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TÉRMINO
- GANIVET, ÃNGEL
  ANEXOS
 
  • El porvenir de España  Expandir
  • Se dice que la prosperidad material trae la cultura y la dignificación del pueblo, mas lo que realmente sucede es que la prosperidad hace visibles las buenas y las malas cualidades de un pueblo, que antes permanecían ocultas. Si no se tiene elevados sentimientos, la riqueza pondrá de relieve la vulgar grosería y la odiosa bajeza; y en España, cuyo flaco es la desunión, si no inculcamos ideas de fraternidad, el progreso económico se mostrará en rivalidades vergonzosas. Hay familias pobres que se quitan el pan de la boca para dar carrera al niño, que salió con talento, y algunos de estos niños, en vez de ayudar después a los suyos para que se levanten, se apresuran a volver las espaldas. Yo conocí a un estudiante aventajado, hijo de una lavandera, que cuando se vio con su título de médico en el bolsillo, llegó hasta a negar a su madre. Algo de esto ocurre en nuestro país.
    He estado tres veces en Cataluña, y después de alegrarme la prosperidad de que goza, me ha disgustado la ingratitud con que juzga a España la juventud intelectual nacida en este período de renacimiento; a algunos les he oído negar a España. Y, sin embargo, el renacimiento catalán ha sido obra no sólo de los catalanes, sino de España entera, que ha secundado gustosamente sus esfuerzos. En las Vascongadas sólo he estado de paso; pero he conocido a muchos vascongados; los más han sido bilbaínos, capitanes de buque, y éstos son gente chapada a la antigua, con la que da gusto hablar; los que son casi intratables son los modernos, los enriquecidos con los negocios de minas, que no sólo niegan a España y hablan de ella con desprecio, sino que desprecian también a Bilbao y prefieren vivir en Inglaterra. El motivo de estos desplantes no puede ser más español; es nuestra propensión aristocrática: en cuanto un español tiene cuatro fincas necesita hacer el señor; vivir lejos de sus bienes, contemplándolos a distancia y cobrando las rentas por mano de un administrador.
    De lo peligrosa que es esta manía, sírvanos de ejemplo lo que nos acaba de pasar. La cuestión cubana ha sido cuestión económica, como usted dice [Unamuno]; pero lo que conviene también decir es que en ella no hemos sido tan egoístas como decían los Tirteafueras, que a cada momento nos reconvenían para no dejarnos comer a gusto. España no podía ser mercado para los productos de Cuba, pero le abrió el mercado de los Estados Unidos, ofreciendo a éstos en compensación ventajas que nadie ha querido tomar en cuenta, porque no hay peor ciego que el que no quiere ver. Era una reciprocidad por carambola con la que sólo conseguimos pasarle al gato la sardina por las narices. Pusimos la vida económica de Cuba en manos de la Unión, y ésta pudo entonces emplear su sistema de herir solapadamente y condolerse en público de la crisis cubana, del mismo modo que después alimentaba en secreto la insurrección y abiertamente se queja de sus estragos. Hemos repetido la prueba de El curioso impertinente con la circunstancia agravante de que el marido curioso del cuento tenía confianza en su mujer y en su amigo, en tanto que nosotros sabíamos que entre ellos mediaba cierta intimidad sospechosa.
    En esta experiencia me fundo yo para que no vuelva España jamás a buscar mercados de préstamos para nadie ni a ligar el porvenir de ninguna región española a extrañas voluntades. Nuestra salvación económica está en la solidaridad, porque dentro de España se pueden formar con holgura los centros consumidores, exigidos por las industrias, que en la actualidad tenemos. Si las regiones que van logrando levantar cabeza, vuelven las espaldas al resto del país, despreciándolo porque es pobre, que lleven la penitencia en el pecado. Las colonias han detenido el desarrollo de España. Éramos una nación agrícola hasta hace poco y una nación colonizadora debe de ser industrial, para asegurar así el cambio de productos. España se transformó demasiado tarde y se quedó entre dos aguas, y en sustancia las colonias sólo han servido para crear industrias que necesitan del amparo del arancel y para retrasar el desenvolvimiento agrícola del país. La mejor solución, pues, en estos momentos, no será la proteccionista ni la librecambista, porque estas palabras son no más que fórmulas del egoísmo. Cada cual es proteccionista o librecambista según lo que compra o vende, no según sus convicciones doctrinales; lo mejor será, como he dicho, la solidaridad. Sin perjuicio de buscar salida al excedente de nuestra producción, lo que más debe de preocuparnos es producir cuanto necesitemos para nuestro consumo y alcanzar un bien, a que pocas naciones pueden aspirar: la independencia económica.

