Como su personaje Juan Cantueso, Fernando Quiñones tuvo la gloria y la pena de ser un pirata en las aguas demasiado pulcras de los cenáculos literarios españoles. Esto es, al capitán no le reconocieron su patente de corso para explorar con excelente buen pulso mares bien diversos, desde la poesía al ensayo, desde relatos magistrales a novelas sorprendentes: “La poesía es güisqui solo; el relato, güisqui con hielo y la novela, güisqui con hielo y agua”, definía. Dibujó como nadie el habla de su tierra, desveló misterios flamencos y recorrió medio mundo. “En sólo una vida, he vivido lo que otros podrían vivir en seis”, desvelaba a sus allegados cuando se sabía ya tocado por la muerte. Rico en anécdotas, en sus últimos años pasó ciertos apuros a la hora de encontrar editorial. En esa encrucijada, empezó a considerar que tal vez su personalidad bullanguera y jocosa le había perjudicado como escritor, en un país que tan sólo parecía respetar a los literatos si estos se las daban de relamidos. Sin embargo, fue precisamente esa veta popular y populista de Quiñones la que le granjeó su mayor merito literario: un profundo conocimiento de su pueblo, que trasladó con rigor y calidad a sus prolíficas páginas.
Juan José Téllez |