En el llamado “sexenio revolucionario”, los años que van desde la “revolución de septiembre” de 1868 hasta la restauración borbónica, se desarrollan entre los intelectuales andaluces dos corrientes de pensamiento que habrían de influir y confluir en Antonio Machado y Álvarez, posibilitando el comienzo del interés por el estudio de la cultura popular andaluza: por una parte, las ideas filosóficas krausistas; por otra, el darwinismo como teoría científica. En aquellos apasionantes años de libertades, Machado y Álvarez fue el primer intelectual que se acercó con un interés más allá de la simple recopilación, o del mero interés estético, a la cultura popular andaluza a través, principalmente, del flamenco. Este acercamiento se produce –y ello no podemos olvidarlo si queremos analizar no sólo los contenidos sino, sobre todo, la frustración de las posibilidades que presentaba el análisis– en un clima de fuerte enfrentamiento ideológico y político. Quien habría de ser luego conocido como “Demófilo” se formó intelectualmente con dos influencias fundamentales, la de su padre, Antonio Machado y Núñez, catedrático de Historia Natural y destacado darwinista, y la del filósofo Federico de Castro, krausista –ambos Rectores que fueron de la Universidad de Sevilla durante los años del sexenio–, y fortaleció estas orientaciones en Madrid, en el círculo de Sanz del Río, entre personas como Salmerón, Castelar, Giner de los Ríos, Azcárate, Moret y Sales y Ferré. Un conjunto de intelectuales a los que Menéndez y Pelayo, el campeón de la ortodoxia católica, definiera como “tétricos, cejijuntos, sombríos, horda de sectarios y fanáticos”. Es preciso recordar que, en 1864, el Sylabus de Pío IX introdujo en el “Índice de libros prohibidos” el libro El ideal de la humanidad para la vida, que era el de cabecera de los krausistas. El enfrentamiento entre los defensores a ultranza del integrismo católico, por una parte, y krausistas y darwinistas por otra –aunque estas dos corrientes eran líneas ideológicas muy distintas, fueron consideradas, desde los planteamientos integristas, como el núcleo de la “horda de sectarios y fanáticos” de la que hablaba don Marcelino–, había producido, poco tiempo antes del comienzo de la revolución de septiembre del 68, el famoso decreto del Ministro Orobio expulsando de sus cátedras a una serie de profesores de la Universidad española por no responder de forma adecuada al Decreto del 22 de enero de 1867, por el que se obligaba a todos los profesores a prestar juramento de fidelidad a los principios de la Iglesia y de la monarquía y, por tanto, a rehusar a cualquier planteamiento en las aulas universitarias que fuera considerado como no adecuado por la jerarquía eclesial y por los prebostes políticos. Esta situación de confrontación es la que caracteriza, más allá de su propia voluntad, a los sectores intelectuales andaluces y, en general, españoles de la época. Es una situación que, por ejemplo, Manuel Sales y Ferré –otro personaje fundamental entre los componentes del grupo de intelectuales andaluces que iniciaron en Sevilla la Antropología, la Sociología, y los estudios de Folklore– describe de la manera siguiente: “A finales de 1867, Don Julián Sanz del Río fue separado de su cátedra. Negros nubarrones se condensaban en el horizonte nacional. España, gastadas sus mejores energías en los vanos esfuerzos que hicieron desde 1840 para instruirse y darse una organización política más conforme con las aspiraciones del pueblo, cada día más profundamente sentidas, volvía a hundirse en las tinieblas de la ignorancia y el fanatismo. Los defensores del antiguo régimen, vencidos en los campos de batalla, resurgían audaces y agresivos, sentando sus reales en el propio regio, haciendo de los gobernantes servidores suyos. El ministro Narváez González Bravo no reconocía límites en su empeño de inmovilizar la conciencia en las lobregueces del dogma, atajando el paso a toda idea innovadora. Exigía a los funcionarios juramentos inverosímiles de honorabilidad, separaba o procesaba a catedráticos por sus doctrinas, deportaba a infelices vecinos sorprendiéndolos en sus casas a altas horas de la noche y llevándoles a los presidios de Cartagena o de África, y desterraba u obligaba a emigrar a los representantes de todos los partidos liberales, desde los Unionistas hasta los Demócratas. España tendía a dividirse en dos mitades, a un lado la vieja, sierva, supersticiosa e ignorante; al otro lado la nueva, libre, progresista y humana”. La terminología nos recuerda a Antonio Machado y Ruiz, el poeta (“una de las dos Españas ha de helarte el corazón”). Éste, y sobre todo su Juan de Mairena, son absolutamente inexplicables sin comprender que el gran poeta era hijo y nieto de antropólogos: hijo de Antonio Machado y Álvarez, y nieto de Antonio Machado Núñez, este último catedrático de Historia Natural, Rector de la Universidad de Sevilla y primer presidente de la Sociedad Antropológica Sevillana. La polémica hizo que los defensores del dogma católico se movilizaran. Así, por ejemplo, en un discurso inaugural de curso de la Universidad Hispalense, uno de sus catedráticos, de la Facultad de Medicina, Francisco Flores Arenas, afirmaba lo siguiente: “Yo me propongo alzar aquí mi voz para protestar contra semejantes doctrinas –las que defendía Machado y Núñez, las doctrinas de la ciencia europea del momento–; ellas calumnian a la ciencia. El estudio concienzudo de la organización no autoriza semejantes deducciones, por el contrario, ofrece por doquier irrefrenables pruebas con que aniquilar esas osadas teorías que, orgullosas cuanto vanas, pretenden enseñorearse del mundo sin advertir cuan deleznable sea el fundamento en que se apoyan. Si, en efecto, todos los hombres no procediesen de un tronco común; si no hubo un solo primer hombre, no pudo haber culpa original, y, por tanto, todos los sublimes misterios de la religión no pasarían de ser otras tantas fábulas que aceptara la ignorancia del vulgo, pero de que se reiría la despreocupación del sabio. Vosotros, alumnos todos de esta insigne Universidad de Sevilla, jóvenes sois y por tanto impresionables: existen doctrinas que para insinuarse mejor cubren su deformidad con un aparatoso manto, pero no os dejéis deslumbrar por su mentido brillo porque sabed que debajo de este manto no hay más que un descarado esqueleto”. Era ésta la respuesta de un catedrático integrista sevillano contra el sector que estaba más en línea con las corrientes científicas europeas: el sector al cual pertenecían, entre otros, Machado y Núñez, Federico de Castro y el propio Machado y Álvarez, hijo de aquél y discípulo y ayudante en la cátedra de éste. La confrontación no solamente ocurre en Sevilla. En Granada, una intervención de apertura de curso en el Instituto, reflejando las nuevas teorías científicas, es contestada por el propio Sínodo Diocesano. En la declaración de éste figura un trozo que no me resisto a transcribir: “Ya es antiguo vilipendiar a nuestra especie con un origen tan humilde como el que le señala el darwinismo, pero lo que es intolerable, lo que más contrita el corazón y más repugna, no ya al sentido católico que defiende la creación inmediata de nuestros primeros padres debido a la bondad de Dios, sino al sentido racional impreso en nuestras almas, es la grave autoridad con que se predican estos delirios, vendiéndolos como frutos sazonados de una civilización progresista y de un pueblo que ha adquirido la conciencia de su dignidad”. Por supuesto que García Álvarez, que había sido el profesor que tuvo a su cargo el discurso criticado, fue fulminantemente excomulgado. Antonio Machado y Núñez, padre de Machado y Álvarez, era catedrático de Historia Natural de la Universidad de Sevilla desde 1846. Federico de Castro, krausista, era catedrático de Metafísica de la misma Universidad desde 1861, pasando después a la cátedra de Geografía e Historia. Una de las primeras decisiones de la Junta Revolucionaria Central, el 30 de septiembre del 68, fue la de restituir en sus cátedras a los profesores expulsados por el régimen anterior y acometer la imprescindible renovación universitaria. Machado y Núñez es nombrado Rector de la Universidad sevillana y Federico de Castro Decano de la Facultad de Filosofía y Letras. Este último pasaría luego a ser Rector, hasta que, en un segundo momento, todavía dentro del sexenio, Machado y Núñez vuelva a serlo. Una circular de éste acerca de la tolerancia, refleja bien el ambiente que respiraban los intelectuales que se acercaron por primera vez a lo que hasta entonces había sido menospreciado académicamente: acercarse a cuestiones que tuvieran que ver con el pueblo en vez de centrarse en exclusiva en las élites político-religiosas. La circular iba dirigida a los Decanos de las distintas Facultades y decía: “Sería inútil recordar a Vs. cuán pocas relaciones debe tener la enseñanza de las ciencias, o la obtención de grados académicos, con las creencias religiosas. Las Cortes Constituyentes han abolido el juramento que por las anteriores disposiciones se exigía como fórmula indispensable para la licenciatura y el