A las doce de la noche del 18 de abril de 2005 se cumplieron cien años de la muerte de don Juan Valera Alcalá-Galiano, personaje nacido en la ciudad de Cabra, al que nunca se le cae el “don” cuando lo nombramos, lo que se debe, tal vez, a su origen aristocrático –su madre, aunque con escasos caudales, era Marquesa de Paniega– y, sobre todo, a su personalidad recia y amable, ante la que nadie permanecía indiferente, pues se dejaba notar por donde quiera que transcurría. Selecto carácter que conocemos bien por sus innumerables cartas. ¿Cómo era en realidad Valera: político, escritor, espiritista, modesto terrateniente y diplomático por medio mundo: Nápoles, Lisboa, Río de Janeiro, Dresde, Hamburgo, Viena, San Petersburbo, Washington...? Aunque muchos se conforman calificándolo de liberal ilustrado y optimista, con buena pluma, la verdad es que don Juan era tan versátil y contradictorio como la época que le tocó vivir. Él mismo lo reconoce: “Yo no digo jamás lo que quiero decir sino lo que algo que no soy del todo, ni depende de mi voluntad, resuelve que yo diga”. Un especial determinismo que, si no fuera por su epistolario, nos dejaría en la oscuridad, pero la correspondencia –repito– nos aclara muchas facetas de esa flexibilidad de su carácter que lo hacía impredecible, al ser capaz de escribir, el mismo día, tres versiones distintas de un suceso, según lo contara a su padre, a su madre o a un amigo. Educado por los canónigos del Sacro Monte granadino, una vez licenciado en Leyes se fue a la Corte para, de inmediato, brillar en sus salones, satisfecho de su alcurnia y de la facilidad que tenía para entablar amistades, que iban de la Duquesa de Alba o Eugenia de Montijo a las picantes modistillas, pues Valera fue un don Juan, llegando a rumorarse que su salacidad le quitaba tiempo para otros menesteres políticos o literarios. A él, desde luego, no le desagradaba que lo tuvieran por un amante aplicado, con vetas románticas. En su juventud había conocido y admirado a Espronceda y en la madurez Catalina Bayard, hija del secretario de Estado de los Estados Unidos, se suicidó al conocer que el embajador Valera abandonaría el país. Dicha salacidad la empleó tanto para atraerse a Serafín Estébanez Calderón –alambicado casticista que estaba de moda–, como al joven y prometedor catedrático Marcelino Menéndez y Pelayo. Al circunspecto y rijoso Estébanez lo ponía acelerado al referirle, con toda suerte de detalles, sin excluir los sicalípticos, sus aventuras con las “cotorronas sabrosas” de Brasil o con una lisboeta hermosísima que caminaba con “gran meneo de culo, pero con decoro” y que era “una errante amazona que apenas cuenta 20 años de edad, aunque con los abonos acaso tenga 40 de puta”. Con el integrista Menéndez y Pelayo, tras presidir el tribunal que le otorgó la cátedra, entabló una amistad sólida, introduciéndolo, para que no todo quedara en gran erudición, en los más distinguidos prostíbulos. Este don Juan, tan mundano, era profundo y certerísimo en sus inteligentes intuiciones literarias y políticas. Tres ejemplos: descubrió a Rubén Darío cuando era un total desconocido; auguró, 64 años antes de que aconteciera, la probabilidad de que un energúmeno pusiese en ebullición el fanatismo patriótico de los alemanes; se atrevió, en pleno éxito de Campoamor, a censurar lo vacuo y pedestre de su rimada filosofía. Todas sus certezas estaban sujetas a oscilaciones. Es evidente que su talante era moderado, inclinándose por el pacto, por el compromiso, y que en aquella España del turnismo político, con las consiguientes cesantías burocráticas, lo pasó mejor cuando gobernaba Sagasta, pero eso no le impedía elogiar con ditirambo a Cánovas. Y con la religión, casi lo mismo de lo mismo: a los pocos días de escribir que “en tiempos antiguos se podía creer, ahora no se puede”, se declaraba afín a Donoso Cortés pidiendo la confesionalidad del Estado; y, tras denunciar la intolerancia y el jurisdicismo eclesiásticos, calificaba al Santo Oficio, como institución “casi benigna y filantrópica”. Así era el inefable Valera del que ahora, un siglo más tarde, quedan de su personalidad oscilante, los gestos delicados, la moderación, la templanza, la sabiduría tranquila, el deseo de herir lo menos posible, el escepticismo exquisito, el mundano aticismo cosmopolita y, sobre todo, el odio a los banderías furiosas que tanto abundaron en nuestro siglo XIX, plagado de caciques y oligarcas. En un orden literario, quedan de sus muchos artículos, ensayos, cuentos, novelas, traducciones, versos.., cintilando como estrellas de autenticidad, sus cartas y la novela Pepita Jiménez, una de las escasas novelas epistolares escritas en castellano, donde ahonda en sus propias raíces con la azada del naturalismo, para lograr una de las mejores prosas decimonónicas y una obra perdurable. Lo que tiene un mérito especial si reparamos en que, durante la centuria, vieron la luz La Regenta y la mejor narrativa de Pérez Galdós. De cualquier forma, Valera tuvo, vivencial y literariamente, bastantes concomitancias con el siciliano Príncipe de Lampedusa, y fue, con todo lo que ello entraña de decadentismo y lucidez, un Gatopardo andaluz, un Gatopardo de la subbética. Carmelo Casaño |