Las fiestas andaluzas, por todo lo que tienen de exuberancia formal, de capacidad de evocar y reproducir imágenes en apariencia atemporales, por los mitos justificativos que las envuelven y por su potencialidad para integrar los más diversos referentes (danzas, vestimentas, tiempos festivos, ornatos, etc.), que las hacen diferentes de un lugar a otro aún perteneciendo a unas mismas tipologías, llaman siempre la atención entre quienes recorren Andalucía y se arriesgan a interpretar el carácter del pueblo andaluz. Aunque más que nuestras fiestas o rituales como expresión cultural, lo que más destaca, en la mayoría de las opiniones, es la predisposición de los andaluces para la fiesta, dando pie a uno de los tópicos negativos que más perdura en el tiempo.
Sin embargo, también es verdad que aquella imagen de la Andalucía de charanga y pandereta es pronto cuestionada por quienes se acercan a un conocimiento más riguroso de la realidad socioeconómica del pueblo andaluz y más respetuoso de la riqueza y complejidad de sus manifestaciones culturales. Es lo que ocurre tempranamente con el modo en que son tratadas las fiestas por el movimiento de folcloristas andaluces que se desarrolla en las décadas finales del siglo XIX. En 1883, Antonio Machado y Álvarez escribiría que "el que quiera conocer el carácter de Andalucía, verbigracia, creo que hallará muchos más elementos para su objeto estudiando las fiestas populares religiosas que se celebran en los pueblos, bien en ocasiones tan señaladas como las de Navidad, Semana Santa, Hábeas, días de San Juan, San Pedro, la Candelaria, La Purísima, la Cruz de Mayo y patronos de los pueblos, que en un libro de coplas, por más que en éste pueda encontrar saetas y algunas canciones propias de dichas festividades".
Aunque de poco sirven estos planteamientos en las interpretaciones mixtificadas que se siguen haciendo de nuestras fiestas, que tendrían su momento culmen en la instrumentalización que hace de ellas el franquismo para mantener el estereotipo de una Andalucía alegre, graciosa y despreocupada, tan alejada de la realidad social de marginación y emigración que se vive en ella durante aquel tiempo. Circunstancia que incluso se revitalizará al compás de la nueva demanda turística que se inicia en los años sesenta. Semana Santa, ferias o romerías siguen siendo descontextualizadas, exaltadas y manipuladas en un discurso en el que los andaluces son relegados a la condición de comparsas de sus propios rituales. Unas imágenes que, además, tienden a concentrarse en muy pocos referentes, contribuyendo así a la homogeneización en el imaginario colectivo foráneo de las fiestas andaluzas a partir de la Semana Santa y Feria de Abril sevillanas, a la Semana Santa de Málaga o a la romería de la Virgen del Rocío almonteña. Un cuadro que se complementaría con algunas otras fiestas, siempre consideradas como complementarias de las anteriores, como podrían ser el Corpus de Granada, las cruces cordobesas y granadinas, la romería de la Virgen de la Cabeza, de Andújar, y pocas más.
Y, sin embargo, las fiestas andaluzas se caracterizan por su extraordinaria diversidad de manifestaciones formales (dimensión estética) y significados sociopolíticos e identitarios (dimensión simbólica). Incluso dentro de una misma tipología de rituales festivo-ceremoniales, como la Semana Santa o las romerías, los abundantes matices locales o comarcales harán que cada fiesta destaque por sí misma. Ello hace que sea muy difícil establecer en pocas palabras un cuadro explicativo de su totalidad, dado que son muchas las variables cruzadas con las que nos vamos a encontrar: fiestas profanas o religiosas, sistemas organizativos (mayordomías, hermandades, cofradías), universos sociales que representan (supracomunales, comunales, barrios, gremios), tipologías formales (carnavales, Semana Santa, romerías, veladas), ciclos estacionales con los que se vinculan, o costumbres y tradiciones que recrean amparándose en las variables anteriores: danzas, fiestas de moros y cristianos, fiestas de toros.
Fiesta y sociedad. Pero, por encima de estas clasificaciones formales, el principal activo de las fiestas y rituales andaluces es su capacidad para mostrar de forma precisa un nosotros como colectividad, con sus aciertos y contradicciones. No hay fiesta que no ponga de manifiesto el papel jugado por los diferentes grupos sociales que conforman la sociedad local: clases sociales, unidades territoriales en las que se subdivide (barrios, pueblo), actividades gremiales (más en el pasado que en el presente) y condición étnica, de género y de edad.
Esta capacidad para permitir la visualización, año tras año y en los mismos tiempos y espacios de encuentro, de las permanencias y cambios ocurridos en las sociedades locales es la que nos explicaría en gran medida el valor que se asigna en cada población a la permanencia o no de sus fiestas tradicionales. Su análisis en función de sus posibles agrupaciones tipológicas o riqueza de sus manifestaciones formales debe compaginarse con la interpretación de estos significados sociopolíticos: según reflejen y legitimen simbólicamente, de forma directa, el orden social y los valores dominantes, o bien lo cuestionen y reinterpreten.