doctorado. Por mi parte, no toleraré que unos cuantos rompan el admirable concierto de voluntades que ha reinado hasta aquí. Si autoriza la Ley a los profesores para interpretar en la cátedra las doctrinas que enseñan, según autoridades más o menos armónicas con el espíritu del siglo y los adelantos de la ciencia, si en los discursos del doctorado hay amplia libertad para expresarla, al recibir la investidura no debe hacerse profesión de fe, ni manifestación ninguna de intolerante hostilidad a ninguna doctrina científica, ni a la religión de cada uno, para evitar los disturbios que puedan ocasionarse”. Esta actitud tolerante no era obstáculo para que el propio Machado y Núñez, no ya como Rector sino como científico, se posicionara en la polémica que, arrancando de años atrás, recorrió todo el “sexenio” y penetró en la época de la Restauración. Así, en uno de sus escritos, afirma lo siguiente: “Nosotros negamos la intervención sobrenatural de la manera que algunos místicos la presentan; seria absurdo dar una explicación plausible, pues la ignorancia de las causas productoras de un fenómeno de ninguna manera debe destruir nuestra razón, que nos dice que está todo sujeto a las leyes más o menos conocidas. A la ciencia pertenece descubrirlas por medio de la observación y la experiencia, y mientras tanto no pueden aceptarse puerilidades inconvenientes”. El subrayar la observación y la experimentación como los medios adecuados para descubrir la realidad de los fenómenos e interpretarlos, es precisamente lo que caracteriza al método científico. Y fue en este método en el que bebieron Machado y Álvarez y quienes, con él, se acercaron al estudio de la cultura popular andaluza. Uno de los resultados más importantes de ese clima intelectual fue la aparición de la Revista Mensual de Filosofía, Literatura y Ciencias de Sevilla, casi inmediatamente después del cambio de régimen político y al entrar en el Rectorado Machado y Núñez. Ya eran posibles en la Universidad la libertad de expresión, la libertad de cátedra, la libertad de imprenta; en definitiva, la libertad de pensamiento. Y otro de los resultados fue la creación, en 1871, de la Sociedad Antropológica de Sevilla, pocos años después de crearse las de París, Londres, Nueva York y Madrid. Fue en la Revista Mensual, que era donde se publicaban las aproximaciones científicas desde los distintos campos del saber por parte de los profesores sevillanos, y donde se traducían trabajos que acababan de publicarse en Europa, donde tuvieron lugar los primeros acercamientos con intencionalidad científica a la realidad sociocultural y a la identidad andaluza. En sucesivos números de la Revista, desde 1869, inició Machado y Núñez una serie de artículos con el título genérico de “Catálogus Metódicus Mamalium”. Se trataba de un inventario de las diversas especies de mamíferos existentes en Andalucía. Por ser catedrático de Historia Natural, pero también nuestro primer antropólogo, le interesaban del “hombre andaluz” –el primer mamífero que trata, para seguir luego con el mono de Gibraltar y otras especies– no solamente los caracteres físicos sino también las características culturales, o características “psicológicas y morales”, como se decía en aquel tiempo. Señala una serie de rasgos físicos de tipo antropométrico, basados en las estadísticas de los mozos que entraban en edad militar, y describe algunos de los alimentos utilizados por el pueblo, señalando cómo la dieta está basada en el pan de trigo y el aceite, muy raras veces en la carne, hablando del gazpacho, del consumo de fruta y de otras pautas extendidas. Todo ello, en una época en que todavía están en boga sobre Andalucía los estereotipos divulgados en sus libros de viajes por los viajeros franceses, británicos y de otros lugares que vieron solamente, o incluso imaginaron, una Andalucía coincidente con sus propios prejuicios, sin apenas citar, por poner un ejemplo, las decenas de miles de jornaleros sin tierra en condiciones de vida muy precarias. A la vez que estas imágenes seguían transmitiéndose, ya entonces, desde Andalucía, y concretamente desde la Universidad de Sevilla –aunque ello fuera luego silenciado durante décadas– se hacían aproximaciones al sistema alimentario del común de los andaluces, se concretaban cuántas libras de carne se consumían en Utrera, comparadas con las que se tomaban en Alcalá de Guadaíra, y se atribuían las diferencias a la diversidad de estructura social y de sistema de propiedad entre ambas poblaciones. Es en el mismo artículo donde por primera vez se