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ANEXOS |
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- Instituto-Colegio de Cabra
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Bajo la advocación de la Purísima Concepción el presbítero egabrense, don Luis de Aguilar y Eslava fundó en 1679, por disposición testamentaria, un colegio para que en él recibiesen enseñanza alumnos pobres y virtuosos. Para el funcionamiento de dicho colegio instituyó un Patronato y dejó importantes bienes y rentas pasa su sostenimiento. En el colegio recibirían enseñanza doce alumnos, con preferencia para ser admitidos los naturales de la villa de Cabra. En 1685 los patronos obtenían la regia autorización para la puesta en marcha del centro docente, después de vencer no pocas dificultades. Se convocaron oposiciones a cátedras, que fueron cubiertas. La actividad docente comenzó en 1691 y los colegiales, a los que según los estatutos fundacionales se les exigía limpieza de sangre, quedaban regulados en sus actividades mediante un minucioso reglamento que abarcaba numerosos aspectos, desde la indumentaria a la higiene, desde la alimentación al régimen disciplinario y a las actividades docentes y académicas. En 1777, bajo el reinado de Carlos III, el Colegio de Cabra quedó adscrito a la Universidad de Granada con la facultad de impartir los mismos grados académicos que aquella. Esta regia disposición impulsó de forma notable el atractivo de sus estudios y el centro vivió una etapa de esplendor, ligada al movimiento ilustrado. Sin embargo, en su dilatada existencia, también llagaron las épocas de dificultad, como el cierre que el centro padeció en 1823 cuando, tras el llamado Trienio Constitucional, se impuso nuevamente el absolutismo fernandino. Sus profesores fueron acusados de liberales y muchos de ellos depurados al hacérseles cargos tales como el de enseñar dibujo, matemáticas o impartir clases en régimen nocturno a oficiales y menestrales. Después de numerosas gestiones, en 1828 el Colegio de Cabra volvía a abrir sus puertas y funcionó como Colegio de Humanidades hasta que en 1847 quedó incorporado a la Universidad de Sevilla, de acuerdo con la nueva organización del mapa académico de España. El prestigio de la institución y el valimiento de algunos de sus antiguos alumnos que habían alcanzado puestos de relevancia en la administración y la política, lograron que el Colegio se convirtiese en Instituto de Segunda Enseñanza, por una Real Orden de 24 de Febrero de 1847. En esta nueva etapa el Instituto-Colegio se convierte en la institución docente y cultural más importante del sur de Córdoba, siendo uno de los diez institutos que en aquella fecha existían en Andalucía. Fue catalogado en los años setenta del siglo XIX como unos de los veinticinco con mayor alumnado de España. A lo largo de una historia más que tricentenaria han sido numerosos los alumnos que recibieron enseñanza en sus aulas y que con el paso del tiempo se convirtieron en figuras señeras de la cultura, la política o la administración. Entre ellos podemos destacar a José de la Peña y Aguayo, ilustre abogado que fue defensor de Mariana de Pineda y ministro de Hacienda en uno de los numerosos gobiernos de Isabel II. También el que fuera presidente de la II República don Niceto Alcalá-Zamora, quien inauguró, ostentando dicho cargo, el curso académico 1932-1933 en el instituto egabrense, acompañado por el ministro de Instrucción Pública, Fernando de los Ríos. Unidos al nombre del Instituto se encuentran los del eximio novelista Juan Valera, a cuyo nombre está dedicada la cátedra de Lengua Española y Literatura, Martín Belda que fue presidente del Congreso de los Diputados y ministro de Marina o insignes marinos como Dionisio Alcalá Galiano o Juan Ulloa. Por sus aulas pasaron ilustres profesores como Luis Herrera, Emilio Alarcos, Juan Carandell o León Maroto. Hasta los años sesenta del siglo XX el Instituto Aguilar y Eslava, y el Real Colegio de la Purísima Concepción mantuvieron el papel de centro docente y cultural, referencia de una amplia comarca que se extendía por el sur de Córdoba y las tierras limítrofes de Sevilla, Málaga y Jaén. Emplazado en una mansión del siglo XVI de la que todavía se conservan importantes elementos arquitectónicos mantiene, con los cambios que el paso del tiempo ha impuesto, el espíritu de su fundador de que pudiesen cursar estudios alumnos con capacidad, aunque sus medios económicos no se lo permitiesen. |
- Conde de Cabra
