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CON LA COLABORACIÓN DE



 
TÉRMINO
- CORDOBÉS, EL
  ANEXOS
 
  • Un flequillo de leyenda en la España del "seillas"  Expandir
  •  Llenó las plazas hasta la bandera, puso del revés el mundo del toreo, tan inmovilista, adornándolo con bendita heterodoxia que aún hoy, tanto tiempo después de todo aquello, no le perdonan los puristas. Fue el mandamás de la fiesta, toreó más corridas que nadie y se hartó de ganar dinero –hasta siete aviones privados llegó a tener, él que nunca supo cómo rellenar un cheque– y de repartir su fortuna a manos llenas. Pero, ante todo, Manuel Benítez, aquel chico de indomable flequillo y carcajada traviesa que paseó el nombre de Córdoba por todo el mundo, fue un fenómeno de masas digno de rellenar un puñado de tratados sociológicos. Y es que de maletilla robagallinas acuciado por las cornadas del hambre, El Cordobés se convirtió en la gloria nacional más exportable, la figura que más paseaba el Régimen por el Nodo en aquella España del blanco y negro. Hoy, revividos antiguos esplendores gracias al V Califato que la afición y el pueblo cordobés le otorgaron, recién cortada definitivamente la coleta a los 39 años de su alternativa, este Benítez casi setentón pero todavía en forma recuerda sin nostalgias aquellos días de vino y rosas que marcaron su leyenda y, con ella, toda una época. Pero advierte, por si las moscas, que “de política ni supe entonces ni quiero saber ahora”.

    Del cero al infinito. Quién le iba a decir que gracias a su toreo de sello inconfundible, personalísimo, y a sus maneras noblotas de chico de pueblo, tan espontáneas como su risotada tronante, iba a ganar tan desmesurada popularidad casi desde el primer día (aquella memorable corrida del 15 de mayo de 1960 en el coso de Los Tejares, cuando la valentía loca de aquel torerillo desconocido le hizo titular a José Luis de Córdoba la crónica en el diario Córdoba “La tila por las nubes”). Quién le iba a decir a Benítez, cansado de recibir palizas de la Guardia Civil por asaltar cercados, que pocos años después habría de lucir la Medalla de Oro al Mérito Turístico, que sería portada de la revista Life y que protagonizaría libros y películas de éxito, una de ellas como actor más voluntarioso que eficaz, pues “no supe leer ni escribir hasta que pude llevarme a un profesor conmigo para que me diera clases entre corrida y corrida –lamenta–, y aprenderme aquellos diálogos tan enrevesados para mí era un tormento”. Así recuerda ahora, dedicado junto a los hijos a la gestión de sus fincas y con la vista puesta en el negocio de la construcción, su dura infancia en su pueblo, Palma del Río, sin ocultar pasajes que, por rozar “la cosa esa de la política”, siempre ha preferido orillar: “Yo me quedé huérfano muy chiquitito, a expensas de mi hermana Angelita, en una época en que las familias se pegaban tiros unos a otros (nació un 4 de mayo de 1936). Mi madre, que era estraperlista, murió de una gripe, un enfriamiento que cogió la pobre en uno de sus viajes a Córdoba canasto en ristre, en el trayecto desde el tren a casa un día que llovía mucho. Y mi padre, que trabajaba de camarero en un bar, había luchado contra Franco, y creo que murió en la cárcel o en la guerra, no estoy muy seguro porque nadie me lo quiso aclarar”. Para aportar algo que comer a la familia –era el más pequeño de cinco hermanos– en unos tiempos de miseria generalizada, no le queda más remedio que aguzar el ingenio. “Yo me dedicaba a recoger patatas con el cestillo y de vez en cuando metía la mano, a ver, porque algo había que echarse al gaznate –justifica–. Y un poquito más mayorcete guardaba ganado en los campos. Un día, atravesando la finca del ganadero don Félix Moreno de la Cova, me topé con un toro como a unos cincuenta metros, y en lugar de echar a correr me dio por mover el saco que llevaba y gritarle ‘Eeeeh, toro, eeeeh...’ Y el que echó a correr fue el bicho”. De este modo, crecido ante el astado, asegura Benítez que nació su afición al toreo. Y con ella los disgustos.