Entre los rituales que manifiestan y legitiman el orden social existente siempre se citan como arquetipo las procesiones cívico-religiosas de la fiesta del Corpus, un ritual que, sobre todo debido a sus implicaciones institucionales, se mantiene vigente en gran parte de Andalucía. El desfile ordenado de los representantes de las diferentes instituciones civiles (ayuntamiento, universidades, maestrantes), religiosas (cabildo catedralicio, párrocos, hermandades) y militares, expresa y visualiza el orden jerárquico ideal que ha de regir la comunidad.
Aunque la norma no será tanto encontrarnos con rituales donde se explicite de forma tan nítida el orden y valores ideológicos y sociales dominantes, sino rituales y fiestas en las que, de una forma u otra, se juegue con la ambivalencia entre la reafirmación de estos órdenes dominantes y una expresiones populares que enfatizan otro tipo de valores más particulares e incluso contrarios a los primeros.
Es lo que ocurre con los carnavales. Considerada la fiesta profana por excelencia, tiene una gran importancia y participación popular en el mundo rural y urbano andaluz hasta la Guerra Civil, con una rica y variada gama de manifestaciones culturales: juegos (corros), cantos específicos, máscaras, gastronomía; además de las correspondientes coplas satíricas referidas a los acontecimientos del año, con especial referencia a lo ocurrido a personajes de la propia localidad. Una significación y contenidos que se han recobrado plenamente en aquellos lugares, como Cádiz, Isla Cristina y otros, en que el carnaval nunca se pierde totalmente pero que sólo ha resurgido en parte en otras ciudades y pueblos en que la fiesta se recupera tras las prohibiciones y represión del periodo franquista.
En medio, entre los rituales del Corpus y las fiestas de carnaval, se situaría esa banda ancha de rituales y festividades en las que no es tan claro distinguir qué valores sociales se manifiestan, legitiman o impugnan en cada momento, y en la que los valores sociales que se priorizan pueden variar según qué momentos del ritual.
Es relativamente frecuente que en el desarrollo de los actos festivo-ceremoniales, de un modo u otro, haya ocasiones en las que se ceda el protagonismo simbólico a colectivos que no lo tienen habitualmente, o que difícilmente pueden expresarse como tales grupos sociales definidos en la vida cotidiana. Las romerías suelen crear momentos propicios en este sentido: los tiempos en los que se permanece en los santuarios, los rituales desarrollados en su entorno, y, sobre todo, los caminos de ida y vuelta a ellos, o las traídas y llevadas de los iconos religiosos, son vividos como ocasiones de intenso y confuso contacto con las imágenes-símbolo colectivos. Ello explica que, al ser los tiempos y lugares de mayor condensación simbólica, sean los elegidos por numerosas personas para cumplir las promesas hechas a las imágenes devotas y por muchos emigrantes para volver a sus lugares de origen y reproducir la pertenencia a la comunidad.
Momentos simbólicos de este tipo se pueden observar en no pocos rituales andaluces, en los que se produce una apropiación aparentemente caótica de la imagen por parte de un sector de la colectividad, con comportamientos claramente contrarios al sentido del tratamiento formal que han de recibir, según la ortodoxia, los iconos sagrados, y de las prerrogativas que poseen en los contextos públicos las instituciones que rigen la colectividad. Pero, en contraste con estas situaciones de comunitas fuertemente emotivas, pocos momentos son tan explícitos de la recomposición simbólica del sentido del orden institucionalizado que los que suceden cuando los romeros vuelven a los pueblos: las imágenes se detienen a la entrada de éstos, se las limpia, se cambian las flores y no pocas veces las andas y ornamentos, y harán acto de presencia, reclamando su protagonismo, los representantes de las instituciones políticas y religiosas que ocuparán lugares preeminentes en la procesión ordenada en la que ahora se transforma el acto romero.
Significados. Ninguna fiesta se mantiene por sí misma, sea cual sea la riqueza y singularidad de sus significantes, de sus manifestaciones formales: antigüedad, valores históricos o artísticos de los iconos, bailes, trajes tradicionales, música, belleza de los lugares en los que se desarrolle... Son sus dimensiones simbólicas las que dotan de significado y garantizan la reproducción de las fiestas. Unas dimensiones que no obvian otras funciones y utilidades sociales muy precisas: cultos religiosos a imágenes protectoras, actividades comerciales, tiempo de encuentro y ocio colectivo propiciatorio de otras muchas actividades sociales fundamentales para el desenvolvimiento de la colectividad... Pero son funciones que pueden ser desarrolladas en otros contextos sociales, por lo que son los componentes simbólicos los que determinan su esperada reproducción cíclica, año tras año.
Los rituales festivo-ceremoniales renuevan los valores sociales compartidos, permitiendo la autopercepción diferenciada de cada colectivo o comunidad social; lo que no invalida el hecho de que en su desarrollo se puedan manifestar, tal y como se ha indicado, la diversidad de posiciones no necesariamente igualitarias que ocupan en la realidad cotidiana quienes participan en la fiesta en razón de sus condiciones de clase, edad o género. Pero según de qué fiesta se trate se primarán de forma inequívoca unos determinados valores dominantes a los que se supeditarán las demás variables internas, ya sean valores de parentesco, pertenencia vecinal, supracomunal, étnica, de género...
