Coronada por la torre de Santa María, aún en ruínas, señoríal, aristocrática e internacional, Oliveto, Palamós, Sessa y Baena, escudos hispano-italianos, sangre de ‘condottieri’ renacentista en sus losas sepulcrales- la enhiesta colina de la ciudad túrdula abre el paisaje a las dos vertientes de lo serrano por el Sur y de lo ondulado y muelle por el Norte. El Guadajoz cava las tierras del trigo, hasta encontrar en su cauce de tarajal serpenteante las venas de la sal y del yeso en el hondo trias de cárdenos colores. En él, ciñendo el alto cerro, el Marbella trae dulzura de agua clara, que de las sierras de Luque baja por la tiniebla de subterráneos lechos. Desde las viejas murallas la panorámica abarca la alta atalaya de Albendín, que domina desde el Este los campos béticos, monótonos de ondulaciones hasta el esclón dominante de Sierra Morena. En estos campos donde la huella romana jamás se pierde; donde la agricultura desde los más lejanos tiempos sacó como hoy, jugo a la tierra seca; en este granero inmenso, apenas si a la vista se divisan los caseríos y los grandes pueblos vecinos. Si los altos hitos con que la mano del hombre fortificó los graneros del pan, Torre Paredones, con sus muros ciclópeos romanos y medievales, Ategua lejana y la torre de la antigua Bursavo -Bujalance escondida-, que sólo su vertival enseña. Más a occidente se adivina el Ucubi encararamado y desde aquí la campiña se encrespa con las alturas del Monte Horquera, donde el olivo en recientes tiempos, sustituyó la salvaje aspereza del arbusto. Vuélvese a los riscos, los álamos, los frutales húmedos de la Ribera de Marbella, que colman la sed de la vista, tras el seco mar de la campiña. Y hacia las tierras de Luque asoma la barrera altuva de las Cadenas béticas, cuyas cotas llegan a los cielos del Sur adornadas con las coronas volantes de los buitres y las águilas. Imperio de la piedra, paraíso de la roca, en los cerros del Algarrobo, en los tajos de Abrevía, en las soledades de las navas serranas. Tierra fronteriza y bravía de castillos y torreones. Y sospresas de las fuentes límpidas como el cristal, frías como los amaneceres. La vista resbala otra vez al límite de la ginnense provincia hermana por las llanadas en cuyo pozo, el cristal salobre de La Laguna refleja lejanos picos de las gigantescas tierras vecinas. Baena abre su costado al Santo Reino, que en tiempos fue patrimonio común, porque los leones turdetanos de Baena, altivos en sus necrópolis sepulcrales, eran de la misma raza que los de las ciudades metalíferas donde la plata manaba de los montes. Pero Baena en su otra vertiente, en encrucijada a la arcilla de lo llano, ofrecía no la plata sino el oro de sus trigales y la áurea moneda de su candeal pan.
Juan Bernier
De Córdoba, Tierra Nuestra.