En todo fenómeno festivo, sea o no en torno a símbolos explícitamente religiosos, existen varias dimensiones interconectadas, aunque no coincidentes: la dimensión de los significados simbólicos, muchas veces diversos y a diferentes niveles de profundidad; la dimensión sociopolítica, que refiere al papel de cada fase y elemento del ritual respecto al orden social y los valores de los grupos que controlen el poder; la dimensión económica, siempre existente pero hoy con mucha mayor importancia que en épocas pasadas, debido a la mercantilización de la vida social que ha hecho que no pocos rituales se estén convirtiendo en espectáculos de consumo para turistas; y la dimensión estético-expresiva, integrada por los elementos significantes, por los estímulos sensoriales de diverso tipo que definen un contexto como festivo produciendo la movilización emocional. De forma simplista, no pocos consideran que, en último término, todas estas dimensiones, o al menos sus elementos fundamentales, pertenecen al ámbito ideológico. Así, desde posiciones marxistas reduccionistas, las fiestas, sobre todo los rituales religiosos, serían instrumentos alienadores cuya función fundamental es la de ocultar las contradicciones sociales y conseguir la sumisión de los sectores dominados. Paralelamente, desde posiciones ideográficas y subjetivistas, en el otro extremo, las fiestas tendrían un fondo primigenio de espontaneísmo, libertad y contacto místico y/o lúdico con lo inmanente que les daría un carácter esencialmente extrasocial, que sería el que las fuerzas sociales dominantes estarían empeñadas en desnaturalizar mediante el control ritual. Ambos planteamientos focalizan solamente, y lo hacen sesgadamente, aspectos parciales del fenómeno. Creo más útil contemplar los rituales festivos, sobre todo hoy, no tanto como fundamentalmente insertos en el ámbito ideológico –aunque lo ideológico esté sin duda claramente presente– sino en el identitario. Tanto los que poseen claras significaciones y/o significantes religiosos como los que no, representan hoy, fundamentalmente, contextos y ocasiones donde se reafirman, reproducen y redefinen identidades e identificaciones colectivas. Esta función identitaria e identificatoria de las fiestas en la actualidad se contrapone objetivamente a la función instrumental que tratan de asignarle los grupos políticos e ideológicos de poder, y choca también con el papel que trata de imponerles el Mercado, como absoluto social contemporáneo, de que sean, fundamentalmente, espectáculos de consumo. Es bien significativo de todo ello el auge actual de la Semana Santa como fiesta popular en Andalucía y aquellas ciudades y pueblos, especialmente de Cataluña, con fuerte presencia andaluza. Este auge se ha producido no pocas veces en contra de los deseos de obispos y clero y no ha tenido, al menos en principio, una relación directa con estrategias mercantiles. Refleja, sobre todo, una activación de diversos “nosotros” colectivos: a través de la participación en las procesiones –dentro de ellas o en su entorno– se identifican, reafirman o rivalizan individuos, sectores sociales, barrios y otros conjuntos sociales de nuestras ciudades y pueblos. Más que un fenómeno perteneciente al ámbito religioso, y sin negar este componente, la celebración aparece hoy estrechamente ligada al ámbito identitario, al autorreconocimiento individual y colectivo. De ahí que la posición de cada persona concreta respecto a las creencias y observancias religiosas no sea un indicador adecuado para conocer su participación o no en dichos rituales. Y lo mismo podríamos decir en relación a romerías, fiestas patronales y otras. Podría parecer extraño, e incluso contradictorio, que la acentuación actual del papel de las fiestas como referentes de identificación se dé precisamente en una época, como la nuestra, marcada por el fenómeno de la globalización. Quienes así lo creyeran, influidos por la ideología hoy dominante del globalismo, estarían dejando de lado el hecho de que nuestro mundo actual no está regido sólo por la dinámica de la globalización sino también y, a la vez, por la dinámica, opuesta y complementaria, de la localización o reafirmación de las identidades colectivas. Es en esta segunda dinámica en la que se inscribe la activación y auge de las fiestas populares, más allá de sus contenidos explícitamente ideológicos, de las instrumentalizaciones desde el poder político, y en su caso religioso, e incluso de su creciente mercantilización. Ésta, sobre todo en su vertiente de recurso turístico, forma parte de la dinámica de la globalización, por lo que se contrapone a la función identitaria. Si la contraposición se mantiene dentro de ciertos límites, ambas funciones, las que responden, respectivamente, al valor de uso identitario y al valor de cambio turístico, pueden coexistir, aunque siempre en equilibrio inestable. Pero si la mercantilización de una fiesta se sobrepone en importancia y consecuencias a la significación identitaria de ésta para la sociedad local y sus diversos grupos, estaríamos asistiendo a su conversión en espectáculo, principalmente para foráneos, con una cada vez mayor separación entre actores y espectadores, y a su transformación en simple fuente de recursos, con la consiguiente pérdida creciente de significados. Entonces, los símbolos y expresiones culturales específicos pasarían a ser elementos “pintorescos” y “exóticos” y lo que fueron, y en buena medida todavía son, en muchos lugares, procesos rituales se convertirían en “fiestas típicas”: en mercancías para ser consumidas por quienes desconocen sus significados. En el eje de coordenadas globalización-localización, las fiestas populares se encuentran hoy en una encrucijada. Los grupos que las organizan y que tienen en ellas un mayor grado de protagonismo tendrán que optar entre dos alternativas. La primera es incorporarlas plenamente a la economía de mercado convirtiéndolas en mercancías para el consumo de masas; mercancías etiquetadas con las denominaciones de “tradicionales” y “típicas”. Ello, sin duda, permitiría a muchas de ellas su permanencia sin problemas, su “éxito” consistente en una mayor brillantez de sus elementos formales. Pero, a la vez, se vaciarían de la mayor parte de sus funciones y significados. La segunda alternativa es la activación de los valores de uso de las fiestas: su valorización como contextos de reafirmación colectiva y de identificación del yo individual con alguno o algunos de los niveles del nosotros colectivo. La mayor parte de nuestras fiestas populares están avanzando en los últimos años, a la vez, en ambas direcciones. Si no se traspasan ciertos límites en la mercantilización, la coexistencia entre los efectos de ambas dinámicas seguirá siendo posible, pero estamos llegando a un punto en que, para cada caso concreto, la necesidad de optar va a hacerse inaplazable, ya que ambas lógicas no son ilimitadamente compatibles. Entonces habrá de optar, necesariamente, entre profundizar en la mercantilización o en las significaciones identitarias. Una u otra decisión harán nuestras fiestas diferentes en el futuro a como son hoy.
Isidoro Moreno Navarro |