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ANEXOS |
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- Marina castellana (siglos XIII-XV)

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El origen de una flota de guerra cristiana en Andalucía durante los siglos XIII al XV arranca lógicamente de las operaciones militares y estratégicas derivadas de la conquista de Sevilla en 1248. Para el control definitivo de la ciudad islámica y asegurar su aislamiento con el Aljarafe como base de avituallamientos, Fernando III hizo arribar desde los puertos de Cantabria una escuadra de guerra al mando del almirante Ramón Bonifaz, que tuvo una eficaz actuación en el Guadalquivir destrozando el viejo puente de barcas que unía Sevilla con Triana. Una vez anclada definitivamente en el río y sometida la ciudad de Sevilla por los castellanos, la flota resultaría de vital importancia para proseguir el avance territorial cristiano hacía el Sur, en dirección al Estrecho de Gibraltar. En este mismo sentido, Alfonso X ordenó construir en Sevilla unas atarazanas y organizó por primera vez una flota de guerra permanente en el río Guadalquivir para la defensa del litoral Atlántico andaluz, con independencia de las naves cántabras. Así pues, durante los siglos XIII y XIV, de la experiencia de los navegantes cántabros y también genoveses, que gozaban de privilegios y factorías navales en algunas ciudades portuarias de la baja Andalucía como Sevilla y Cádiz, aprendieron los marinos andaluces el oficio de la mar. Quizás por ello, la mayor parte de la marina castellana de guerra en las aguas andaluzas fue desde el primer momento una flota mixta de grandes y pesadas naves de profundo calado: bien a vela y a remos de tradición mediterránea –como las galeras de guerra–, o bien a la habitual usanza atlántica, exclusivamente a vela con uno o dos palos –como las naos de guerra y transporte–, juntamente con otras embarcaciones menores –leños, bateles, etc.– y las célebres carabelas ya a finales del siglo XV. En Las partidas, el rey Sabio reglamentó con gran detalle todos y cada uno de los aspectos relacionados con la armada tanto en tiempos de paz como de guerra: tripulación, funciones y servicios. Al frente de la flota estuvo siempre durante la Baja Edad Media un almirante mayor con atribuciones militares, fiscales y legales, asesorado por un tribunal jurídico o “almirantazgo”, instalado desde 1350 en la ciudad de Sevilla. Entre las misiones bélicas de la flota castellana en Andalucía no sólo estaban lógicamente la defensa de los puertos del Golfo de Cádiz, del Estrecho de Gibraltar y, más tarde, ya en el siglo XV, una vez conquistada Granada, del mar de Alborán, sino también el transporte de hombres, caballerías y mercancías a las ensenadas del litoral; impedir el posible desembarco de norteafricanos –benimerines desde 1275 a 1350– en las costas andaluzas; y perseguir las acciones depredatorias del corso y la piratería sarracena en Andalucía desde el Reino de Granada y sobre todo desde Berbería. Servicio en guerras. A partir de los tiempos de Alfonso XI (1312-1350), para hacer frente a la guerra del Estrecho, algunos municipios andaluces de la ribera atlántica tenían la obligación de fletar una galera o nao de guerra –otros como Sevilla, dos–. Esto se convirtió en una pesada carga económica para las modestas haciendas municipales por lo elevado de su construcción, dotación y mantenimiento. La corona solía ayudar con algunos de los servicios recaudados de la cortes, como la de Madrid de 1329. Pero hasta mediados del siglo XIV la escasez de barcos en el Estrecho de Gibraltar fue, en cualquier caso, un mal endémico de la corona castellana. Un mal que obligó a sus monarcas a contratar los servicios de barcos y marineros “mercenarios” o bien extranjeros –genoveses, aragoneses y en menor medida portugueses–. El rey Sancho IV acordó ya los servicios del almirante genovés micer Benito Zacarías para el cerco y conquista de Tarifa (1292) y Alfonso XI los del también genovés micer Egidio Bocanegra y los del catalán Pedro de Moncada para la campaña de Algeciras (1342-1344) y Gibraltar (1349-1350). Esta flota cristiana domina claramente el Estrecho desde 1340 frentes a los barcos benimerines y granadinos. A mediados del siglo XIV, la experiencia de la marina de guerra castellana en Andalucía era ya reconocida en toda Europa occidental. Los marinos