Rubén Darío no llegó a bajar del barco. El 29 de octubre de 1914 recaló en la Bahía de Cádiz el vapor ‘Antonio López’, de la Compañía Trasatlántica, que traslada hacia América al poeta nicaragüense, que se había embarcado en Barcelona y que viajaba a bordo, gravísimamente enfermo. Aquel día, Eduardo de Ory, que solía levantarse hacia el mediodía, había traicionado sus costumbres y madrugó lo suyo para acercarse al muelle, a sabiendas de que iba a poder hablar con el poeta maestro, con el que sólo había establecido contacto a través de una escasa pero alentadora correspondencia. El buque tenía previsto hacer escala al amanecer y, según cuenta el padre de Carlos Edmundo de Ory, “como el auxiliar de la Compañía Trasatlántica debía recoger a las personas que se dirigían a bordo, a las siete de la mañana, no había otro remedio que estar antes de esa hora en la escala del muelle, a fin de no quedarme en tierra…” Tuvo que esperar largo tiempo en el muelle aquella madrugada hasta que accediera finalmente al barco fondeado en la bahía. Una vez a bordo, intentó entrar en el camarote donde reposaba Rubén Darío, pero un mayordomo se lo impidió explicándole: “Don Rubén desde que salió viene enfermo, con un ataque de delirium tremens y no reconoce a nadie (…) Don Rubén está como loco; no habla; no conoce. Acaso es la culpa del whisky… se le subiría a la cabeza… ¿comprende?”. Eduardo de Ory se resignó ante aquella fatalidad inesperada y regresó, “en el mismo remolcador a Cádiz, sin haber podido lograr mi deseo de hacer mi visita al inmortal poeta de América”. El mundo estaba en guerra y Rubén estaba en contra. En Barcelona, había preparado una gran gira pacifista por América, de la mano de su secretario Alejandro Bermúdez. Vargas Vila, asustado por su estado físico, trató de disuadirlo pero fue imposible. Así que había embarcado en el ‘Antonio López’ el 25 de octubre y llegó a Nueva York el 12 de noviembre. Diez años antes, tras la breve vida y muerte de su hija Carmen en Roma, y el posterior fallecimiento de su hijo Rubén, Darío –que ya conocía España– decide viajar hacia el sur, hasta Andalucía, Gibraltar y Marruecos, recalando en Málaga, Granada, Sevilla, Córdoba y Algeciras. En sus Tierras solares y Prosas profanas, Darío deja muestras de su veneración andaluza, en versos como ‘Pórtico’ o ‘Elogio de la seguidilla’. A juicio de Ignacio López Calvo, Darío encontró en Andalucía un trasunto del espíritu español, “al contrario que sus contemporáneos de la generación del 98, que lo encontraron en Castilla”.
Mira las cumbres de Sierra Nevada, las bocas rojas de Málaga, lindas, y en un pandero su mano rosada fresas recoge, claveles y guindas. Canta y resuena su verso de oro, ve de Sevilla las hembras de llama, sueña y habita en la Alhambra del moro; y en sus cabellos perfumes derrama. Son versos de ‘Pórtico’, en los que, a juicio nuevamente de López Calvo, “se nos presenta un poco la España típica, “de charanga y pandereta” que diría Antonio Machado: los tablados flamencos, las juergas, las navajas, los toros, las verbenas, etc.; dado que Salvador Rueda era andaluz, no se mencionará otra región de España distinta a Andalucía hasta el cuarteto treinta y tres”. No es distinta la visión de Andalucía que brinda en su ‘Elogio de la seguidilla’, entre estampas gitanas, manzanilla, claveles y canela. A pesar de ello, la influencia de la poesía de Rubén en Andalucía también quedaría firmemente reflejada en los hermanos Machado: desde Manuel, que mantuvo el espíritu modernista hasta el final de sus días, a Antonio Machado, quien le brindó un emocionado recuerdo ‘Al maestro Rubén Darío’, en cuyos versos anuncia: “Este noble poeta, que ha escuchado/ los ecos de la tarde y los