Si un colectivo carece de alguna ocasión festiva de autorrepresentación, ello significará que es sólo un agregado social pero no una unidad social diferenciada. La desaparición de una fiesta indica que el colectivo que la protagonizaba y hacía de ella su expresión identificatoria ha dejado de existir como tal, o carece ya de la capacidad de autorreproducción diferenciada en el nuevo entramado socioeconómico de la sociedad local; o bien refleja que ya no satisface las funciones sociopolíticas y simbólicas para las que fue creada o adquirió en el transcurso del tiempo. Por el contrario, la creación de una nueva fiesta (velada, procesión, jornadas festivas con muy diversas justificaciones formales), la recuperación o revitalización de un ritual desaparecido, o la reclamación del derecho a ser tenidos en cuenta en los complejos festivo-ceremoniales ya existentes (por ejemplo, la emergencia de nuevas cofradías en lugares nuevos de ciudades y pueblos, o la reclamación de nuevas barriadas o calles de ser incluidas en recorridos procesionales o de cabalgatas de reyes), son acciones que indican explícitamente el surgimiento o revitalización de una determinada colectividad social que se percibe como tal.
Así pues, todos los cambios que están afectando a nuestras fiestas son reflejo de las trasformaciones de la sociedad y la cultura andaluzas. Es en este sentido como hay que interpretar la significativa transformación (simplificación de los actos y tiempos rituales, desplazamiento de las fechas de celebración) o incluso desaparición de un importante número de rituales tradicionales a partir de los años sesenta, al compás de las profundas transformaciones de la estructura social andaluza (emigración, abandono del mundo rural, transformaciones tecnoeconómicas). Pero, a la vez, también estamos asistiendo a un interesante proceso de revitalización e incluso expansión de determinados rituales (romerías, Semana Santa, ferias) e incluso de recuperación de rituales desaparecidos en un tiempo en el que muchos de ellos eran vistos como sinónimos de ruralidad y reflejo de costumbres trasnochadas y ahora se reivindican en clave de identidades locales: cruces de mayo, fiestas de moros y cristianos, candelorios" Procesos que están afectando, sobre todo, a las fiestas de carácter comunal. No se puede entender la cultura andaluza sin tener en cuenta el valor que ha tenido y tiene el sentimiento de pertenencia a la comunidad simbólica representada por la localidad de origen. En el sistema festivo-ritual de toda población andaluza, con una mayor o menor potencia y salvo excepciones (sobre todo de pequeñas poblaciones en las que puede faltar alguno de estos componentes) que no invalidan la norma general, nos encontraremos la Semana Santa, la feria o fiestas mayores, y los cultos y festejos en torno a una imagen religiosa de carácter comunal, generalmente un patrón o patrona, que muchas veces es festejada en romería.
Imágenes. Es importante resaltar el enorme significado simbólico que ha tenido y tiene en nuestra cultura la elección de una imagen como símbolo identificatorio comunal, en torno a la cual se vertebra una parte significativa del sistema festivo-ceremonial de la comunidad. Los rituales y actos festivos que se celebren en su honor tendrán siempre un fuerte carácter integrador, definiendo e identificando simbólicamente al pueblo que lo celebra. Las advocaciones y modo de celebración pueden adoptar diferentes formas, pero invariablemente va a ser a través de la participación en estas fiestas donde se manifieste y renueve año tras año el sentimiento de autopercepción como colectividad, como comunidad, hasta el punto de que será la ocasión para convocar a los que no residan habitualmente en la población o han tenido que emigrar de ella; que de este modo, con su presencia en el tiempo ritual, ratifican y testimonian el deseo de seguir perteneciendo a la comunidad, y de seguir siendo considerados parte de la misma.
También las fiestas tienen una importante función como marcadores étnicos andaluces. No sólo en sus expresiones formales y significados compartidos se establece una clara diferenciación con otros rituales festivo-ceremoniales homónimos de otros lugares (es conocida la frecuente comparación y contraposición entre las Semanas Santas andaluza y castellana), sino que estas fiestas y rituales, y los símbolos con los que se asocian, han sido elegidos por los emigrantes andaluces como expresión cultural privilegiada para manifestar su identidad étnica. La Feria de Abril, a imitación de la sevillana, que concentra cada año a decenas de miles de personas en Barberá del Vallés, las celebraciones de Semana Santa en Madrid, Barcelona, L"Hospitalet de Llobregat y otros lugares de Cataluña, las numerosas romerías del Rocío en diferentes lugares de Cataluña y Valencia, las romerías de carácter local que organizan los emigrantes procedentes de un mismo pueblo, reflejan con rotundidad este hecho. Como también es evidente el carácter de fiestas de reproducción de identidad andaluza que han llegado a alcanzar, en lugares con fuerte inmigración andaluza, fiestas de tipo cívico-político como el Día de Andalucía "a veces ocasión de romerías laicas u otros actos de confraternidad étnica" y otros contextos en torno a expresiones culturales como el flamenco o las sevillanas. [ Juan Agudo Torrico ].
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