uando las primeras aguas se precipitan hasta un roquedal cerrado y umbrío, perdido en la aspereza de la sierra de Cazorla, el Guadalquivir es apenas un hilo que corretea entre pedregales y que aguarda el caudal de otras fuentes para cobrar un mínimo aliento de vida. El río recién nacido no intuye las aventuras que su descenso le deparará, ni sospecha las culturas que bañarán sus aguas, las ciudades que encontrará a su paso, los paisajes por descubrir, los cielos azules, algodonados y blancos que lo cubrirán, el olor de los bosques y las riberas, el dulzor de su juventud y la sal de su vejez. Como un resumen de aguas mínimas y serpenteantes, el Guadalquivir desciende con la ingenuidad y la confianza del que acaba de ver la luz por primera vez. En sus primeras edades, el río mayor de Andalucía está protegido por las sierras de Cazorla, Segura y Las Villas, que ejercen como una madre protectora y desprendida. El río encara su juventud por las tierras olivareras de Jaén, y alcanza su madurez cuando besa las orillas de Córdoba, la ciudad a la que debe sus primeros nombres y leyendas. En Sevilla, el Guadalquivir es un río adulto y bebe los aromas oceánicos evocando episodios de hallazgos y descubrimientos, de suntuosas riquezas y de cantes de ida y vuelta. Ya rendido y longevo, sus aguas acabarán sin remedio en el delta salado que el Atlántico le abre entre Sanlúcar de Barrameda y las costas vírgenes de Doñana, invitándolo a una muerte serena y antillana, con alegres funerales trenzados con soles y olas añiles. Estas aguas del Guadalquivir son las mismas en las que bebieron los poetas Jorge Manrique y Francisco de Quevedo en su retiro de Segura de la Sierra; las aguas que pasearon Francisco de los Cobos y Andrés de Vandelvira en la Úbeda del XVI; las aguas que cruzó Publio Cornelio Escipión durante la batalla de Baécula, allá por el siglo II antes de Cristo; las aguas en las que se inspiraron Séneca y Lucano en su Córdoba natal; las aguas donde Miguel de Cervantes halló el reflejo de la Sevilla opulenta y colonial; las aguas, en definitiva, donde los hombres escribieron algunas de las páginas más memorables de la historia del mundo. De los libros escolares guardamos el recuerdo de aquella lección que nos enseñó el lugar donde el Guadalquivir nace. Sus primeros chorros aparecen en el paraje de la cañada de las Fuentes, a los pies del cerro Navahonda, a más de 1.400 m. de altura. En los meses de lluvia y primavera las nubes y el deshielo donan al río las aguas que los veranos calurosos le niegan. En ocasiones, en los primeros días de otoño el caudal es mínimo o está por completo seco en su superficie. Tiempo después, conforme los días pasan y los cielos vuelven a ser generosos, reúne sus fuerzas para volver a bullir en el abrigo de los altos y rectos cortados que le ven nacer, entre bosques prístinos, de pinos centenarios, sabinas, tejos y arces. Antes de que el Guadalquivir caiga hasta sus bosques galería las rocas lo perfuman con la Viola Cazorlensis, un narciso que florece entre fisuras, y que por abril y mayo desnuda sus aterciopelados pétalos. Las páginas del renacimiento. Úbeda y Baeza son dos emblemas de la historia en mitad de un inmenso océano de olivos. Esparcidas en el corazón de la provincia de Jaén, frente al Valle del Guadalquivir y las azuladas montañas de Sierra Mágina, las ciudades más monumentales de la alta Andalucía parecen ancladas en el tiempo, paralizadas en un momento muy concreto de la historia en que el hombre, como centro del universo, consagró su vida a buscar la belleza en la cultura y el arte. Úbeda y Baeza representan el más vivo ejemplo del Renacimiento humanista español. Sus calles y plazas son un testimonio directo del siglo XVI. Penetrar en ellas es viajar por el tiempo, en aquellas décadas en que Úbeda era el prototipo de la ciudad donde florecía la arquitectura privada y el poder civil, y Baeza la sede de una rica ingeniería pública, amparada por el clero y por una de las primeras universidades andaluzas. Úbeda vio nacer a don Francisco de los Cobos, que llegó a ser secretario de Estado del emperador Carlos I y consejero personal de su hijo Felipe II. De los Cobos fue un príncipe del Renacimiento. Su ambición, su apego por los nuevos vientos del antropocentrismo, sus aspiraciones a perdurar en la historia le llevaron a traer hasta su ciudad al arquitecto Andrés de Vandelvira, autor de la mayor parte de los edificios erigidos en la plaza Vázquez de Molina, una de las más bellas plazas públicas de Europa. En ella, Vandelvira proyectó la sacra capilla de El Salvador del Mundo, el mausoleo civil más imponente de España donde descansa Francisco de los Cobos y su esposa María de Mendoza bajo un lema familiar que dice así: “La fe, el trabajo y la diligencia dan éstos y mejores frutos”. Junto a El Salvador fue construido el palacio del Deán Ortega, convertido desde 1931 en el segundo parador de turismo de España. El palacio de las Cadenas, que en la actualidad acoge el ayuntamiento, es el más iluminado ejemplo de la arquitectura civil palaciega del Renacimiento en España, al igual que el Hospital de Santiago, que se halla en la ciudad extramuros y que hoy presume de ser uno de los centros culturales más dinámicos de Andalucía. Úbeda y Baeza, separadas por tan sólo ocho kilómetros, son dos ciudades muy distintas de aquellas otras que salpican la geografía andaluza. Se diría que tienen más que ver con la seriedad castellana, con su adustez y sobriedad que con la luminosidad que la tautología nos ha hecho creer ver en el sur. Baeza, además, es una ciudad tímida, íntima, poética. En ella, en la Antigua Universidad, impartió don Antonio Machado clases de gramática francesa entre los años 1912 y 1919. Se cuenta que paseaba todas las tardes por la plaza de la Catedral, a la sombra de su gran campanario, y que recorría el laberinto de calles que hoy salen al paseo que lleva su nombre. Allí debió encontrar la inspiración para muchos de sus poemas, entre ese vacío difuso que separa el mirador de de las montañas amoratadas de Sierra Mágina, brumosas por los vapores que el río exhala en lo más profundo del valle, oculto por los campos de olivares, por los caseríos blancos, por el rumor de los labriegos a lo lejos. Cerca de donde don Antonio dio clases, frente al palacio de Jabalquinto, se alza la iglesia románica de la Santa Cruz –la única muestra que Andalucía posee de este estilo arquitectónico norteño, tan impropio en tierra de sarracenos–. El palacio de Jabalquinto, que hoy es un centro universitario que recupera la tradición académica que la ciudad mantuvo en el siglo XVI, exhibe una de las más bellas portadas gótico-isabelinas de Andalucía. Y cerca de él, entre las calles que suben y bajan por el seminario de San Felipe Neri, Baeza se desdobla, se