    Noches de luna y cárcel. “Yo ahí empecé a ser un poco travieso –reconoce–, porque si corres detrás de una manada de toros de noche los animales se ponen nerviosos y rompen alambradas y todo lo que pillan. Hacía daño, pero sin saberlo, no era más que un niño que ni pensaba que la fiera me podía matar”. Le hicieron pagar cara su osadía en aquellos años de represión. “No es que yo guarde rencor a nadie, pero fueron injustos conmigo –se queja con los ojos encendidos de dolor–. Es verdad que andaba por los ‘cercaos’ de Palma del Río con la luna, pero a dónde iba a ir si no tenía ni donde caerme muerto. Me midieron el pie con un palito, por ver si coincidía con las huellas, y me descubrieron. Me metieron quince días en la cárcel de mi pueblo y allí me trató muy malamente uno al que llamaban el cabo de la Magdalena. Me atizaba con un vergajo, me obligaba a hacer el gato y me sacaba todos los días esposado a pa­searme delante de la gente, que a saber la fechoría que pensarían que había hecho. A Córdoba llegué esposado. Me aplicaron la Ley de Vagos y Maleantes y estuve tres meses en la cárcel”. Aquello, recuerda ahora que ya peina canas y el famoso flequillo ha dejado paso a una calva incipiente, era lo peor que le podía pasar a un crío inocente cuyo único delito era correr detrás de algún toro suelto o, todo lo más, echarse al saco alguna que otra gallina. “Estuve revuelto con personas que habían matado –se queja–, y lo pasé muy mal porque me querían violar. Me escapé de milagro, porque aquellos tipos eran como langostas”. Pero una vez puesto en paz con la justicia, le queda aún otra condena por penar, la social. Porque de vuelta al pueblo las cosas, que antes han ido mal, ahora se le ponen imposibles. Sin embargo, en este aspecto Benítez –que con su decir sencillo, salido a partes iguales de la cabeza y del corazón, suele ser muy elocuente– prefiere pasar de puntillas. Y lo mismo que no se pronuncia sobre la escasa ayuda, por no decir ninguna, que él y sus hermanos recibieron en la época en que dormían apiñados en colchones sobre el suelo “de una casucha arrumbiá”, (“Yo no me meto en que si había pobres y ricos, no estoy en esa órbita”, zanja rápido), se encierra como un galápago en su concha cuando se le pregunta la razón de por qué no aceptó, muchos años después, el título de Hijo Predilecto que Palma del Río quiso otorgarle. (“A mí me cogió el cambio de una dictadura a la libertad, hay mucha gente y muchos momentos... Son cosas que uno ve así –remata críptico–, pero no tengo nada en contra de mi pueblo”). A lo más que llega es a volver sobre el ya citado cabo de la Magdalena, “que me seguía haciendo la vida imposible después de lo de la cárcel; me llamaba en la calle, psssiií, psssiií..., y me obligaba a cuadrarme delante de todo el mundo”, y a admitir que allí no tenía ya nada que hacer. “Me había convertido en una oveja negra –asegura–, y decidí marcharme a Madrid, donde estaba sirviendo mi hermana Encarna. Hice el viaje en un tren de mercancías, y a la altura de Aranjuez, como no sabía usar el teléfono, le pedí al maquinista el favor de que llamara de mi parte a mi hermana para que viniera a recogerme, y así lo hizo. Ya ves de la forma en que entré en Córdoba y en Madrid”.