cuestiona, y rechaza, el mito de la “Reconquista”. Afirma Machado y Núñez que “el día que fueron arrojados de España, hermanos eran ya el pueblo vencido y el vencedor –se refiere a árabes e hispanorromanos–, y extrañas y extranjeras fueron para los cordobeses y los sevillanos las huestes que capitaneaba el Santo rey, mientras que españoles podían llamarse, verdaderamente, los que tenían tantas generaciones nacidas y sepultadas en las tierras de Andalucía”. Que yo sepa, no hay ninguna refutación anterior a esta de 1869 del carácter ideológico, mixtificador, del término “Reconquista”. Y también merecen destacarse otras precisiones y percepciones muy interesantes, que deben ser consideradas como plenamente antropológicas, en el sentido moderno del concepto, sobre todo cuando nuestro autor apunta al “espíritu de independencia que predomina en las clases pobres”, y señala cómo estas “no se someten jamás a los actos de humilde servidumbre que exigirían muchas veces sus necesidades, porque no sufren los alardes de superioridad, ni la altivez en los que mandan. Los trabajadores del campo se sublevan en cuanto el labrador les trata con algún despego o altanería, y la dureza de otro hombre a quien creen su igual, y para ellos todos los son, los exaspera, y les arrojarían a la cara el pedazo de pan que tuvieran para alimentarse aquel día si al cogerlo hubiesen de sufrir en su orgullo o amor propio”. Características éstas del sistema de valores tradicional de los trabajadores agrícolas andaluces que estimo están en la base de la explicación, por ejemplo, de las diferencias entre el movimiento obrero agrario en Andalucía y en La Mancha o Extremadura, a pesar de que la estructura social y la presencia del latifundismo fueran un fenómeno paralelo en ellas. Fue en este contexto intelectual en el que tuvo lugar la primera aproximación, por parte de Antonio Machado y Álvarez –todavía muy joven, recién licenciado en Derecho y cuando aún estaba licenciándose en Filosofía y Letras–, sobre el cante flamenco. La sección que, en la Revista Mensual, desarrolló con el título de “Apuntes para un artículo literario”, constituye su primera aportación al tema, más de una década antes de publicar su conocida Colección de Cantes Flamencos. Reunió, según él mismo nos dice, entre 4.000 y 6.000 coplas, principalmente de las provincias de Cádiz, Huelva y Sevilla, y en las páginas de la Revista comienza a expresar unos planteamientos que suponen una indudable novedad respecto a los cancioneros y recopilaciones de coplas que habían sido publicados desde comienzos del siglo. Dichos Cancioneros, como el de Don Preciso, que aparece en Madrid en 1802 –obra, al parecer, del escribano Zamacola–, o el que supone la obra de Fernán Caballero, en 1859, Cuentos y poesías populares andaluzas, no se inscriben en el naciente campo del Folk-Lore, sino que eran resultado –en palabras de Alejandro Guichot– de una labor “recolectora diligente, amante y hasta fiel de las coplas populares, pero no la primera que se acercó con intencionalidad interpretativa, porque Fernán Caballero no hizo ningún estudio, todo lo más que hizo es una cierta clasificación por temas”. Y lo mismo podría decirse de otros recopiladores, como Gutiérrez de Alba, García Gutiérrez, o Emilio Lafuente Alcántara. ¿Para qué hay que estudiar lo que hace y dice el pueblo? Era esta la cuestión fundamental; una cuestión a la que los primeros antropólogos y folkloristas andaluces de la segunda mitad del siglo XIX contestaron en una difícil combinación entre ideas y argumentos krausistas y positivistas. Desde estas bases, se explica que no pudiera satisfacerles las simples recolecciones de expresiones populares, y menos aún su “embellecimiento” literario, que era lo que en gran medida venían haciendo hasta entonces quienes se acercaban a la “literatura popular” guiados por los cánones “cultos” sobre el “buen estilo” y el “buen gusto”. Contrariamente, el acercamiento había que hacerlo con otra óptica, con aquella que Antonio Machado y Álvarez recogiera de su padre, Machado y Núñez, de su maestro, Federico de Castro, e incluso de su tío, Agustín Durán, que también fue componente del grupo liberal progresista sevillano. Así, en los “Apuntes para un artículo literario” del año 69, dice Machado y Álvarez lo siguiente: “No es sólo un deber lo que a estudiar las obras artísticas del pueblo nos impulsa, no es tampoco puro entusiasmo por las cosas propias lo que a ello nos mueve, es también nuestra íntima convicción de que la belleza no se encuentra vinculada a clase determinada y