enmaraña, se imbrica de tal modo que el caminante, aturdido y extasiado, cree pasear la ciudad medieval recuperada cinco siglos atrás, la misma que Vandelvira debió conocer cuando trabajó en el proyecto interior de la Catedral. Las orillas en Andújar. La carretera que sigue el rastro y las curvas del Guadalquivir deja a un lado Andújar. Un puente de sillares romanos comunica las dos orillas. A un lado, la campiña, y al otro, Sierra Morena. Una maraña de avenidas y alamedas conduce hasta el centro de la ciudad, donde la plaza de España tiene un aroma muy andaluz, esplendente y más propio de la Baja Andalucía que de estas geografías poéticas y esquivas. En primavera la plaza de España está perfumada con el azahar de los naranjos. Las puertas de la plaza abren a modo de arcos triunfales frente a un ayuntamiento ancho y señorial que en otro tiempo fue casa de comedias. A su lado se alza la iglesia de San Miguel, cuyas cubiertas de inspiración mudéjar atesoran capillas pequeñas donde se venera un catálogo de extraordinaria imaginería barroca. Llana y horizontal como la lámina acuosa de su río, Andújar fue durante siglos la puerta de entrada al valle medio del Guadalquivir, una encrucijada de caminos, una confluencia de sendas. Su carácter fronterizo con los reinos de Castilla la hizo ser una privilegiada ante los ojos de sus localidades vecinas. Por estos alrededores, en tres momentos muy concretos de la historia, se desataron otras tantas batallas que obligaron a dibujar de nuevo los mapas y reordenar su orden político. La batalla de Baécula, que tuvo como escenario las llanuras que bajan desde Bailén hasta Mengíbar, enfrentó a romanos y cartagineses. Vencieron los primeros, del mismo modo que muchos siglos después, allá por 1212, entre Despeñaperros y La Carolina las tropas cristianas de Alfonso VIII de Castilla batieron a las huestes almohades del califa al-Nasir, anticipando el final de la hegemonía árabe en tierras peninsulares. Siglos más tarde, en 1808, los españoles del general Castaños vapulearon en Bailén a las tropas francesas, poniendo fin a la invasión napoleónica. Fue en Andújar, de hecho, donde las tropas de uno y otro bando empezaron a mirarse. De aquellos tiempos convulsos ya no queda más que el rastro de la remembranza y sus ecos recogidos en libros y anales. Los paseos de Andújar son espigados, las plazas están hechas a medida de quien las habita, las callejas se entrecruzan sin llegar a crear sensación de desorden ni anarquía. En Andújar reina la proporción y el equilibrio de las ciudades medias andaluzas. En la plaza de Santa María confluye una suerte de épocas y avatares históricos. A un lado se alza la torre Mudéjar que marca las horas y los ritmos de los iliturgitanos. Frente a ella está la iglesia de Santa María, rodeada de una lonja señorial y un aire renacentista. Próximo a esta plaza Andújar muestra uno de sus palacios más valiosos. Fue construido bajo el nombre de los Niños de Don Gome, y sus líneas renacentistas y torres caprichosas son hoy residencia cultural, sala de exposiciones y aulario para cursos universitarios. La iglesia de San Bartolomé, esquinas más allá, recuerda en Andújar el apego que la comarca tiene por la devoción mariana. La Virgen de la Cabeza, patrona de la ciudad y de la diócesis de Jaén, es recordada en cada calle, en cada plaza, en cada portal. Las hornacinas se suceden por el barrio viejo, las iglesias veneran tallas de “La Morenita”, los talleres artesanos del barro y la forja pintan e incrustan su pequeña figura en platos y vasijas, en puertas y celosías. Es, de hecho, el último domingo de abril cuando la ciudad celebra la romería más antigua de España. La leyenda asegura que fue en 1227 cuando la Virgen de la Cabeza se apareció en la cumbre del Cerro del Cabezo a Juan Alonso de Rivas, pastor de Colomera. Desde entonces, miles de peregrinos suben hasta este lugar místico, perdido en el corazón de Sierra Morena, pregonado por Miguel de Cervantes y Lope de Vega. Cuando el Guadalquivir entra en Córdoba sus aguas cambian de color. El río asume una edad confusa en la que no es aceptable tratarlo como un adolescente, pero tampoco presentarlo como un adulto. El color de sus aguas manifiesta estas incertidumbres. De sus pasados tonos pardos y arcillosos pasa a mostrar colores oscuros y verdosos que lo hacen más serio y respetable. Desde varias decenas de kilómetros atrás sus aguas dejaron de saltar entre desniveles, presas y accidentes geográficos. Observado desde las orillas, el Guadalquivir desciende lento y sosegado, sin que apenas pueda percibirse su caída, su desplome, su búsqueda incesante de las tierras del Sur. A la altura de Villa del Río, el Guadalquivir baja escoltado por un tupido bosque galería de álamos y fresnos. Aún es posible advertir su rumbo desde la autovía que une y separa Andalucía con la Meseta. De pronto, el río desaparece, se pierde como pretendiendo cambiar de dirección, como buscando la protección maternal de la sierra que queda al norte, entre las líneas azuladas y difusas del horizonte. Desde la carretera, Montoro no se distingue. La ciudad queda atrás, a los pies de una empalizada alfombrada de olivos. Un camino conduce a un altozano. De pronto, sobre un cerro lunar, Montoro aparece recostado entre su casal blanco, los tejados árabes y las callejas tintadas de un rojo cárdeno que identifica tramas y plazas, alargadas alamedas que se adentran hasta los barrios viejos. Desde el mirador que se abre poco antes de alcanzar la ciudad el río desciende sin prisas y zarandea sus aguas bajo el puente de las Donadas, una soberbia construcción que une el barrio blanco de Retamar con la ciudad vieja y altiva. La historia dejó escrito que los costes del puente corrieron a cargo de los vecinos. Los montoreños pusieron la mano de obra y las montoreñas empeñaron sus alhajas. En compensación, la Corona dictó que la ciudad quedara exenta de avituallar y albergar tropas en aquellos convulsos tiempos en que dos culturas pugnaban por el gobierno de la península. A Montoro los viajeros de otros siglos lo piropearon sin desmayo. Quisieron ver en él la imagen de una mujer y la denominaron “la bella escondida”, que es una metáfora agraciada y sonora que cobra mayor significado desde la carretera que trepa hasta Cardeña, hasta las primeras estribaciones de Sierra Morena, allí donde el río ciñe al pueblo en un abrazo inasible y la imaginación nos hace creer que Montoro es Toledo y el Guadalquivir el Tajo. Pasado Pedro Abad, pasado El Carpio, el río vuelve a cumplir años antes de entrar en Córdoba. Sus curvas semejan la caligrafía árabe que adorna los muros de la Mezquita, oraciones y jaculatorias escritas sobre la piel de la tierra, húmedas y sedosas como una caricia antes de entrar en la ciudad más histórica de