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ANEXOS |
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- ¿‘Femme fatale’ o precursora de la libertad de la mujer?
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Carmen y Don Juan son, sin lugar a dudas, los mayores mitos que, desde el romanticismo, ha dado Andalucía –y, muy especialmente, Sevilla– a la cultura universal. Uno y otro son mitos de amor y de muerte –eros y thanatos siempre presentes en las grandes construcciones míticas como los grandes impulsos constructivo y destructivo de la existencia–. Ambos son también mitos de impulso dionisíaco, caótico y destructor, frente al orden, las normas, reglas y pautas de conducta que marca lo apolíneo. En el caso de Carmen, hemos de recordar que se trata de una construcción desde la mirada extranjera y masculina del narrador, historiador y etnógrafo Prosper Merimée, aunque su obra de 1845 pudiera estar basada, según se afirma, en una historia que le contara la condesa de Montijo. “A España –dirá Román Gubern– le correspondió el honor literario de parir, con una atípica gitana que hablaba vasco y no era virgen, la femme fatale andrófaga de la literatura moderna”. Exotismo y erotismo se funden en la mirada de Merimée, luego matizada por los libretistas de la ópera de Bizet, Meilhac y Halévy, que consagrarían definitivamente al personaje. Carmen –al menos desde la perspectiva que la conocemos, que es la del navarro don José, cabo del regimiento de artillería que debe apresarla pero que la deja libre al enamorarse de ella– va trayendo la muerte y la destrucción a su alrededor, “devorando” a cuantos hombres convierte en capricho de su deseo. Y, finalmente, muere también de modo trágico a manos de quien ha caído en la degradación de convertirse en asesino y bandolero por su amor. En este perfil, Carmen, mujer carnal y sensual –que se opone a la mujer angelical del primer romanticismo– recoge la larga tradición misógina y dualista, que opone la mujer-virgen y la mujer-madre, por un lado, a la mujer-placer. Esta última, que tiene su precedente más remoto en Eva o Pandora –mujeres que hacen que entre el mal en el universo, a consecuencia de su transgresión– es siempre causa de destrucción. Hay, también, algo de fatalismo en esta interpretación de una Carmen bruja y adivinadora, que cree en el destino y acaba desembocando en la muerte al tiempo que proclama su libertad: “Carmen será siempre libre”, serán sus últimas palabras. Por ello, Carmen es también arquetipo de la libertad femenina. De la mujer que es radicalmente libre, que vive –como cigarrera– de su propio trabajo, y que hace de su vida lo que realmente quiere, sin someterse a los hombres. Tal vez por ello sea algo más que una casualidad que los colores con los que Merimée viste a su protagonista –el rojo y el negro– llegaran a ser con el tiempo los colores del ideal libertario.
Manuel Ángel Vázquez Medel |
- Carmen, la leyenda del tiempo
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Carmen fue una gitana cigarrera y trianera, cuya vida y muerte, entre el primer cuatro de siglo XIX generó una leyenda popular. Cuando Merimée escribe Carmen, en 1845, a los quince años de escuchar de la boca de la condesa de Montijo la popular leyenda, lo más probable es, tratándose de la imaginación de un novelista, que personajes, paisajes, formas y costumbres de un entorno cultural lejano al suyo, en el que vivió de paso durante 1830 se le mezclen en los recuerdos y pasen a protagonizar una historia cuyos puntos de partida fueron austeros e insólitos, y de ninguna manera típicos ni tópicos; y de ahí que por ser hechos inhabituales, en la vida de esa sociedad donde se produjeron, conmocionaron al medio y se convirtieran en leyenda. Entabló Carmen amores con un militar vasco llamado don José Lizarrabengoa, quien, tras participar en una redada de gitanos en Triana y atraído por su singular belleza de mujer, la toma del suelo caída y atropellada, y evita su detención. En la sociedad sevillana de aquel tiempo (y quizás también de éste), el emparejamiento público de un hombre castrense con una gitana sin pasar por ningún registro civil ni bendición eclesiástica alguna fue un acto escandaloso y provocativo que zamarreó a la pequeña y alta burguesía sevillana encorsetada en costumbres