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VALERA, JUAN

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(cabra, córdoba, 1824-madrid, 1905). Escritor, político y diplomático. Juan Valera y Alcalá Galiano, hijo de una familia aristocrática egabrense venida a menos -el título de su madre, marquesa de la Paniega, es heredado por un hermanastro-, es una de las personalidades más ricas y complejas del siglo XIX español. En lo artístico y en lo vital, en lo ideológico y en lo estético, en su forma de cultivar la política y la amistad, en su opinión de la sociedad española de su tiempo y en su concepción de las relaciones con las mujeres, Juan Valera es una figura inclasificable, inadaptable a cualquier tipo de etiquetas, alejado de las convenciones y los lugares comunes de su siglo. Clarín lo considera el mejor prosista de su tiempo, por lo culto, refinado y al tiempo popular de su obra, tildando la narrativa de Valera como "la música de la vida", aunque consciente de que "hablar de Valera es exponerse a no acertar". Manuel Azaña, pese a que en lo político distaba del escritor cordobés, representante del conservadurismo más plural y avanzado de la época, queda fascinado con su figura y en su juventud le dedica un manuscrito, perdido aunque más tarde reconstruido en Valera o la ficción libre , por el que recibe el Premio Nacional de Literatura. Para Eugenio D'Ors, Juan Valera "es el primero y único esteticista del siglo XIX", y para Gerald Brenan "el mejor crítico literario del siglo XIX". El crítico Rafael Conte lo define como "un conservador ma non troppo  que se declaraba como tal pero criticaba a Donoso Cortés, a los carlistas de Nocedal, que era viajero, de cultura universal sabía griego hasta el punto de falsificar a sabiendas su traducción de Longo-, experto en budismo, orientalismos y filosofías varias, bibliófilo impenitente, malcasado, impecune, mujeriego inveterado y hasta 'putero' ". En el plano profesional, fue director de varios periódicos, diputado a Cortes, secretario del Congreso y solvente diplomático.

Epistológrafo y ensayista. Y si el pensamiento y el conservadurismo de este cordobés es poco común en la historia española, mucho menos ortodoxa es su forma de iniciarse en la literatura. Juan Valera ingresa en los servicios diplomáticos en 1857 y es destinado como embajador a diversas ciudades de Europa, como Lisboa, Washington, Bruselas y Viena, destinos que alterna con estancias menos prolongadas en otros lugares, desde San Petersburgo hasta Río de Janeiro. Desde todos estos lugares, Juan Valera escribe cartas a sus muchos amigos en España -Estébanez Calderón, Laverde o Menéndez Pelayo, entre otros-, cartas con las que daba rienda suelta a su pasión por la escritura, a la narrativa autobiográfica y autoexpositiva, y que en realidad son largas crónicas llenas de ironía, comentarios literarios, descripciones de paisajes, ciudades y personajes que le salen al paso, además de un sinfín de aventuras amorosas, en las que manifiesta su espíritu abierto y poco propenso a los secretos y a la privacidad. Uno de sus biógrafos, Andrés Amorós, afirma que "escribiendo, por ejemplo, desde Río de Janeiro a su amigo y maestro Estébanez Calderón, puede pasar, en un sólo párrafo, de informarle de sus hallazgos bibliográficos a ponderar las cualidades anatómicas de ciertos órganos de las mulatas brasileñas y de las deleitosas consecuencias que esto trae consigo". Más tarde, algunas de estas cartas son publicadas, a veces sin su permiso, otras veces censuradas o abreviadas, en diversos diarios y publicaciones de su tiempo, valiéndole a su autor una fama justificada de buen prosista y una desconfianza clara por parte de sus compañeros conservadores, que en la cumbre de su carrera diplomática le cierran el paso para ocupar el cargo de embajador de España en el Vaticano.