Andalucía. Córdoba, sabia y silenciosa. Todo comenzó pronto, en el siglo II antes de que Cristo naciera. Entre los años 169 y 153 –no se sabe aún la fecha exacta– el general Claudio Marcelo fundó una colonia allí donde el Guadalquivir dejaba de ser navegable. Pocas veces en la historia una ciudad nació de un modo tan consciente, tan lúcido, tan premeditado. Desde un principio Corduba se convirtió en el ejemplo de la ciudad cabal, ubicada en el mejor lugar posible, a orillas de un río al que hace más de dos mil años llegaban los navíos del Imperio, próxima a generosas tierras donde ya entonces germinaban las mejores cosechas de la tríada mediterránea, extendida en el regazo de una sierra perfumada, ancha y maternal. Aquella fundación permitió exportar la riqueza mineral oculta entre las oscuras profundidades de sus montes y llevar hasta la capital del Imperio el aceite de oliva en ánforas de barro que acabarían formando el monte Testaccio de Roma. Hoy no nos cabe duda de que Corduba enriqueció al Imperio. A cambio, Roma hizo subir por estas aguas la palabra, la cultura, el derecho y el conocimiento. Olvidada la guerra que en el año 45 antes de Cristo enfrentó a César y Pompeyo, Corduba crece y se multiplica. Un siglo después no existen en las calles y las ágoras de la ciudad huellas de aquel enfrentamiento, y sí una urbe patricia, próspera y caudalosa a la que ninguna otra, durante largo tiempo, fue capaz de hacerle sombra. Su trama urbana creció hasta orillas del gran río y, hacia el otro lado, buscando el Norte, se adentró hasta las primeras lomas que suben a Sierra Morena. El Guadalquivir fue salvado por un colosal puente por el que discurría la Vía Augusta. Hoy aquellos cimientos siguen uniendo las dos orillas de la capital: la puerta del Puente frente a la torre de La Calahorra, la ciudad frente a su espejo, el Norte frente al Sur. Séneca, que aseveró que la única libertad de un hombre es la sabiduría, nació en Corduba el año 3 antes de Cristo. Antes de que marchara a Roma a aleccionar al demente Nerón, debió conocer los anhelos monumentales de su ciudad. La familia Annaei, a la que pertenecía, patrocinó buena parte de aquel programa que incluyó la construcción de un circo colosal y de un anfiteatro considerado el mayor del mundo. La capital de la Bética mantiene enterrada aquella memoria, pero basta con rascarla un poco, con cicatrizar apenas unos metros sus calles y sus plazas para que florezca la urbe patricia. En la plaza Jerónimo Páez, a unos centenares de metros de la Mezquita, se alza el palacio renacentista de los Páez de Castillejo. Sus salas, dispuestas en torno a dos soleados patios inspirados en aquellos otros que ennoblecían las villas romanas, acogen el Museo Arqueológico. En una de sus esquinas, en un corredor que une las exposiciones de cerámica y escultura con las aras, las urnas y las lápidas romanas, se hallan las escaleras que bajaban hasta el teatro. Las últimas obras arqueológicas en la plaza han puesto al descubierto las dimensiones de aquel recinto. El graderío –cavea– se extendía en un diámetro superior a los 124 metros, lo que lo convertía en el más grande de Hispania, apenas seis metros más pequeño que el teatro Marcello de Roma. La cavea, que aprovechó para su asiento el desnivel del terreno que desciende buscando las riberas del río, tenía una capacidad para más de 12.000 espectadores. Del escenario –scaena– apenas quedaron huellas. La orchestra, el espacio semicircular entre el graderío y el escenario, ocupó lo que hoy es la plaza, sombreada por tres altivas casuarinas y un puñado de bancos de piedra de granito. Lo que más nos inquieta, lo que más nos subyuga de los sitios que ya no están es la incógnita de cómo debieron ser en sus mejores años. El teatro romano se inauguró con un gran espectáculo el año 5 antes de Cristo, y continuó abriendo sus puertas hasta trescientos años después, cuando Corduba cayó en decadencia coincidiendo, año arriba año abajo, con un terremoto que asoló la ciudad. Su expolio duró hasta poco tiempo antes de que las huestes árabes entraran por las puertas de la ciudad. Primero saquearon las esculturas, los frisos, las columnas y los capiteles, después continuaron por el mármol de los suelos, más tarde con las piedras del graderío, hasta que en el siglo VI quedó constancia de un horno de cal que convirtió en polvo lo poco que sobrevivió al desvalijo. Una acaudalada y reducida oligarquía mantuvo a Córdoba sumida en la oscuridad en tiempos de los visigodos. Todo cambió el año 711, cuando a mediados del mes de octubre un escuadrón de jinetes acampó a orillas del Guadalquivir a aguardar la rendición definitiva de la ciudad. No hubo derramamiento de sangre. Cuentan las crónicas que la población aguardaba recluida en sus casas a la espera de los hechos. No hubo invasión, sino una aceptada entrega que desde un principio convertiría Córdoba en la capital de al-Ándalus. Abd al-Rahman I, el primero emir omeya, huido de Bagdad, llegó al poder el año 756. Mandó plantar en la Arruzafa las primeras palmeras que conoció Europa, consagró la basílica visigoda de San Vicente en mezquita y volvió a mirar al río para recuperar la pujanza comercial que conoció en tiempos de Roma. Uno de sus descendientes, Abd al-Rahman II, debió hacer frente a la insurgencia de los fundamentalistas cristianos que el devocionario acabaría por convertir en santos o mártires. A él se debe el ensanche del puerto fluvial, las obras hidráulicas que traían el agua de la sierra, el desarrollo urbano de la ciudad que volvió a mirar al río y la inauguración de decenas de mezquitas y escuelas para la enseñanza de las ciencias, la teología y las letras. Se sabe que sus embajadores recorrían el Mediterráneo buscando a cualquier precio libros y mujeres vírgenes para su harén. Llegó a tener 45 hijos y 42 hijas con 36 mujeres distintas. Cada verano emprendía la guerra santa contra los cristianos del Norte. Pero más que las armas, la batalla y la sangre, Abd al-Rahman II se decía sentir poseído por la poesía, la belleza, el amor y el sexo. Nada ni nadie refrenó sus deseos. Cuentan que cierta vez, en una expedición militar en tierras del Norte, el emir se despertó sobresaltado, gozoso y extenuado tras un sueño erótico y una eyaculación. Despertó a su ayudante de cámara, pidió papel y pluma e improvisó estos versos: “Prolífico derrame se ha deslizado de noche sin que me diera cuenta”. Su criado parece que le contestó: “¿Se ha presentado viniendo en tinieblas? ¡Bienvenida sea aquella que viene en la oscuridad a visitarte!”