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El título de conde de Cabra fue concedido por primera vez al infante don Enrique, hijo de Enrique II, una vez que la villa y su señorío, que fueron dominio de doña Leonor de Guzmán, hubieron revertido a la Corona. El infante mantuvo el título hasta que en julio de 1439, el rey Juan II por Real Cédula dada en Jaén, entregó la villa de Cabra, por sus muchos méritos y servicios al mariscal de Castilla, don Diego Fernández de Córdoba, a quien se le concedió el título de conde en 1455 y a quien se considera como el primer conde de Cabra en la línea de los Fernández de Córdoba. Luchó contra los musulmanes en la frontera y murió en Baena el 16 de agosto de 1481. Le sucedió como segundo conde de Cabra su hijo, llamado también Diego Fernández de Córdoba, quien participó activamente en la guerra de Granada, siendo su más gloriosa acción la armas la victoria que alcanzó, en la batalla de Lucena (21 de abril de 1483), frente a los musulmanes, mandados por Boabdil. Dos años más tarde participó en la grave derrota sufrida por los cristianos en la Batalla de Moclín y murió de calenturas el 5 de octubre de 1487 en su palacio de Baena, siendo trasladados sus restos a la cordobesa iglesia de Santa Marta. El tercero de los condes de Cabra, igualmente llamado Diego Fernández de Córdoba, también participó en la guerra de Granada, siendo uno de los señores que entraron en la ciudad en el cortejo de los Reyes Católicas. El cuarto conde, don Luis Fernández de Córdoba contrajo matrimonio con la hija única y heredera de Gonzalo Fernández de Córdoba, el famoso Gran Capitán , incorporando de esta forma al condado de Cabra sus títulos y derechos, entre ellos los de duque de Sessa, intitulación con la que también se conocerá a partir de este momento a los condes de Cabra |
- Villalegre
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Juanita barría y aljofifaba, fregaba los platos, enjalbegaba algunos cuartos y la fachada de la casa, que era la más blanca y la más limpia de la población, y hasta agarraba el cantarillo e iba por agua a la milagrosa fuente del ejido, cuyo caño vertía un chorro tan grueso como el brazo de un hombre robusto, siendo tal la abundancia del agua que con ella se regaban muchísimas huertas y se hacían frondosos, amenos y deleitables los alrededores de Villalegre, contribuyendo no poco a que la villa mereciese este nombre. El agua además era exquisita por su transparencia y pureza, como filtrada por entre rocas de los cercanos cerros, y tenía muy grato sabor y muy salubres condiciones. La gente del pueblo le atribuía, por último, algunas prodigiosas cualidades, calificándola de muy vinagrera y de muy triguera. Quería significar con esto que el arriero que compraba en Villalegre vinagre de yema, por lo común muy fuerte, llenaba sólo dos tercios de la cavidad de la corambre, y la acaba de llenar por la mañanita temprano, antes de emprender su viaje, mitigando y suavizando con el agua de la fuente la fortaleza y acritud del líquido, y ganándose así desde luego un treinta y tres por ciento, aunque vendiese el vinagre al mismo precio en que le había comprado. Era también triguera el agua de la fuente, porque sus raras cualidades consentían, aunque era difícil operación y que debía hacerse con gran sigilo, que, valiéndose de una escoba de palma enana, se rociase con ella el trigo que se iba a vender, dejándole expuesto luego al sol para que se secase. Así el trigo recibía mejor sabor, y aunque por fuera quedaba seco, guardaba por dentro algo del líquido, y se esponjaba y crecía en peso y volumen. Todavía esta fuente tenía otro mérito y prestaba otro notable servicio, porque, además de un gran pilar en que iban a beber y bebían todas las bestias de carga y de labor y los toros, vacas y bueyes, y además de otro pilar bajo, que solía ser abrevadero del ganado lanar y de cerda, llenaba con sus cristalinas ondas un espacioso albercón cercado de muros que le ocultaban a la vista de los transeúntes, donde iban las mujeres a lavar la ropa, remangadas las enaguas hasta los muslos y metidas en el agua hasta la rodilla, como por allí es uso, aun en el rigor del invierno. Frondosos y gigantescos álamos negros y pinos y mimbreras circundan la fuente y hacen de aquel sitio umbrío y deleitoso. Al pie de los mejores árboles hay poyos hechos de piedra y de barro y cubiertos de losa, en los cuales suelen sentarse los caballeros y las señoras que salen de paseo. Casi todas las tardes se arma allí tertulia y grata conversación, siendo los más constantes el escribano, el boticario, nuestro don Paco y el señor cura, quien, al toque de oraciones, recita el Ángelus Domini, al que responden todos quitándose el sombrero y persignándose. (...) El territorio o término de Villalegre confina con la campiña, donde todas sus tierras de pan llevar o baldíos incultos, sin huertas, ni olivares, ni viñedos. Si algo verdea por aquellos campos es tal cual melonar en las hondonadas. Todo lo demás es en aquella estación pajizo, ya sembrado, ya barbecho, ya rastrojos, los cuales arden como yesca y suelen quemarse para fecundar el suelo. Las plantas que se elevan más por allí y dan mayor sombra son las pitas. Son las más leñosas y arborescentes los cardos y los girasoles. Así es que en los hogares se guisa con cierto producto animal, que no sólo da calor, sino perfume, salvando por el aire una o dos leguas de distancia, de suerte que las poblaciones se huelen mucho antes de llegar a ellas, y aún de columbrarse en el horizonte sus campanarios...
Juan Valera De Juanita la larga. (Villalegre es Cabra. Valera rememora épocas y lances que entroncan con su mocedad en sus tierras egabrenses) |
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