    Ángel Ganivet
    De extracto de la segunda carta abierta a Miguel de Unamuno, publicada en El defensor de Granada en 1898.
  • Pasión, sentimiento y entusiasmo  Expandir
  • Unamuno dio en el clavo al definir a Ángel Ganivet como “hombre de pasión, de pasión más que de idea”, “gran sentidor, sentidor más que pensador”. Pues el granadino intentó durante toda su vida hacer filosofía y lo que hizo sin embargo fue poesía. No tuvo la muerte resignada y apacible de Sócrates y Séneca, que posaban para la posteridad con las túnicas planchadas, sino la muerte aparatosa de los románticos y de los que se salen del mundo metiendo ruido, sin importarles poco ni mucho el perfil con que en el futuro les va a sacar en los libros.  
        Ganivet vivió, sintió y se dolió de la miseria espiritual y política por la que España estaba atravesando a finales del siglo XIX. Se involucró en la denuncia de las causas de la ruina nacional, aunque también dio soluciones que, a más de un siglo de distancia, se nos antojan hoy poéticas. Frente a los idealistas de izquierda como el krausista Francisco Giner de los Ríos, y a los neotomistas de derechas como el obispo Ceferino González, Ganivet se inventó una antropología filosófica a partir de la historia de España, pero echándose al monte de la mística.
        La regeneración del país a costa de europeizarlo no fue en absoluto la intención de Ganivet ni tampoco la de Unamuno al principio. Porque si la Generación del 98 consiste en poner al día a España sintonizándola con las corrientes liberales o socialistas, o en vincularla al nacionalismo centralizador de moda en Europa, o en abrirla al cientificismo, a la industrialización y al sufragio universal, Ganivet no fue Generación del 98. Pero si pasamos de la europeización de España, a la españolización de Europa, entonces Ganivet y Unamuno son el mismo noventayochismo.
        Ganivet escribió dos novelas aparte del Idearium, el ensayo por el que es más conocido; dos novelas de tesis; la primera es la mejor, la que se titula La conquista del reino de Maya por el último conquistador español, Pío Cid, y es una alegoría satírica de la anexión del Estado libre del Congo por Leopoldo II de Bélgica en 1893. La broma consiste en que los afanes del protagonista por europeizar las costumbres de Maya acaban con la natural felicidad de sus habitantes.
        Europa no es la solución. La salida de la crisis pasa –a juicio del granadino– por recuperar los grandes ideales que animaron a la sociedad española hasta que, a comienzos del siglo XIX, la Revolución Francesa agostó su creatividad, su fe y su lírica. Las “ideas madres” de los españoles hasta la malhadada Revolución fueron la exaltación de la religión, el respeto a los reyes y un señorío caballeresco a la hora de defender y extender la patria y la Iglesia. Y a resucitar precisamente dichas ideas a través de la educación se aplica el programa regeneracionista del Idearium español.
        Antes, sin embargo, del Idearium, está Granada la bella, donde Ganivet sueña con una ciudad ideal y utópica. Allí explica que la esencia mística de la ciudad viene de la sensualidad que los musulmanes trajeron importada y, una vez que ha equiparado lo místico con lo español, concluye que los granadinos son los más místicos del país por su pasado cristiano y árabe.
        Piensa Ganivet que contra esta esencia mística de la ciudad combaten, no sólo los centralismos que transforman las capitales antiguas en metrópolis cosmopolitas despersonalizadas, sino las intenciones de los progresistas granadinos de ensanchar las calles o sustituir la luz tenue y el brasero por la bombilla eléctrica. Y son precisamente estos detalles los que, cuando aparecen a cada paso, causan en los lectores de hoy ese ingenuo estupor que los lleva a tomarse Granada la bella como un pregón lírico, y no como un manifiesto de regeneracionismo político y cultural viable. Que tal era el deseo de Ganivet.
        Por fin, en 1897 aparece el Idearium. Y por la fecha podría creerse que Ganivet es todo un precursor de la Generación que toma su nombre del año siguiente; podría creerse si no lo hubiera desautorizado rotunda y vehementemente –como era costumbre– el propio Miguel de Unamuno en el prólogo de 1912 a El porvenir de España: “Cuando Ganivet publicó su Idearium español, hacía ya algún tiempo que había publicado yo en La España Moderna, en los números de los meses de febrero a junio de 1895, mis cinco ensayos En torno al casticismo, en los que se encuentran, en germen unas veces y otras desarrolladas, no pocas ideas del Idearium. Es decir, y lo digo redondamente y sin ambages, que si entre Ganivet y yo hubo influencia mutua fue mucho mayor la mía sobre él que la de él sobre mí”.
        Una vez aclarada, pues, la paternidad de la Generación del 98, cabe hacerle justicia a Ganivet advirtiendo que las tesis del Idearium ya le rondaban por la cabeza desde hacía años, y que rebuscó materiales de su adolescencia con que colorear sus conceptos. Desde su pasado de molinero, por ejemplo, le llega esa admirable distinción que hace en el Idearium entre “ideas redondas” e “ideas picudas”. “Yo he sido molinero –escribe–, y a fuerza de ver cómo las piedras andan y muelen sin salirse nunca de su centro, se me ocurrió pensar que la idea debe de ser semejante a la muela del molino, que sin cambiar de sitio da harina, y con ella el pan que nos nutre, en vez de ser como son las ideas en España, ideas picudas, proyectiles ciegos que no se sabe a dónde van, y van siempre a hacer daño.”
        La salvación de España ya queda dicho que pasa por traer de nuevo a la vida esas “ideas madres” que forman el carácter nacional, y que son a su vez configuradas por la tierra, el clima, la historia, el contacto con otros pueblos, la calidad del suelo o la distancia al mar. Pero España, debido al influjo musulmán, además de gozar de una fina sensibilidad, también corre el riesgo de caer en el fanatismo, y así lo señala sin complejos Ganivet: “el mismo espíritu que se elevaba a los más sublimes conceptos creaba instituciones formidables y terroríficas; y cuando queremos mostrar algo que marque con gran relieve nuestro carácter tradicional, tenemos que acudir, con aparente contrasentido, a los autos de fe y a los arrebatos de amor divino de Santa Teresa” (Idearium).
        Después del Idearium, todavía en 1898 pudo pulir más sus ideas en la muela de la discusión epistolar con Miguel de Unamuno. Producto de aquella molienda de ideas y argumentos fue El porvenir de España, un duelo dialéctico en el que la cortesía no solapa en ningún momento las convicciones de cada uno de ellos, ni les impidió tampoco aprovechar cualquier punto flaco para acorralarse mutuamente. Ganivet insiste en que la solución a la abulia creativa que sufre la sociedad española está en recuperar los distinguidos ideales que la han sostenido, y no tanto en enriquecerla porque “el valor del dinero depende de la aptitud que se tenga para invertirlo en obras nobles y útiles”. Unamuno, metido por aquel entonces en vena socialista, le replica que son las organizaciones sociales las que cambian las ideas, y que aquéllas se transforman o no se transforman obedeciendo a leyes económicas.
        La posteridad de Ganivet ha sido la misma que la de los poetas, la misma que la de quienes –con pasión, sentimiento y entusiasmo– aciertan a describir el mundo, pero a los que nadie después les hace caso para transformarlo.