. A la mañana siguiente Abd al-Rahman II delegó la batalla en uno de sus generales y marchó aprisa a Córdoba para poseer a aquella mujer de su harén que horas antes invadió sus benditos sueños. El califato. Mediado el siglo IX no había en Europa una ciudad que rivalizara con Córdoba. Pero aún quedaban por escribir las mejores páginas de su historia. Por el Guadalquivir subieron los alarifes más insignes que proyectaron la Mezquita. Por el Guadalquivir llegó el papel que desde el Lejano Oriente revolucionó Venecia y Córdoba casi a un mismo tiempo. Por el Guadalquivir subieron las sedas, las especias, el marfil, el oro y la plata, y por sus mismas aguas bajaron los aceites, los minerales y las artesanías en cuero, madera y barro hacia los más prósperos puertos del Mediterráneo. Cuando el 16 de enero de 929 Abd al-Rahman III proclama el Califato y rompe vínculos políticos con Damasco, Córdoba era la ciudad más deslumbrante de Europa. París era una infecta aldea, sumida en la oscuridad y el tenebrismo, cuando Córdoba pavimentaba sus calles y las alumbraba en las noches sin luna. Por entonces la ciudad cristiana más poblada de la península era León, sede de cortes y reinos. Su población apenas alcanzaba los 10.000 habitantes. En cambio, Córdoba alimentaba el espíritu y el estómago de más de 200.000 almas. Abd al-Rahman III, el primer califa de Córdoba, reinó durante 50 años, seis meses y dos días en el al-Ándalus más próspero que jamás se conoció. De pequeño paseaba el río mientras sus criados le hacían saber que todo cuanto sus ojos contemplaban era suyo, y que algún día, muerto su abuelo el emir Abd Allah, gobernaría la más dadivosa tierra del Islam. Del primer califa se ha escrito que fue un caudillo justo y prudente hasta que la edad, el poder inabarcable y la ausencia de sombras y enemigos lo convirtieron en un ser colérico, vengativo y atormentado. Antes de que el alcohol –que jamás dejó de consumirse en al-Ándalus pese a las prohibiciones coránicas– minara su descanso y el de su nutrido harén, Abd al-Rahman III tuvo un sueño magnánimo. Quiso que antes de que Alá y su profeta lo llamaran a su lado, sus ojos pudieran contemplar una ciudad nacida desde la nada, una ciudad creada para dar satisfacción a su nombre, su apellido y su poder, una ciudad que aturdiera, acomplejara y empequeñeciera a cuantas embajadas llegaran a Córdoba, una ciudad, en definitiva, inspirada –quién sabe si no fue así– en la favorita de entre todas sus concubinas, conocida según las habladurías con el nombre de Azahar. Madinat al-Zahra –Medina Azahara según la caligrafía cristiana– tuvo una vida efímera. En la tierra se mantuvo en pie durante 73 años, tiempo suficiente para que su imaginario, su aliento, su evocación sobrevivieran hasta estos tiempos como la certeza absoluta de que una vez, en un momento muy concreto de nuestra historia, el paraíso existió en Córdoba. Abd al-Rahman III no pudo verla concluida. Pero antes de que unos fríos de invierno acabaran con su maltrecho cuerpo cuando ya había cumplido los 70 años, el califa llegó a contar las 15.000 puertas que se abrían en su ciudad, las más de 4.000 columnas que la sostenían y los millones y millones de sillares que alimentaban sus murallas, amenazadoras y temerarias para los extraños desde muchos kilómetros antes de llegar a ella. 15 años después de que Abd al-Rahman III muriera, la construcción de Madinat al-Zahra se dio por concluida. La última piedra debió ponerla su hijo, el culto, justo y magnánimo al-Hakam II del que se dice que reunió una biblioteca de más de 400.000 volúmenes al cuidado de Fátima, una mujer que murió virgen pues según dejó escrito no guardó en vida mayor pasión que velar por el cuidado de los libros de su señor. El castillo de Almodóvar. Aguas abajo, el Guadalquivir desciende con mansedumbre, como tratando de respetar el silencio y el descanso de la ciudad que más lo mimó. Córdoba queda atrás como una nostalgia irremediable, y el río orilla campos de labranza que se extienden a lo largo y ancho de la comarca de la Campiña, donde dora el trigo y verdea la vid. La Campiña es una comarca maternal, poblada de ondulaciones, de anchas praderías, de alisados campos donde germinan los olivos como disciplinados ejércitos preparados para la paz. Por mitad de ellos el hombre construyó cortijos, haciendas y caserías encaladas por primavera que constituyen uno de los ejemplos más dignos de la arquitectura tradicional andaluza. Más allá de la Campiña, más allá de las ciudades olivareras y vitivinícolas de Baena y Montilla, la naturaleza vuelve a encresparse, a enfurecer sus humores y a levantar montes, barrancos y precipicios calizos en un lugar reservado a la calma, la planicie y el pacífico horizonte. La sierra Subbética traza un paisaje desquiciado, plegado y rugoso que constituye una de las mayores originalidades geológicas de la mitad sur peninsular. Allí donde debían reinar las tierras de labranza y los valles reparadores se alzan crestas de piedra cinceladas por el tiempo, el viento y el agua, profundos farallones por donde los arroyos se precipitan sin tregua y escenarios de montaña, de riscos y desabrigo. A su amparo, el hombre estableció pueblos y ciudades, y la Historia los decoró con exuberantes y desaforados escenarios barrocos como los que pavonean en Priego y Lucena, viejos poblachos árabes y judíos convertidos tras la cristiandad en altares de detallado valor y filigrana. El Guadalquivir aplana Andalucía desde el triángulo que forman Sierra Morena al Norte, Córdoba en sus orillas y la Subbética al Sur. Desde este lugar el Guadalquivir ensancha su depresión, alarga sus brazos, y a ambos lados de sus riberas extiende campiñas primero, vegas después y marismas antes de desdibujarse para siempre en las aguas saladas del océano Atlántico. En su descenso, el río se empeña en serpentear, en dibujar acusadas curvas, apretados meandros que enternecen el paisaje, levantando faldas y bosques donde germinan árboles de alargadas copas cuyas raíces buscan de modo insistente la humedad subterránea, el amparo del agua, el barniz acuoso de la mañana. Almodóvar del Río descansa en el regazo de un cerro que los árabes llamaron Almudawar y que significaba “el redondo”. Almodóvar es un pueblo de casas blancas y anchos balcones, de calles luminosas que trepan como buscando el monte. Cuando Córdoba ya era omeya, los primeros emires mandaron erigir en aquel lugar una atalaya defensiva que vigilara los últimos caminos del Guadalquivir antes de llegar a la capital. Desecho el califato, reyezuelos de taifas pugnaron por él hasta que en 1240, sólo cuatro años después de conquistada Córdoba, la fortaleza fue entregada de modo pacífico a Fernando III el santo. Un siglo más tarde, mediado el XIV, Pedro I el cruel reforzó el castillo como residencia temporal y enclave seguro donde guardar sus riquezas. Cuenta la leyenda que el monarca hizo traer de África una araña negra y descomunal que vigilaba noche y día los cofres de oro y plata que hacía guardar en la torre más alta e