Julio de 1975. Mucho calor. Un cortijo de Andalucía. Influencias. Dinero. Poder. Y el precio de la sangre de cinco personas inocentes. Dos manos, al menos, asesinas. Encubridores. Engaños. Es verdad, un circo popular que lo cambia y lo toquetea todo. Una Policía y Guardia Civil que se ve totalmente superada. Y una justicia que tarda en reaccionar. Pero, sobre todo, Franco. Franco vivo. Y un poder militar aún inmenso. Militares. Gonzalo Fernández de Córdova y Topete, marqués de Grañina, era comandante de Artillería en la reserva. El administrador, Antonio Gutiérrez Martín, era teniente de Artillería en la reserva. Y en Sevilla, en Capitanía General desde el 25 de octubre de 1995, Pedro Merry Gordon, amigo del marqués. La posibilidad de que influencias militares paralizaran la investigación fue una de las líneas seguidas por los jueces. Pero nunca se pudo probar nada. Lo único cierto es que en las jornadas que siguieron a la matanza, la Guardia Civil no dejó de transmitir al juez Andrés Márquez Aranda su certeza de que todo iba a ser resuelto en horas. Pero la investigación se cerró poco tiempo después y, además, de forma sorprendete: el autor de los hechos era González, el tractorista. Ocho años se mantuvo cerrado el caso con esta versión. Ocho años después, la incredulidad de un juez en ciernes, Heriberto Asencio Cantisán, y el informe del forense Frontela, demostró que González también fue una víctima. Pero ya era tarde. Demasiado tarde. Franco ya había muerto. Los autores, no. Pero las huellas, sí. Y la formación de los autores o cómplices o encubridores les hizo no desfallecer nunca. Jamás confesaron. Resultado: nunca hubo culpables.
Francisco Gil Chaparro |