andaluces sustituyen progresivamente a los extranjeros en tiempos de Pedro I (1350-1369), siendo ya capaces de enfrentarse favorablemente a tradicionales potencias marítimas como los catalanes en la desembocadura misma del río Guadalquivir (1356) e incluso en el Mediterráneo occidental (1359). Más aún, en tiempos de Enrique II (1369-1379) la flota castellana del Sur, básicamente andaluza, sostiene grandes batallas navales en la Guerra de los Cien Años, derrotando a los ingleses en la Rochela (1372). A finales del siglo XIV esta flota dominaba casi por completo la navegación en el Atlántico norte, frente a los ingleses, y sobre todo el tráfico marítimo del Estrecho y el Golfo de Cádiz frente a granadinos, piratas berberiscos y portugueses. Pero los enfrentamientos entre nobleza y monarquía en Andalucía durante los reinados de Juan II (1406-1454) y Enrique IV (1454-1474) descuidaron los oficios del mar, y la armada de guerra se encontraba en franca decadencia, sus obligaciones defensivas olvidadas y los oficios del gobierno central –como el de almirante mayor de Castilla–, entregado a miembros cortesanos de la nobleza, con absoluta ignorancia marítima, como cargos honoríficos los Enríquez y los Cardonas. Sin embargo, la reanudación en 1480 de la Guerra de Granada dio un nuevo impulso a la marina castellana en Andalucía. Los Reyes Católicos (1474-1504) ordenaron un minucioso inventario de los barcos de la Corona, construyendo algunos nuevos y reparando los antiguos en las atarazanas sevillanas, y, sobre todo, exigiendo el cumplimiento de los servicios marítimos a nobles y concejos. En este sentido, entregaron los puestos claves del gobierno y la administración a expertos marinos andaluces como capitanes, vicealmirantes, etc., algunos vinculados a miembros de la nueva nobleza local de conocida tradición marinera, como los Guzmanes, señores de Sanlúcar de Barrameda. Su actuación sería decisiva en la conquista del antiguo Reino Nazarí, especialmente en la toma de la ciudad de Málaga en 1487. A finales del siglo XV todo estaba pues preparado para las grandes expediciones marítimas andaluzas por el lejano mar Océano.
Manuel González Fernández |
- La marina de al-Ãndalus

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Toda la civilización de al-Ándalus está volcada hacia el mar, en sus más diversos aspectos. Esto le hace mantener tener una serie de actividades como la pesca, el comercio interior y exterior y operaciones militares que empujan a tener una muy desarrollada flota. Estas labores marítimas se encuentran relacionadas con otras de carácter científico como los estudios de geografía, cartografía o náutica, que alcanzaron también en el país un notable relieve. Por ejemplo, los trabajos de cartografía, como el de al-Idrisi*, constituyen una de las aportaciones más sobresalientes de la cultura de al-Ándalus. Al lado de obras de descripción del mundo o de itinerarios terrestres y marítimos o la mejora del instrumental necesario para la navegación como los astrolabios. Como en otros terrenos de la civilización andalusí, en este campo se recogió la herencia de la antigüedad grecolatina que se transmitiría más tarde, notablemente enriquecida, a la Península Ibérica bajomedieval. En definitiva volvió a operarse una vez más en un entorno mediterráneo, produciéndose una transmisión de saberes por encima de enfrentamientos militares y al lado de un gran flujo comercial que pasaba por encima de fronteras políticas. La navegación fue en el territorio sobre todo marítima, siendo el cabotaje muy utilizado, excepto en el trayecto entre Córdoba y Sevilla, donde se mantenía un tráfico fluvial, con actuación de unas almadías o embarcaciones de poco calado que son denominadas en los textos como qawarib qurtubiya, “barcos cordobeses”. El tráfico marítimo se dirigía tanto a los puertos del Atlántico como del Mediterráneo, en especial hacia el espacio árabo-musulmán, como el del norte de África u Oriente. Los productos andalusíes salían en este sentido hasta las costas egipcias o sirias. En directa competencia, sobre todo según va avanzando la Edad Media, con los reinos del Norte peninsular y las repúblicas italianas, especialmente Pisa y Génova. Desde el primer momento de la instalación del régimen omeya en la Península Ibérica, éste fue un país abierto al exterior y ligado a las actividades marítimas. Cuando el poder sobre el