cierta, y así, no es únicamente patrimonio del erudito, como no es exclusivo patrimonial del sabio la verdad”. Y continúa: “¿Queréis conocer la historia de un pueblo?: ved sus romances. ¿Aspiráis a saber de lo que es capaz?: estudiad sus cantares…” Plasmada todavía de manera literaria, Machado y Álvarez afirma aquí la relación entre expresiones culturales populares y experiencia colectiva. Un planteamiento rigurosamente correcto cuyo desarrollo está en la base de los estudios antropológicos modernos. Una definición actual de cultura –no en la acepción elitista del término sino como concepto antropológico– sería que ésta comprende las expresiones, manifestaciones, comportamientos y sentimientos de un pueblo, reflejando la interpretación que este pueblo hace de su experiencia colectiva. Pues, ya desde 1869, Machado y Álvarez se inscribe, aún sin explicitarlo plenamente, en esta definición al señalar con claridad cómo, a través de las coplas del flamenco, una parte importante del pueblo andaluz expresa su forma de interpretar la experiencia. No es, por ello, casual que no fuera bien visto ni por “la intelectualidad respetable” de la época, ni por quienes ostentaban –salvo en los años concretos del sexenio– el poder político. Decía Machado y Álvarez en uno de esos artículos: “Traer al sereno y desinteresado campo de la ciencia la protesta enérgica, elocuente, que el pueblo hace en sus cantares, de las absurdas instituciones que lo rigen, es el fin que nos proponemos en este artículo: hacer un examen serio y concienzudo de las ideas que posee acerca de la justicia, la libertad y el derecho será empresa que acometeremos en su día. ¿Por qué nuestros hombres de gobierno no han de escuchar la queja del pueblo acerca de la injusticia que a su naturaleza se hace, desoyéndole, ni más ni menos que si de irracionales seres se tratara, o fuera falso que las obras revelan el espíritu de su creador? Coplas hay que expresan lo que cien discursos no consiguen, y en los países ilustrados debieran, en nuestro sentir, los hombres políticos estimar en más la opinión de la inmensa mayoría expresada de tan evidente manera en sus espontáneas producciones, en las que ni cabe falsía, ni es de suponer otro móvil que el incesante aguijón del sentido común, de la razón de todos:
A las puertas del presidio hay escrito con carbón: Aquí el bueno se hace malo y el malo se hace peor. ¿Qué penalista que intentara reformar nuestro absurdo sistema penitenciario desdeñaría encabezar su proyecto con este cantar que tan claro manifiesta la inmoralidad que reina en esos lugares? ¿Queréis saber, arrogantes hombres de derecho y de gobierno, lo que aprende el pueblo en vuestras cárceles y presidios? Ellos contestarán por vosotros.
En la torre de Serranos, en la segunda escalera, hay un letrero que dice: Aquí la verdad se niega.
Y, ¿por qué?
Aquel que entrara en la cárcel nunca diga la verdad, porque a buena confesión mala penitencia dan.
La respuesta no puede ser más lógica y ella prueba hasta qué punto es perfecto vuestro sistema de enjuiciar”. Y concluye esa parte concreta del artículo de la forma siguiente: “Si hemos escrito un artículo casi político, culpa es nuestra y no de nadie, sin embargo esperamos que esto sea comprendido por los lectores atendida la época crítica que atravesamos y el natural interés que a todo español inspira la suerte de este desgraciado país. Levantar el espíritu de justicia, tan menguado y decaído en los tiempos que corremos, fuera digna misión de un Gobierno honrado y liberal; no hacerla, de infames. Intentar, escuchando la depurada opinión de la ciencia y la no menos majestuosa del pueblo, reformas en todos los ramos que con la Administración de Justicia se relacionan sería empresa digna de elogio”. ¿Cabría expresar mejor y más claramente la dimensión crítica y la potencialidad de un método de análisis que inauguraba en Andalucía –y también en el conjunto del Estado Español– la etapa científica de acercamiento a la cultura popular? No es extraño, por ello, que los Machado (Núñez y Álvarez) y cuantos colaboraron con ellos en aquel movimiento intelectual que hubiera podido tener una capital importancia cultural y política fueran hostilizados, luego minimizada su importancia, para terminar casi olvidados hasta que ocurrió el llamado “segundo nacimiento de la Antropología andaluza”, a finales de los años sesenta ya del siglo XX. Desde entonces, son reconocidos como los iniciadores de los estudios antropológicos en nuestra tierra.
Isidoro Moreno Navarro De Andalucía: Identidad y Cultura (1993) |