    Alberto Guallart
  • Libertad municipal  Expandir
  • La lucha por la libertad municipal tiene su sitio marcado: la ciudad misma, donde se aspira á esa libertad. Para explotar una mina no se echan discursos en ningún Parlamento; hay que cavar hondo allí donde está el filón. Si una ley general concediera la autonomía á todos los municipios, muchos de ellos, por su ineptitud desacreditarían el sistema y caeríamos en errores pasados. Así pues, la ciudad que pretenda vivir su vida propia, gozar de la libertad de sus movimientos, debe esforzarse por ser de hecho tal como desea ser considerada por las leyes. Hoy no es concebible que nuestras Cortes dieran leyes de excepción en favor de las ciudades que fuesen dignas de administrarse á sí mismas; pero es porque apenas existe alguna de esas ciudades; si hubiese muchas, la realidad se haría ver áun de los más ciegos. No hace mucho España entera se ha inclinado ante una sola provincia representada á la antigua usanza. El Gobierno atendió á Navarra mientras á los demás no nos hacía caso; y el Gobierno llevaba razón. Un niño no es un hombre.
    Para mí la clave de nuestra política debe de ser el ennoblecimiento de nuestra ciudad. No hay nación seria donde no hay ciudades fuertes. Si queremos ser patriotas no nos mezclemos mucho en los asuntos de política general. Aquella ciudad que realice un acto vigoroso, espontáneo, original, que la muestre como centro de ideas y de hombres que en la estrechez de la vida comunal obran como hombres de Estado, tenga entendido que presta á su nación un servicio más grande y duradero que si enviara al Parlamento una docena de Justinianos y otra docena de Cicerones. Acaso peque yo de iluso en esta materia; pero he vivido en antiguas ciudades libres que hoy conservan aún gran parte de su libertad y me enamora su plenitud de fuerzas, su concepción familiar de todo cuanto está dentro de los muros, como si estos fueran los de una sola casa, la fe y confianza del ciudadano en su ciudad. Granada puede acometer empresas, que además de ser en bien de todos, sean productivas; pero ¿qué ha de hacer más que implorar al Gobierno, si carece de recursos? Si se dirigiera á sus mismos habitantes, ¿á quién inspiraría confianza? Poca se tiene en el Estado; pero en la Ciudad, ninguna. En cambio hay muchas ciudades libres, donde es un peligro el exceso de confianza. El ciudadano tiene fé en la nación; pero mucha más en su ciudad; porque á esta no pueden desmembrarla. Cuando tiene ahorros los entrega antes al Municipio que al Estado, sin ventaja ninguna para sus intereses, sólo porque así le parece que todo queda dentro de casa. Hay divisiones y luchas, pero siempre como certámenes, para ver quién lo hace mejor; nuestros combates son riñas de gallos, en que se va a ver quién hace más daño a quién.
    Si Granada consagrara todas sus fuerzas á la restauración de la vida comunal, no sólo prestaría un servicio al país y obtendría bienes materiales, sino que al calor de esa nueva vida brotaría su renacimiento artístico; una ciudad que tiene vida propia, tiene arte propio, como lo tuvieron las ciudades de Grecia; Italia, ó los Paises Bajos; y si nuestras municipalidades no conocieron un grado tal de florecimiento, fue porque España se constituyó en nacionalidad, mientras Italia y los Países Bajos continuaban en agrupaciones diversas, dominadas hoy por unos, mañana por otros, y siendo en realidad más libres que sus dominadores. El verdadero progreso político está en conservar las nacionalidades, y dentro de ellas las ciudades libres, como focos de fuerza material é ideal. Y luego los resultados no pararían ahí. Esas regiones que se pretende formar artificialmente con funciones políticas innecesarias, se formarían de hecho cuando una ciudad ejerciera su natural atracción sobre otras que reconocieran voluntariamente su supremacía; y nuestra ciudad podría ser un gran centro intelectual ya que no conviene que sea un pequeño centro político.