inexpugnable de la fortaleza. En 1359, Pedro I mandó encarcelar en los torreones del castillo a doña Juana de Lara, mujer del infante don Tello y señora de Vizcaya. Como presidio volvió a ejercer cuando Enrique III de Castilla retuvo a su tío don Fadrique, duque de Benavente. En 1629, el rey Felipe IV vendió Almodóvar y su castillo a don Francisco del Corral y Guzmán, caballero de la orden de Santiago. El precio acordado superó los 16 millones de maravedíes. En los estertores del siglo XIX el castillo de Almodóvar del Río era un amasijo de ruinas. Pocos años después, a principios del siglo XX, Rafael Desmaisieres, conde de Torralba, tuvo la visionaria empresa de edificar sobre la osamenta de aquella vieja fortaleza árabe un castillo nuevo que guardara el mayor parecido con su original. Encargó el proyecto al arquitecto Adolfo Fernández Casanova. El conde de Torralba empeñó toda su fortuna y 36 años de su vida hasta ver terminado su colosal obra. De su parecido con el original dan cuentan las soberbias murallas que se antojan tan inaccesibles como debieron parecerles a los conquistadores cristianos mediado el siglo XIII o a los codiciosos enemigos de Pedro I el cruel. Bajo el patio de armas se halla un aljibe con capacidad para más de ciento 77.000 litros de agua. Nueve torreones flanquean el castillo. La más imponente es la del Homenaje, una torre albarrana sujeta por un viaducto a la altura del camino de ronda. La torre está dividida en tres plantas. La planta baja fue mazmorra: es lúgubre y umbría, y en sus esquinas aún parecen escucharse los lamentos de los recluidos. La planta intermedia es ochavada y a la caída de la tarde entra por ella una luz anaranjada que endulza la severidad de sus muros. La planta alta es mudéjar y la tradición quiere que en ella descansaran reyes y nobles de camino a las grandes ciudades que unía el Guadalquivir. La leyenda cuenta que hace 1.000 años Córdoba era gobernada por el príncipe al-Mamun y la princesa Zaida. Su gobierno duró el tiempo que la tribu norteafricana de los almorávides tardó en poner cerco a su alcázar. Comenzada la guerra, y ante la inminente derrota de las tropas de al-Mamun, la princesa Zaida fue conducida al castillo de Almodóvar. La noche del 28 de marzo de 1091 el alcázar es asaltado y el príncipe asesinado. Aseguran que a la hora de su muerte la princesa Zaida se despertó sobresaltada y vestida con una túnica blanca subió a la torre del Homenaje. Córdoba ardía y a lo lejos vio como se aproximaba un caballo blanco sin jinete que lo gobernara. Desde entonces, todas las noches del 28 de marzo el espíritu de la princesa vaga por la torre más alta del castillo de Almodóvar y se deja ver por las orillas del brumoso Guadalquivir. Última ciudad de Córdoba. Palma del Río está asida a dos aguas, recostada sobre la llanura tibia, en mitad de los campos verdes y los caminos de tierra. Entre ella se pliegan la Sierra de Hornachuelos y la campiña, alargada hasta las tierras sevillanas de Écija como un manto de dorado cereal moteado por blancas cortijadas. Palma del Río no tiene cuestas ni cerros que arraiguen. La última ciudad de Córdoba está a tan sólo 54 metros sobre el nivel del mar, entre un llano fértil donde se funden las aguas del Guadalquivir y del Genil, su afluente más caudaloso. Por primavera, Palma del Río es una de las ciudades mejor perfumadas de Andalucía. Una unción de azahar se cuela entre calles y plazoletas erigidas con ladrillo visto y azulejería de vivos colores, preconizando los rasgos arquitectónicos que el río hallará en su descenso por tierras de Sevilla. Una templanza invade estos lugares sembrados de frutales y hortalizas, silenciosos como el paso del agua en las riberas de los dos ríos. La vieja muralla almohade que en otro tiempo cerró la ciudad a las amenazas y los miedos es hoy una huella del pasado que no atemoriza a nadie. Bajo sus sillares está enterrada la primera memoria de la ciudad, en un primitivo emplazamiento romano que vivió de la agricultura y de la alfarería hasta que los árabes la convirtieron en cruce de caminos, apeadero para viajeros y mercaderes que encontraban seguridad a los pies de una sólida atalaya, entretenimiento en una famosa medina y alimento espiritual en su mezquita. Muchos siglos después, en el XIX, Palma del Río vivió un próspero auge agrícola representado en su arquitectura civil. Un puente de hierro une las dos orillas del Guadalquivir y dentro de la ciudad, en el perímetro que las murallas marcaron desde época andalusí, se alzan casonas solariegas, otras de aliento colonial y algunas más con un evocador tono modernista que celebra los años en que los nuevos aires europeos llegaban hasta estas latitudes sureñas. En una plaza ancha toma asiento la iglesia de la Asunción, que es barroca como buena parte de los templos de la Baja Andalucía. No lejos de ella abren los zaguanes umbríos de ermitas y conventos de clausura, silenciosos y ensimismados en la contemplación, protegidos de amenazas bajo las cubiertas mudéjares que ejercen como el último testimonio artístico de la inspiración árabe en tierras andaluzas. Y Sevilla... Entre los años 1847 y 1852 Sevilla y Triana quedaron unidas para siempre por un puente ideado por los ingenieros Bernadet y Steinacher al que le dieron el nombre de la reina Isabel II. El diseño estaba inspirado en el desaparecido puente Carrousel de París. Del taller de forja de Narciso Bonaplata salieron los simbólicos aros de hierro oscuro que trataron desde un principio de subrayar el carácter aéreo de un proyecto imbuido de la mejor tradición constructiva europea. El puente de Triana que salva el río de aguas verdosas, cegado en su cabecera, es el más bello de Sevilla, y evoca la ciudad inspiradora y sensual que acabó siendo cuando décadas después inauguró la Exposición Iberoamericana de 1929. Antes de que el hormigón y el hierro unieran Sevilla con su barrio marinero el río era salvado por un puente de barcas levantado en 1174 bajo el gobierno del califa almohade Abud Yacub Yusuf. El puente estaba sostenido por una endeble e inestable hilera de embarcaciones ancladas que sostenía un tablerón de madera carcomida. Este puente y su sistema permaneció en el mismo lugar hasta el siglo XIX, acercando durante ocho centurias la ciudad mudable y transformada, la ciudad que empezó siendo árabe para luego ser cristiana, colonial, opulenta y casquivana hasta acabar siendo romántica, onírica y soñadora. La Ishbiliya abaddí fue el reino taifa más poderoso y próspero del desmembrado al-Ándalus. Desde tiempos de al-Mutamid, Sevilla vivía en la calle. El rey que se jugó su reino a una partida de ajedrez, que prefirió antes la poesía a la batalla, convirtió sus dominios en un emporio cosmopolita y plural en mitad de una encrucijada histórica que separó los