mar fue disminuyendo el hecho corrió paralelo a su decadencia. Quizás una imagen señalada en este sentido sea la de Málaga conquistada en 1487, dos años antes que Almuñécar y Almería, como prólogo de la conquista castellana de la capital granadina en 1492. A lo largo de toda la Edad Media se fue operando en el entorno peninsular un cambio que partía del predominio andalusí, simultáneo al que tiene el Islam en el Mediterráneo a partir del siglo IX. De 827 data el desembarco de los aglabíes en Sicilia, incorporando el territorio del sur italiano a los dominios árabes. En torno a ese año se produce la conquista de Creta por parte de un grupo de andalusíes que había partido de Alejandría. Se trata de un grupo surgido, alrededor de Umar al-Baluti*, de la revuelta del Arrabal de Córdoba de comienzos del siglo IX, que había sido expulsado del país. Durante el siglo siguiente, con el apogeo del Califato omeya*, el predominio de al-Ándalus en el occidente del Mediterráneo y las costas atlánticas fue claro. Los ataques normandos* de este momento fueron rechazados. La marina de guerra se enfrentaba entonces a la fatimí que en 955 llegó a atacar Almería. La presencia andalusí en el norte de África era entonces señalada, desde Tánger a Orán. Durante el régimen de los reinos de taifas* algunos de los gobiernos locales de aquel tiempo tuvieron una decidida actividad marítima, como Sevilla y Almería, aparte de Denia, que logró extender su influencia hasta las Baleares. El final de este siglo XI marcará, como en tantos otros campos, un cambio de rumbo en la historia peninsular, pasando la iniciativa a los reinos del Norte. Esta situación se extenderá durante el siglo XII, cuando los almohades* llegan a establecer pactos con los genoveses para el tráfico en el Mediterráneo occidental. El periodo de los nazaríes* de Granada corresponde ya un momento de debilidad en el mar de al-Ándalus y los benimerines* norteafricanos. La batalla del Salado de 1340 significa en este terreno el dominio por parte de Castilla del área del Estrecho y de la navegación hacia el Atlántico. Durante toda la existencia de al-Ándalus las construcciones de barcos se llevaban a cabo en las atarazanas estatales, localizadas en los puertos más relevantes del país, que atendían tanto a las necesidades de la marina mercante como la de guerra, incluido el armamento que precisaba, o las actividades de pesca del litoral. Desde ellas se atendía en realidad la misma demanda: la derivada de la primacía tanto en el campo del comercio como en el militar. En el área que abarca el territorio de la actual Andalucía sobresalían los puertos de Saltés, Cádiz, Sevilla, Algeciras, Ceuta, Tánger, Málaga, Almuñécar y Almería. Los textos de la época distinguen muy diferentes tipos de embarcaciones: las carracas, los buques para grandes viajes o las naves de guerra. De los puertos señalados algunos van saliendo de la administración andalusí y otros van experimentando un gran desarrollo, como el caso de Málaga. La urbe malagueña fue cobrando importancia hasta la época nazarí, cuando era uno de los núcleos vitales para la vida del país. La escuadra de guerra era usada tanto en la defensa costera como para repeler ataques exteriores, como el realizado por los normandos durante el siglo IX, al igual que en ocasiones para cortar las conexiones exteriores de algunos rebeldes contra el régimen omeya, como sucede a finales del emirato omeya. Por lo tanto, como defensa, la marina completaba el sistema de torres y rábidas o rápitas con las que contaba la Andalucía árabe. Entre ellas destacaron las de Rota, las dos del Cabo de Gata o Almería, que nace de un puesto de vigilancia costera de la ciudad de Pechina, situada en el interior. Los barcos de guerra conformaron durante el periodo omeya una escuadra con sedes principales en Almería y Sevilla, con episodios de revista a cargo de los califas de Córdoba o sus enviados. Esta escuadra contaba con unos tipos de embarcaciones muy complejos que solían clasificarse como de transporte o hammala, de abordaje, fattaxa, y de servicio, qawarib al-jidma, y que incluían desde naves incendiarias hasta galeras. Cada uno de los barcos contaba con un jefe militar y un piloto. A las embarcaciones mayores, empleadas también en la navegación por el Atlántico, los textos las denominan muqarrirún.
Rafael Valencia |
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