inviolables. En el curso de ese descarado concubinato, Carmen, desde su condición de mujer libre sin dependencia económica de un hombre por su trabajo de cigarrera, se destacó, acrecentando el escándalo de sus amores, capitaneando cuantas revueltas reivindicativas de los derechos de las mujeres en el trabajo se levantaban, en el clima industrial donde se desenvolvía. Asumió posturas políticas progresistas que la llevaron a liderar importantes conquistas en el campo de las incipientes libertades de la mujer andaluza. Eran tiempos donde al general Rafael de Riego, sublevado en el pueblo sevillano de Las Cabezas de San Juan, en 1820, en el marco de una conspiración a favor de la Constitución de 1812, derogada por Fernando VII, se le recibía en Triana con toques de campanas entre el fervor popular. Años después, el 7 de noviembre de 1823, Rafael de Riego fue ahorcado en Madrid por haber votado, como diputado de las Cortes reunidas en Sevilla, por la suspensión temporal de los poderes del monarca. Estos dos hechos, ya provocativos y capaces de engendrar una leyenda por sí solos, se agigantan por un suceso que conmueve a la sociedad andaluza en general: las graves heridas que el militar de Elizondo le produce en una reyerta a un oficial de su regimiento, por celos en sus amores con la cigarrera. Encarcelado don José Lizarrabengoa, Carmen le guarda fidelidad, que subraya con constantes visitas a la prisión donde el militar cumple su condena. Y al obtener don José su libertad, reanudan, con toda su intensidad, sus públicas relaciones amorosas y cotidianas. Y es entonces cuando se produce el hecho más sangrante y doloroso de la historia: la muerte de Carmen, apuñada con una bayoneta militar por su amante. Carmen, enamorada de Lucas, un picador famoso en la historia de las corridas de todos del siglo pasado, desde su libertad de mujer sin compromiso, decide compartir su vida con el admirado picador. Su amante don José Lizarrabengoa, intransigente y herido en su honor, da muerte a la gitana al término de una corrida de toros, en la que Carmen, asistiendo a la fiesta, acompañada de sus compañeras de trabajo, había sido galanteada por el jinete. Tras su muerte, en la Puerta del Príncipe de la Plaza de Toros de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, Carmen se convierte en una mítica referencia del debate de la mujer por su libertad, y se consolida definitivamente como leyenda desde el momento en que se escuchan por Triana y Sevilla los tiros de su machista amante, el oficial vasco de un regimiento de caballería, don José Lizarrabengoa. Una historia, una leyenda de transmisión oral, llena de rigurosos y atrevidos comportamientos, de dignidades y libertades, enraizada en nuestra cultura popular, y ajena a la visión literaria y romántica del siglo.
Salvador Távora De Carmen (espectáculo de La Cuadra). |
- El retorno de una mujer libre
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Desde hace unos años se prodiga un mayor aprecio, en España, al personaje literario y musical de Carmen. Y así, esa imagen de mujer libre, tanto tiempo excluida, ha podido regresar y, consecuentemente, su comportamiento ya es acogido con naturalidad en su tierra de origen: en el espacio cultural andaluz en que fue localizada imaginariamente, primero, por Mériméé en su novela y, después, por Bizet en su ópera. Dos obras cuyo mismo título, enmarcando el de la protagonista, ya anunciaban la relevancia prestada a tan singular presencia femenina. Han disminuido, pues, reticencias y recelos, quizás porque el personaje se ha beneficiado de la resonancia social conseguida recientemente por el mundo de la ópera y ya puede circular por la calle y ser objeto de conversaciones y referencias con la misma normalidad con la que se alude a cualquier otro protagonista literario. Incluso en ámbitos femeninos de reflexión han llegado a suponer que algunos de sus rasgos modelan comportamientos presentes en la vida cotidiana de determinados tipos de mujeres. Por tanto, después de los silencios y condenas de esta gitana de Mériméé –denigrada, sobre todo, porque aparecía ante la mirada extranjera como una imagen representativa de la mujer andaluza–, puede ya hablarse de ella como lo que siempre ha sido en realidad: una invención literaria. Ni Mériméé, en su