estertores del califato con la definitiva conquista cristiana. Al-Mutamid gobernó entre esos dos trascendentales periodos de la Historia. Pero en lugar de batallar como lo hacían los restantes reinos de taifas, al-Mutamid se recluyó en su reino, blindó sus fronteras y no mantuvo más acuerdos que los puramente comerciales y mercantiles que le reportaban los suficientes beneficios como para alimentar a su pueblo. El historiador al-Saqundi dejó escrito que la Sevilla de entonces era la capital de los sentidos, de la música, la literatura y las fiestas dionisiacas en las que nunca dejó de correr el vino elaborado en el Aljarafe, por muchos estériles intentos que se hicieron por prohibir su consumo. La ciudad paseaba a la caída de la tarde por la ribera del río, igual que lo hace ahora, y los barcos de recreo y paseo estaban alumbrados por fanales y lucernas de colores que a la noche delataban su posición en el quieto río. Torre del Oro. En 1220, Madinat Ishbiliya, la capital de al-Ándalus, es reforzada por los almohades, sólo ocho años después de que en las Navas de Tolosa sufrieran su más crucial y definitiva derrota, preámbulo del final de la hegemonía árabe en tierra peninsular. Las murallas de la ciudadela se cierran de cara al río, como temiendo que sus aguas constituyan la nueva amenaza que los derrote para siempre. Insignes arquitectos andalusíes, algunos de ellos colaboradores en la alcabaza que al-Ahmar construía por entonces sobre la colina roja de Granada, proyectan una torre albarrana a la que desde un primer momento le dieron el nombre de Bury al-Dahab, que significa la Torre del Oro. Hay que imaginarla como fue en su origen: altiva e impetuosa, arrogante y imponente. Hoy lo sigue siendo, pero hace ocho siglos lo era más, cuando sobre sus muros una bella cerámica vidriada la adormecía con un aire de ultramar y aromas lejanos. Desde un principio, la Torre del Oro estuvo ligada al comercio marítimo. En su planta dodecagonal, que tantas veces sufrió las envestidas y las crecidas del río y sus mareas, salían las órdenes mercantiles hacia todo el Mediterráneo y la costa magrebí. En tiempos de al-Ándalus a ella llegaban las finas telas de Oriente, las sedas, la artesanía de marfil, las yerbas y especias, mientras de su cajón de salida partían los aceites y las aceitunas del Aljarafe, las jugosas frutas de la Vega y los cereales y las legumbres de la Campiña. Hoy la Torre del Oro es el museo Marítimo de Sevilla. En una de sus salas cuelgan grabados de cómo era la ciudad en la segunda mitad del siglo XVII. Cuando Lope de Vega en La Dorotea escribe que es “la más bella y populosa ciudad, un infierno soñado”, deja abierta la puerta por donde entra la luz y el resplandor de la capital dadivosa, rutilante y ostentosa, pero también la metrópoli casquivana, promiscua y pecaminosa. Sevilla es la ciudad del exceso, del arrojo sensual y de la culpa; es la ciudad contradictoria, la que acoge pintores y literatos que retratan y relatan vírgenes y pregones piadosos y que al mismo tiempo son capaces de ilustrar la exuberancia carnal y detallar con verbos y adjetivos los más lascivos encuentros amorosos. La edad barroca. Muy cerca de donde el Guadalquivir rompe en dos la ciudad se halla la calle Temprado. En ella, a uno de sus lados, abre sus puertas la iglesia de san Jorge y el hospital de la Caridad. En su interior, en el sotocoro del templo, se guarda un cuadro que lleva por título Finis Gloriae Mundi, pintado por Juan de Valdés Leal en 1671. En latín, Finis Gloriae Mundi significa “el fin de las glorias terrenales”. En la tela se representa una cripta donde se pudren los cuerpos de un obispo, un caballero de la orden de Calatrava y un rey. Los insectos corrompen las carnes y atraviesan los huesos desnudos. Los nobles visten sus suntuosos ropajes, pero la muerte llega a los tres por igual. El clérigo, tocado con la mitra, sostiene entre sus putrefactas manos el báculo mientras en sus pies ya se advierten los huesos carcomidos. En la zona alta del lienzo, una mano sostiene una balanza. En este jeroglífico de las postrimerías –el otro queda a su lado y lleva por título In Ictu Oculi, donde una calavera sostiene un ataúd y la guadaña, mientras sus pies pisan el globo terráqueo y los símbolos humanos del poder y la riqueza– Valdés Leal nos recuerda la amarga brevedad de la vida y el inevitable triunfo de la muerte sobre todos cuantos habitamos el mundo. Cuentan que una vez terminados, Valdés Leal pidió opinión a Murillo, que trabajaba en grandes cuadros de motivos piadosos. El maestro los observó con detenimiento y en silencio. Permaneció largo tiempo sin pronunciar una palabra. Se acercó, se distanció, y al final dijo: “Es un cuadro para ver de lejos; de cerca apesta”. Finis Gloriae Mundi e In Ictu Oculi constituyeron una lección moral para su patrocinador, el rijoso y lúbrico Miguel de Mañara, que una noche soñó su entierro y quiso redimir su vida de pecado consagrando lo que de ella quedaba a la caridad. Aquella ciudad endemoniada en la que vivió Mañara era capaz de ofrecer toda suerte de húmedas tentaciones y de hundirlo pocos minutos después en el pozo de la culpa, la desazón y el arrepentimiento. La exaltación barroca en la que brincó su vida le ofrecía de igual modo la satisfacción de ir de mujer en mujer y la penitencia de hallarse condenado cuando su recuerdo evocaba a Elvira, la única que lo quiso bien. Puerto de América. Entre la segunda mitad del siglo XVI y la primera mitad del XVII, Sevilla fue la capital del mundo, el sitio más próximo entre Europa y la recién nacida América, la orbe en la que cobró sentido un proyecto planetario y universal como nunca antes recordaba la historia. Si Lope de Vega la comparó con un “infierno soñado”, otros poetas, cronistas y gacetilleros la llamaron durante su gran siglo colonial la “Babilonia del pecado”. Sevilla hervía en riqueza, en ostentación y aparato al mismo tiempo en que los desahuciados y hambrientos deambulaban sin rumbo por las calles nuevas y las plazas ostentosas. Hubo quien entendió que la inundación que el Guadalquivir provocó en 1626 –año en que “hasta los cuerpos de los muertos anduvieron nadando”– era consecuencia de las iras de Dios ante una ciudad condenada por sus faltas y atropellos. Décadas antes de aquella catástrofe el propio Felipe II, que fue un monarca torpón, supersticioso y mojigato, se refería a Sevilla con desprecio y desdén, y más de una vez utilizó la coletilla de “Babilonia del pecado” para referirse a ella. Los fundamentalistas religiosos hallaron en la epidemia de peste bubónica de 1649 nuevos argumentos con los que condenar a los díscolos ciudadanos de la capital. En aquel apocalíptico episodio, que un amplio sector de la iglesia instrumentalizó como una condena divina, perdieron la vida