobre todo, una Lola intensa, vivalavirgen, superviviente, heroína de su propia película particular que supo perfectamente sobrevivir a Caracol, a las zambras y al cómo me la maravillaría yo. Una Lola tierna, mater amantísima, que casa en contrapicado con aquella mujer en régimen de desamor que se las ventilaba con futbolistas o con esos amantes de ocasión que ahora le atribuyen en las pantallas de la telebasura esa gentuza cuyo único lema en el blasón de armas es el de “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”. Lola quería la Medalla del Trabajo, ser Rita Hayworth en La Niña de la Venta y Bette Davis en Los Invitados. Lola quería que Hacienda le perdonase y que El Pescaílla le mirase con sus ojos guapos. Y si hubiese frecuentado a Joaquín Sabina hubiera cantado gustosamente aquello de los amores que matan nunca mueren. En el fondo-fondo, Lola sólo quería una cosa simple: que la quisiesen. Y lo sigue logrando.
Juan José Téllez |
En el panorama del cine español de los años cuarenta, Embrujo, que dirige en 1947 Carlos Serrano de Osma, futuro profesor de la Escuela de Cine madrileña, es una película diferente. Película de sombras, muy cuidada, recuerda vivamente el cine expresionista alemán de dos décadas antes y dista de ser una mera película folclórica como se prodigan en ese tiempo en el cine hispano. Es la primera de las tres películas que ruedan juntos Lola Flores y Manolo Caracol entre ese año y 1951 y desde luego la mejor. Y hasta tiene su réplica en Niebla y Sol (1951), protagonizada por otra gran pareja del momento, Antonio y Rosario. Pero Lola y Manolo forman la pareja artística más popular de esos años –en la sierra sevillana surgirá hasta un anís Flores-Caracol–, que se forma en 1943, ella con apenas 20 años, él con 34, y durará mas de una década. Pero si en Embrujo son visiblemente una pareja que comparte protagonismo, y Caracol aporta algunas de su mejores canciones –’La niña de fuego’, por ejemplo–, en La niña de la venta el protagonismo de Lola es claro y discreto el de Manolo Caracol, muestra de que en esa pareja, que fue mucho más que artística, pues La Faraona asegurará que él, amante casado y celoso, es el hombre que más la hizo sufrir, la jerezana fue a más y el sevillano vino a menos.
ANTONIO CHECA |