    Ángel Ganivet

    De Granada la Bella.
  • La Cofradía del Avellano  Expandir
  • En todos los momentos de su obra, había prendido el alma de Granada y los admiradores de su espíritu, habían hallado en él el eje de un renacimiento intelectual granadino. Así, cuando a Granada viene, en ocasiones distintas, le rodea el amor de sus amigos, en un deseo vehemente de comunicación y de enseñanza y así se estrechan los lazos cordiales que a los hombres de entonces le unieron y se condensa en aquel grupo de hombres, el amor a la Ciudad y la devoción a las ideas.
    Es entonces, cuando adquiere su vida, corta, interrumpida trecho a trecho, la Cofradía del Avellano, Sociedad sin socios, lugar de reunión sin local, centro de ideas sin estatutos que las reglamenten.
    En ese algo que sin saber cómo, ha quedado aferrado al hondón de nosotros del espíritu de Grecia, no de la Grecia de la Laconia autoritaria y guerrera, sino de la Grecia apacible, serena y armónica del Ática inmortal, tuvo su origen la Cofradía del Avellano. En el vivo deseo de comunicación ciudadana, en la adoración a la Naturaleza, en la construcción ideal de la Ciudad; un concepto ateniense, idolátrico, de la Ciudad que creó una y otra Escuela de filósofos y que, al cabo, fueron ellos los que crearon la Ciudad misma que los engendró.
    El alma de Granada, diluida en el aire, en la luz y en los rumores, había dado vida a una ferviente adoración y aquellos hombres rendían a aquel alma su culto y buscaban hacer del pensamiento granadino, altar de sacrificio para ella y en la ciudad viviente, Acrópolis sagrada donde asentar esos altares. Así, la Cofradía, allí reunida, bajo el fresco verdor de las avellaneras, apagadas de silencio y acariciantes de sombra; a la vera de la fuente de las canciones monótonas y susurrantes del Avellano; bajo el azul del cielo que se moja en el Darro y lo entona con la melancolía de su noche total e infinita; en aquellos lugares, altos de monte, recogidos de valle, heridos de luz y rumorosos de silencio; junto a aquella fuente de las aguas tranquilas, que se derraman como la Vida en el espacio, se contaba sus ansias y laboraba por el Ideal. Bella evocación de los divinos diálogos de Sócrates el maestro, que cayéndose en el alma expectante de Platón, se expandían en el aire de Grecia, como una reacción de ella, porque fuera de allí, no podría nunca haber rimado así el espíritu, ni meditado tan a tono con el ritmo su sentir.
    He aquí, que pudo ser una Escuela de filósofos, esta Cofradía fugitiva e interrumpida. Pero perdido Ganivet, sólo ha quedado el ruido del aleteo de su alma, inquieta e inmortal (...)


    Antonio Gallego Burín
    De Antología. La Granada de Gallego Burín (Cristina Viñes Millet).
 
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