más de 60.000 personas, dejando Sevilla, una de las tres ciudades más pobladas del mundo, ante una crisis social de la que jamás se recuperaría. Los 80 kilómetros que acercan y separan Sevilla de la desembocadura del río Guadalquivir fueron a lo largo de estos 100 años un escenario de incesante actividad, concurrido de noche y de día, un alargado fondeadero donde recalaban los navíos más ilustres de la Armada española, barcos atestados de riquezas con los que viajó lo bueno y lo malo de la España de entonces a un continente virgen, inocente y desconocido. El puerto del Arenal se extendía entre la puerta de Triana y la Torre del Oro. Sus orillas estaban protegidas por los tinglados portuarios, por los cobertizos, los almacenes y las cercanas atarazanas. Un número incalculable de tenderetes unía la ribera con las primeras casas, allí donde se levantaban los lienzos de las primitivas murallas almohades. Junto a la puerta del Arenal cada mañana se instalaba el mercado del Malbaratillo con sus puestos de ropavejeros y chamarileros que voceaban sin cesar hasta bien entrada la tarde. No existe certeza absoluta, pero se cree que los cuadros que Velázquez tituló Vieja friendo huevos y El aguador de Sevilla están inspirados en este mercado babilónico, donde parecen estar resumidos todos los rostros del mundo, todos los acentos, todas las voces. Por aquel puerto pululaba toda suerte de personajes de regular, mala y muy mala reputación. Pescadores, buhoneros, marineros, barqueros, ensalmadores, calafateadores y mareantes se cruzaban con ladrones, pillastres, chivatos, hampones, golfos, truhanes y buscavidas de toda calaña. La llegada a puerto de la flota de Indias constituía una fiesta sin precedentes en la ciudad. La tripulación llegaba sedienta de hambre y lujuria, y atestaba las mancebías durante semanas hasta que en sus bolsillos no quedaba un maldito maravedí que gastar. El oro y la plata procedentes de las Indias convirtieron a Sevilla en la ciudad más rica del mundo. Su áurea sombra vio florecer edificios como la Aduana, la lonja de Mercaderes o la casa de Contratación, monumentos de una capital renacentista que atrajo a los arquitectos más reputados del momento. Juan de Herrera dejó constancia de su adustez y severidad constructiva en el soberbio edificio cúbico de la Casa de la Contratación, donde cuatro grandes pilastras pareadas se alzan en otros tantos ángulos del edificio, abriendo en el centro un patio porticado en torno al cual hoy se aloja el archivo de Indias. La Casa de Contratación, inaugurada en 1598, sigue las directrices de la arquitectura cortesana madrileña y su origen invoca a ese carácter relajado y enmarañado que alumbró la ciudad durante su más convulsa centuria. Antes de que la Casa de la Contratación abriera sus puertas, los mercaderes sevillanos acostumbraban a negociar en las gradas de la Catedral, en el patio de los Naranjos, bajo las tracerías góticas y los arcos de herradura del viejo patio de abluciones o, incluso, en el interior de la Catedral. Aquello provocó las iras rabiosas del arzobispo Cristóbal de Rojas y Sandoval que, al igual que Jesucristo expulsando a los mercaderes del templo, impuso penas de excomunión a todo aquel que osase negociar en la casa de Dios. Entre el puente del Arenal, la Torre del Oro y la Casa de Contratación, la ciudad hervía. Su muchedumbre estaba constituida por gentes de todo pelaje. Las riquezas de la capital atrajeron a una copiosa colonia de extranjeros, genoveses sobre todo. Junto a ellos hormigueaba toda clase de hombres, entre ellos prófugos de la justicia y herejes perseguidos por el Santo Oficio que no tenían empacho alguno en enrolarse en cualquiera de los navíos que viajaban a Nuevo Mundo con el propósito de quedarse allí, lejos de su pasado siniestro, delictivo y paupérrimo. Aunque los datos no son del todo claros, se cree que el 40 por ciento de los pobladores del Nuevo Mundo eran andaluces, y de ellos la mitad sevillanos. No se sabe, no se ha cuantificado el total de las riquezas que aquellos años entraron por Sevilla. Entre los años 1575 y 1625 la ciudad contabilizó la mayor parte de ellas, pero a partir de esas fechas, esquilmados los pozos de la América colonial, los minerales empezaron a escasear; la plata era más copiosa, pero el oro empezaba a llegar con cuentagotas. ¿Adónde fue a parar la riqueza? Lamentablemente, a financiar las estériles, codiciosas, estúpidas y no siempre triunfantes empresas militares de los Austrias. Muchas veces la historia es motivo de indignación. Aquella opulencia, aquella inmensa fortuna que entró en Sevilla acabó por agotarse, y aunque bien es cierto que parte de ese caudal se invirtió en erigir algunos de los más notables monumentos que hoy enorgullecen España, la mayor parte de aquel oro se escurrió entre los dedos de gobernantes corruptos, reyes ineptos y mercaderes extranjeros que prefirieron enriquecer y beneficiar a sus países de origen antes que invertir un solo ducado en el lugar que los había vestido con trajes de seda y sombreros anchos. Aquella Sevilla imposible, lacerante y barroca la retrató Miguel de Cervantes como nunca antes escritor alguno lo había hecho. En su novela Rinconete y Cortadillo, Cervantes retrata a los personajes del libro desde las primeras líneas: “Capa, no tenían; los calzones de lienzo, y las medias de carne”. Con tan sencillo atuendo no hallaron problemas para entrar en la “infame academia” del patio de Monipodio, poblado de rameras viejas, delincuentes poco comunes y alcahuetas tuertas. Cervantes retrata una ciudad que conoce como los pliegues de su alma cuando escribe que sus calles y plazas estaban atestadas de “pobres fingidos, tullidos falsos, vistosos oracioneros, esportilleros, mandilejos del hampa, con toda la caterva innumerable que se encierra debajo deste nombre de pícaros”. Para aquel desdichado recaudador de impuestos que más de una vez dio con sus huesos en cárceles infectas, Sevilla era una barahúnda, donde opulencia e indigencia convivían con la mayor desfachatez. El escritor vivió la ciudad en dos momentos de su vida. Los historiadores creen que llegó por primera vez entre 1585 ó 1586, y años después, entre 1600 ó 1601. Lo que sí se sabe es que Rinconete y Cortadillo lo escribió entre 1601 y 1602 ya en otra ciudad más aburrida, menos excitante y casquivana que aquella Sevilla eterna que durante un siglo se constituyó como la capital del mundo. El río deja Sevilla. El Guadalquivir abandona Sevilla abstraído por la melancolía. A partir de aquí sus aguas dejan de ser río para convertirse en ría. Ya longevo y achacoso, el Guadalquivir descienden lento, lánguido y pesado por las tierras del Aljarafe, salpicadas en tiempo de al-Ándalus por alquerías y atalayas, y adscritas hoy a la herencia arquitectónica de las