    De Madrid al cielo. Pero en la gran ciudad las cosas van a ponerse aún peores para el muchacho, cada vez más ilusionado con sus sueños toreros. Pasa por los albañiles y otro puñado de oficios que sortea como puede, mientras vuelve a recalar en varias cárceles por su afición a lanzarse de espontáneo a los ruedos (tiempo después, ya espada archifamoso, evitará con generosidad que otros corran la misma suerte acudiendo veloz a pagar la fianza de cuantos se ven en su mismo trance). “En una celda de Carabanchel compartí tres semanas con otras dos personas –hace memoria–. Teníamos un colchón en el suelo y un retrete, y uno hacía sus necesidades mientras otro se comía el plato de garbanzos”. “Y pasé otros tres días en la cárcel de Aranjuez compartiendo celda con unas gallinas –añade a carcajadas para quitar hierro al recuerdo anterior, que lo ha dejado cabizbajo–. Pasaba tanta hambre que me zampaba los huevos que ponían y al carcelero lo volvía loco. En fin, que cada vez veía más imposible lo de ser torero, y pienso explicarlo todo con mucho detalle en unas memorias que le estoy contando a un muchacho periodista, el hijo de mi abogado. Calculo que tenemos para cinco años”. (...) “Gracias a Dios no lo hice, y empecé a moverme buscando contactos –apunta–. Un día me presenté en el bar La Campana, porque un conocido mío que también quería ser torero me dijo que por allí recalaba un tal Manuel Becerra, que llevaba el espectáculo del Bombero Torero, donde un chaval mataba un novillo. Me planté ante aquel señor que llevaba un clavel en la solapa y una mascotilla y le enseñé una foto que tenía con tres vacas y le pedí una oportunidad”. Escuchando aquella conversación estaba Rafael Sánchez Ortiz, más conocido por El Pipo, quien, tras oír las aspiraciones de Benítez –que aquel día, reconoce agradecido aún, comió a su costa– le consiguió echar unas vaquillas en Salamanca. “El Pipo, que se portó muy bien conmigo pero fue poco tiempo mi apoderado, porque hubo problemas –admite– vio que me arrimaba, y que me cogía la vaca y me quedaba de pie. Era malísimo, no tenía ni idea de aquello, pero luego empecé a prometer y me puso con caballos en los pueblos, pero me daban tantas volteretas que ya ni me querían alquilar los trajes, porque me los cargaba. En el coso de Los Tejares de Córdoba los hermanos Lozano y don Rafael me pusieron solo ante el peligro con cuatro novillos; se llenó la plaza y a mí me dieron 80.000 pesetas”. Toda una fortuna que Manuel entrega íntegra a su hermana Angelita, a quien había prometido antes de salir en busca de fortuna que o le compraba una casa o la vestía de negro, sentencia que harán famosa los mencionados Lapierre y Collins con su libro O llevarás luto por mí. Ha nacido una estrella.

     Rosa Luque
     De Crónica de un sueño. Memoria de la    Transición Democrática en Córdoba

  • Un viento que sopla sobre toda España  Expandir
  •  Tal vez es cierto que, como sostienen sus críticos, «El Cordobés» representaba una vulgarización de cierta imagen de la lidia. Pero este soplo de vulgaridad que «El Cordobés» ha lanzado sobre los ruedos de las plazas de toros no es más que una ráfaga de un viento que sopla sobre toda España. Quizá sea triste, pero es también algo inevitable. La España de las castañuelas, del flamenco y del paseo, la pura, noble y folletinesca España de Hemingway y de Montherlant, está desapareciendo lentamente entre la creciente marea de otra civilización: la civilización de las luces de neón, de las mesas de formica, de las casas baratas, del crédito a largo plazo y de la estandardización. Pero es también una civilización de estómagos llenos y de nuevas aspiraciones de un pueblo largo tiempo fracasado. No importa lo que juzguen los críticos taurinos sobre el arte de «El Cordobés». Los aplausos suenan en todas partes, en la vasta y soleada plaza de toros que es España. A las masas, no les importa que sea un torero bueno o malo; era su torero, y, en su frágil y retadora silueta, aplaudían al heraldo de una vida nueva y mejor.

    Dominique Lapierre / Larry Collins
    De …O llevarás luto por mí.

 
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