violines/ del otoño de Verlaine, y que ha cortado/ las rosas de Ronsard en los jardines/ de Francia, hoy, peregrino/ de un Ultramar de sol, nos trae el oro/ de su verbo divino”. Por aquel entonces, Rubén Darío ya conocía España. El 24 de junio de 1892, embarcó hacia la Península, vía La Habana, para participar en las fiestas del IV Centenario del Descubrimiento de América. Rebelde hasta la médula, llamará “desgraciado almirante” a Cristóbal Colón, en el poema que tributa a su memoria. En Madrid, Rubén Darío entrará en relación con Juan Valera, Ramón de Campoamor, Castelar, a un joven maestro llamado Marcelino Menéndez Pelayo, a José Zorilla, Núñez de Arce y Emilia Pardo Bazán. También conoce a Salvador Rueda, un andaluz que fue precursor del modernismo y para quien escribe un ‘Pórtico’ a uno de sus poemarios. Será muy distinto el ánimo que le traiga de vuelta a España seis años más tarde, tras el desastre de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Profundamente conmovido por la guerra hispanoamericana, sus artículos en el periódico El Tiempo toman partido por la causa española: “No puedo, no quiero estar de parte de esos búfalos de dientes de plata –escribe—. Son enemigos míos, son los aborrecedores de la sangre latina, son los bárbaros. Así se estremece hoy todo noble corazón, así protesta todo digno hombre que algo conserve de la leche de la loba”. El azar provocaría que aquel mismo año, justo cuando mosén Verdaguer se reconciliaba con la Iglesia, Rubén Darío embarca para España el día 2 de diciembre, como corresponsal del periódico La Nación, para que informe sobre la realidad del desastre en la madre patria. Ya para entonces, había dejado de arder el vapor ‘Antonio López’, el barco que había zarpado de Cádiz y burlado el bloqueo a San Juan llevando armas, pertrechos y soldados. Durante mes y medio, desde el 16 de julio cuando lo cañoneó el ‘New Orleans’, hasta el 4 de septiembre, sus llamas iluminaron el cielo de Puerto Rico. El Gobierno norteamericano termina declarando el barco como monumento nacional. A 2 de junio de 1908, presenta ante el Rey Alfonso XIII sus cartas credenciales como ministro de Nicaragua. En esa fecha, como secretario de la legación de México en Madrid, figura un viejo amigo suyo, el poeta Amado Nervo. Lejos de allí, al otro extremo del mapa español, un poeta gaditano empezaba a escribirle cartas. Se llamaba Eduardo de Ory y había nacido en un viejo caserón de la Alameda de Apodaca, un 20 de abril de 1884. Allí, a sus 35 años de edad y junto con Carlos Meany y García Gutiérrez, fundará la Real Academia Hispano-Americana, en el fondo todo un sueño modernista como puente de unión entre dos continentes hermanos. Claro que los cuatro jinetes del apocalipsis iban a quemar pronto todos los puentes del planeta. Pero aquel 29 de octubre de 1914, cuando Eduardo de Ory volvía a casa desde el puerto, malhumorado por no haber podido saludar a Rubén, quizá se prometiera escribir algún libro sobre aquel poeta gravemente enfermo. Lo hizo en 1917, pocos meses después de que expirase, cuando firma un estudio biográfico en torno a aquel audaz poeta de Managua que se había definido a sí mismo con palabras certeras: “En verdad, vivo de poesía. Mi ilusión tiene una magnificencia salomónica. Amo la hermosura, el poder, la gracia, el dinero, el lujo, los besos y la música. No soy más que un hombre de arte. No sirvo para otra cosa. Creo en Dios, me atrae el misterio; me abisman el ensueño y la muerte; he leído muchos filósofos y no sé una palabra de filosofía. Tengo, sí, un epicureísmo a mi manera: gocen todo lo posible el alma y el cuerpo sobre la tierra, y hágase lo posible para seguir gozando en la otra vida”.
Juan José Téllez |