novela, en 1845, ni Bizet, en su ópera, en 1875, se plantearon ofrecer un testimonio fidedigno de la Andalucía de entonces, ni de sus mujeres. Mériméé pretendió escribir sólo una ficción y para ello recurrió al género apropiado para ello, la novela. Y, posteriormente, Bizet, conmovido por el atractivo personaje creado e ideado por el novelista, la convirtió en protagonista de la música de su tragedia. Escenario. Ambientando su obra en Andalucía, Mériméé había buscado prestarle así una mayor verosimilitud a sus personajes y a la trama que los relacionaba. Andalucía contaba con prestigio literario y había sido elegida como uno de esos paraísos soñados que orientaron las peregrinaciones de muchos viajeros románticos. Su multiplicidad cultural, su mestizaje étnico, su variada geografía física y social, la convertían en un marco propicio para proyectar sobre ella argumentos, pasiones y conflictos que en otras latitudes hubieran tenido un encaje más artificial. A otros muchos lugares, a lo largo de la historia, también se les ha asignado esa sintonía literaria, a la hora de ambientar obras dentro de sus fronteras: Venecia, Constantinopla, París, Alejandría, son ejemplo de ello. Andalucía pasó a ser, durante los años románticos, receptora de muchas invenciones literarias, pictóricas y musicales. Incluso mucho antes, ya Sevilla había acunado a personajes destinados a tener gran fortuna en el mundo de los libros, como Guzmán de Alfarache y Don Juan, y no por ello aquel pícaro y este gran seductor fueron considerados representativos del hombre sevillano. La atmósfera social y económica del Barroco andaluz le daban prestancia y verosimilitud a sus existencias literarias y ése era el único grado de complicidad exigido entre el lugar de localización y los rasgos de los que hacían gala los personajes aludidos. Shakespeare ambientando en Verona la trama trágica de los amores de Romeo y Julieta no pretendía generalizar que todos los habitantes de la ciudad italiana estuviesen predispuestos a tan radical manera de enamorarse. Ni Otelo ha sido leído como representativo de todos los moros de Venecia, ni cualquier danés se siente reflejado en Hamlet Sin embargo, esa fórmula de identificación sí ha funcionado en España respecto a Carmen. Sobre todo, en ambientes cultos ha existido siempre gran dependencia y susceptibilidad ante la mirada del “otro”, del extranjero, ante su forma de vernos y considerarnos. Y así, cuando una novela, una pieza de teatro, exhibían un escenario localizado en España, se ha tendido siempre a valorarlas no como obras meramente de ficción, que necesitan un espacio apropiado para resultar verosímiles, sino como documentos testimoniales que venían a dar fe de cómo éramos, a los ojos extranjeros, los españoles. Por eso Carmen, como novela, no ha sido apreciada y apenas los escritores españoles le han dedicado análisis o reflexión alguna. Una frase, repetida una y otra vez: “Pertenece a esa imagen de la España de charanga y pandereta, con la que gustan de evocarnos los extranjeros”, resultaba suficiente para desprestigiar la obra, basándose en que era mera invención. Se ha dado así la paradoja de que mientras Carmen ha triunfado entre aquéllos que la han considerado en función de su propia naturaleza de personaje ideado para dar origen a una novela o a una ópera, en cambio, ha sido rechazada por aquellos que han buscado en ella un testimonio o un reflejo de la mujer andaluza de la época. Sobre todo, a partir de la magnificación que de ella hizo Bizet, al encarnarla musicalmente y desplazarla por todos los escenarios del mundo –ha sido la ópera más veces representada–, convertida en uno de los personajes más universales. Sin embargo, desde España se contemplaba con pudorosa irritación ese encumbramiento; tanto desde los ámbitos más conservadores, que veían denigrante que una gitana que hacía un uso tan depravado de su cuerpo y de su libertad, fuera identificada con Andalucía, como desde el campo más liberal, desde el que tampoco parecía que Carmen fuese digna de ilustrar una imagen pública de la cultura meridional. Todos, unos y otros, convertidos en celadores y valedores de los símbolos que debían y podían airearse en el exterior, estuvieron de acuerdo en que tanto el personaje de Carmen, como el de aquéllos que solían