Pese a las alegrías y trastornos que le acasionaron, las más de 1.700 cartas que se conservan -hay que descontar las pérdidas y las que por pudor destruyó la familia- lo convierten en uno de los mejores epistológrafos de la literatura universal, inalcanzable para cualquier escritor de habla española y muy por encima de la principal figura de la literatura epistolar francesa, madame de Sévigné, que sólo deja unas 900 cartas. Su epistolario es, por tanto, uno de los documentos más valiosos y transparentes para el análisis y el estudio del siglo XIX. Junto a sus cartas, Juan Valera se da a conocer publicando un gran número de poemas, artículos y ensayos en periódicos y revistas, todos imbuidos de su espíritu atrevido y cosmopolita, por los que ingresa en la Academia de la Lengua Española en 1862, varios años antes de la publicación de su primera novela. Estos artículos son recogidos en Estudios críticos sobre literatura, política y costumbres (1864), Disertaciones y juicios literarios (1878) y Nuevos estudios críticos (1888). En estas recopilaciones, Valera reconoce el talento de jóvenes como Benavente y Baroja, descubre para las clases ilustradas españolas la trascendencia y el valor de la poética de Rubén Darío -que antes había pasado desapercibido entre la intelectualidad consagrada-, y manifiesta su entusiasmo por la obra de Valle Inclán. Este trabajo ensayístico se completa a partir de 1954 con obras como Del romaniticismo en España y Espronceda , Del influjo de la Inquisición y del fanatismo religioso en la decadencia española -en la que pone de manifiesto su distancia con respecto al catolicismo-, La metafísica y la poesía o Sobre El Quijote y sobre las maneras de comentarle y juzgarle , obra ésta con la que Valera contribuye con la corriente que, en el siglo XIX, propugna la revalorización de la obra de Cervantes, un escritor por el que el cordobés siente una especial afinidad.

La novelística de Valera. Con este sólido perfil intelectual, cuando afronta su primera novela, Pepita Jiménez , publicada en 1854, el autor tiene más de cincuenta años, y su prosa es ágil y precisa, alejada de los presupuestos naturalistas de Pérez Galdos o el propio Clarín, y sobre todo un instrumento pulido durante décadas para la consecución de una novelística uniforme y con un fuerte sentido unitario. Pepita Jiménez , su mayor éxito y la novela que más le identifica, muestra ya las características básicas de su ficción: el papel principal de la mujer como protagonista y de la sensualidad como aliciente y animador de sus páginas; la religión no como elemento impositivo, sino como forma de explicar las psicologías de sus personajes; y Andalucía como telón de fondo, con familias burguesas que viven una cotidianidad en apariencia apacible, pero que desenmarañan sin prejuicios ni tópicos la realidad social de su tiempo. Su novela, de esta forma, es incomprendida al ser tachada como literatura rosa para señoritas, preocupada únicamente por la rememoración ensoñada de su tierra natal y por los diversos lances de amor, los cuales fueron concebidos por Juan Valera con más mundanidad que decoro, de ahí que en Pepita Jiménez la carne acabe ganando sobre el espíritu. Tal vez la corrección, armonía y belleza de su estilo, y su propensión a eliminar los pasajes tristes o penosos de la realidad, han dado en ciertos momentos la impresión contraria. Pero, según Rafael Conte, sus novelas suelen "terminar mal, por lo general en el suicidio, y un relativismo casi escéptico lo tiñe casi todo". Este es el transfondo temático y moral de sus siguientes novelas, Las ilusiones del doctor Faustino (1875), El comendador Mendoza (1876), Pasarse de listo (1877) y Doña Luz  (1879), entre otras.

A finales de la década de los setenta del XIX, su producción de novelas se detiene y ya no se reinicia hasta 1895, cuando aparece Juanita la Larga , su otra gran obra de ficción, y que parte de la fábula entre la niña y el anciano. Su novelística alcanza el punto final con Genio y Figura , de 1897, y Morsamor , publicada en 1899, un año después de la pérdida de las colonias, y tal vez por ello su narración menos accesible, dictada en medio de la ceguera que oscureció su mirada hipersensible en los últimos años de vida, una "novela histórica, bizantina, de caballerías, faústica, fantástica, enciclopédica, budista y hasta teofísica" (Rafael Conte), considerada por algunos una obra maestra. Cuando seis años después, en 1905, muere en Madrid, donde reside y escribe desde su jubilación en 1858, se le considera uno de los hombres más importantes de su tiempo, conservador moderado y esteta consumado. Su influencia, sin duda, se irá acrecentando a medida que los críticos literarios e investigadores diseccionen y analicen los más de 50 tomos que componen sus obras completas. [ Pablo Santiago Chiquero ].

 

 
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