acompañarla por los escenarios –gitanos, toreros y contrabandistas– no eran apropiados para ser representativos de España o de Andalucía. Pero esa maniobra de silencio, exclusión y rechazo no logró paralizar un éxito que venía refrendado por la calidad literaria y musical que Mériméé y Bizet habían sabido imprimir a sus creaciones y también por la modernidad de los valores manifestados por el comportamiento de Carmen. Poco a poco, lo que al principio fue visto como una rareza, se fue asumiendo como el anuncio de una actitud femenina nueva. Aquella gitana que apostaba de forma tan radical y trágica por seguir sus deseos y no hipotecar ante nadie su libertad, dejó de ser un personaje exótico, surgido en el entorno de una Andalucía indómita y romántica, para transformarse en un modelo de comportamiento ambicionado por muchas mujeres europeas. Nuevo tipo de mujer. Mériméé había entrevisto la dificultad de que un personaje como el suyo adquiriese verosimilitud en 1845, situado en el contexto europeo de una cultura burguesa tradicional. Por eso, situó entonces a aquella Carmen –que, pasado el tiempo, se convertiría en una adelantada de la modernidad– en un reducto social marginal, en el que se habían conservado restos matriarcales de rebeldía, no homogenizados todavía por las costumbres convencionales. Precisamente, por no haber sucumbido aún a los encantos de la uniformidad europea podían estar allí resistiendo viejas formas de comportamiento. Mériméé había querido rendirle un cierto tributo a Andalucía, imaginando en ella espacios sociales no contaminados por los espejuelos de la vida industrializada. Ese mundo le pareció el más propicio para encarnar unas actitudes de orgullo y apasionamiento, en las que, al mismo tiempo, podían estar fraguándose, en germen, otras posibilidades de vida. Carmen fue, pues, la encarnación de una rareza, pero era también la promesa de un deseo femenino en ciernes. Con su grito individual de libertad, de 1845, anunciaba la demanda que la colectividad femenina reclamaría muchos años después. El acierto, por tanto, de Mériméé y de Bizet fue el de haber logrado dar voz a un deseo latente. Así, además de resultar logrado artísticamente, el personaje encerraba unas claves en las que una determinada comunidad supo reconocerse. La formulación literaria de Carmen surgió en el momento adecuado en que se necesitaba completar la galería de heroínas románticas que abrían espacios de libertad. Pero si esta radical apuesta por la libertad era clara, también se daba en el ella una extrema sensualidad femenina: ambos rasgos, al conjuntarse, no podían menos que provocar incertidumbre y terror en los hombres, sin que por esto dejaran de sentirse arrastrados por la asombrosa capacidad de seducción del personaje. Capacidad que tiene numerosas ocasiones de aplicar, dado que el amor es un elemento privilegiado dentro de la trama argumental de la obra. Amor o amores cuyo principal rasgo no es el de la continuidad sino el de la intensidad, con lo que ello suponía de ruptura con todas las anteriores convenciones que asignaban a la mujer en tales cuestiones siempre un papel resignado y pasivo. Carmen aparece como ese nuevo tipo de mujer que impone la ley de su propio deseo, sin claudicar ante las presiones que pretenden coartar su voluntad y desplazarla de su estatuto de personaje nómada, aventurero y fronterizo. Sabe imponer su iniciativa tanto para seducir como para abandonar. Pero esta libertad electiva no podía ser aceptada por el hombre y Mériméé encarga este papel de confrontación a don José, un joven militar procedente del Norte, que arriesga todas sus posibilidades profesionales, familiares, de creación de un hogar estable, para seguir fascinado el mundo amoroso que encarna Carmen. Pero la entrega de don José exige en intercambio la posesión definitiva de la mujer, y nada podía estar más lejos de los hábitos de Carmen. Ese enfrentamiento entre don José, personaje simbólico que representaba los valores más anclados en el pasado, y Carmen sólo podía saldarse, en aquella época, con la muerte trágica de la heroína. Pero quizás sólo para retornar, pasados los años, y ser admitida como uno de los grandes logros literarios ambientados en Andalucía.
Alberto González Troyano |
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