haciendas y las cortijadas. En Coria del Río se cuenta la hazaña de una embajada japonesa que llegó hasta aquí en octubre de 1614, camino de Sevilla. En aquel tiempo en que el mundo pertenecía a España, entablar acuerdos comerciales en la corte de Felipe III era la mejor inversión posible, incluso para países tan alejados como aquél. Así debió entenderlo el embajador Hasekura Tsunenaga, un samurai al servicio de un reyezuelo nipón, que arribó hasta las costas de Sanlúcar acompañado de 21 cortesanos, soldados todos, ataviados con su vestimenta original y defendidos por espadas curvas y afiladas capaces de cortar la seda con sólo intuir la empuñadura. Aquella embajada recóndita y misteriosa, procedente de un lugar alejado y complicado de ubicar en el mapa, subió por el Guadalquivir y fue agasajada en cada puerto con esa extraña y dispendiosa generosidad que la nobleza de entonces gastaba con todo aquel que resultara exótico, extravagante y peregrino. Se cuenta, por ejemplo, que el duque de Medina Sidonia hizo bajar hasta el puerto de Sanlúcar sus más lujosas carrozas para un invitado que más parecía un emperador que un diplomático encargado de abrir lazos comerciales con el imperio español. Cuando Hasekura Tsunenaga llegó hasta Sevilla el puente de Triana fue engalanado como nunca antes lo había sido. Todo el cabildo, la aristocracia y la alta jerarquía eclesiástica aguardó la llegada de aquellos nobles de ojos rasgados, piel blanca y baja estatura. Hasta el rey de España mandó emisarios que lo agasajaran. Pero aquella cortesía duró tan sólo los primeros días. Como huéspedes de boato fueron alojados en palacios señoriales, mientras duraron los preparativos para su marcha a Roma. Cuando al final la embajada partió Guadalquivir abajo para poner rumbo hacia el Mediterráneo, algunos hombres de aquella empresa se quedaron en Coria del Río. Las crónicas de entonces presumen que asumieron la rutina de aquella cultura, entablaron lazos, echaron raíces y legaron descendencia. Los archivos municipales empiezan a detallar a mediados del siglo XVII la existencia del apellido Japón. Hoy aquella embajada es recordada con una estatua en bronce a orillas del río y del espigado paseo fluvial donde el plenipotenciario Hasekura Tsunenaga muestra sus cartas credenciales a todo aquel que las quiera leer. Coria del Río se halla en la margen derecha de las aguas. Fue un pujante puerto fluvial en tiempo de los fenicios. Los romanos le dieron el nombre de Caura Siarum y establecieron en ella un apeadero que enlazaba a través de calzadas empedradas con la ciudad patricia de Itálica. Fue ciudad árabe, y tras la conquista cristiana quedó desolada, hasta que Alfonso X el Sabio, hijo de Fernando III, mandó repoblarla con familias procedentes de Aragón y Cataluña. En los años en los que llegó la embajada japonesa Coria del Río pertenecía al conde-duque de Olivares. Hubo un tiempo en que la villa mostró una acusada vocación marinera y pescadora. Su puerto estaba salpicado de pequeños navíos que faenaban las aguas calmas del río, mucho antes de que la contaminación anegara sus riberas. Junto al puerto Coria estableció una pujante industria alfarera, aprovechó los arenales y guijarrales del río, y se hizo famosa por su astilleros y su carpintería de ribera. Incluso, próximo a una fábrica de hierro, Coria estableció batanes que aprovechaban la energía hídrica del río para poner en funcionamiento fábricas textiles. Hace tiempo que el valle desapareció. La Vega dio paso a la llanura extensa y sin tropiezos, de caminos históricos, mitad místicos, mitad irreflexivos, sendas que desde hace siglos conducen a la otra orilla onubense y que atraviesan la maraña selvática de Doñana, entre cuyos despejados lucios y lagunas un día fue erigido un santuario para la Virgen del Rocío. En ese lugar una parte de Andalucía se abstrae y disocia, muda sus gestos y los vuelve histriónicos y voraces ante una imagen que considera su Madre. En aquella aldea se celebra una de las romerías más multitudinarias del mundo el lunes de Pentecostés, mitad liturgia mitad liviandad. Una vez más se impone la Andalucía barroca y desaforada que se ama, se gusta y se recrea en sí misma, la Andalucía rotunda y terminante, la Andalucía capaz de llorar y reír a un mismo tiempo, investida con el don de convertir la religión en satisfacción personal, su dolor en alivio, su tormento en bálsamo y lenitivo. Los parajes naturales que rodean Isla Mayor fueron repoblados en los años veinte y treinta del pasado siglo por agricultores norteños a los que se les pidió convertir una parte de las marismas en un monocultivo arrocero. En aquellos tiempos, una compañía inglesa, que ya había puesto en valor las tierras del delta del Nilo, abrió despachos en Sevilla y empezó la explotación. Tiempo después aquellas tierras pasaron a manos españolas. Durante la contienda civil del 36, Isla Mayor y sus marismas quedaron en manos de las tropas nacionales –las tierras arroceras de Valencia estaban bajo dominio republicano–, que transformaron la comarca en un pósito y granero durante el tiempo que duró la guerra. Muy próximo a Isla Mayor se halla Lebrija. A los pies de un cerro aislado y solitario se esparce el pueblo. Sobre él aguarda la memoria de un castillo fronterizo que en tiempos de convulsión y equívocos debió proteger una ancha comarca. Hoy, sin enemigos que lo acechen, parece velar el caserío blanco, y con él a la altiva iglesia de Nuestra Señora de la Oliva, que tiene un campanario alto y espigado, visible desde muchos kilómetros a la redonda. La búsqueda de la desembocadura. Una carretera recta une Lebrija y Trebujena. A ambos de la carretera se alzan corralones y cortijadas blancas, enclavadas a los pies de minúsculos cerros, próximos a ramblas cegadas por un ropón de hierba joven y fresca. El camino que penetra en las tierras blancas de Cádiz está desabrigado y desnudo. No hay una sola arboleda, ni sombra ni reposo alguno ante la luz de la mañana. En medio del paisaje plano, algún otero se encrespa y trata de sacar sus fuerzas hacia fuera, dibujando insinuantes formas femeninas. Trebujena descansa sobre uno de los pocos cerros que reinan en este territorio falto de aristas. Hace muchos años el paisaje plano que se extiende por los pies descalzos de Trebujena era rancho de marismas, tierra húmeda y pantanosa que desbordaba las riberas del río, convirtiendo en un mar extenso y pacífico todo aquello que escapaba de las alturas. En la marisma, el año no se cuenta por meses ni por días, sino por el nivel de las aguas. A principios de primavera las aguas lo inundan todo, pero poco tiempo después –apenas unas semanas, un mes si acaso– las aguas desaparecen y la tierra se escama, se agrieta y se abre como la piel de un animal huraño y mitológico. Hubo un tiempo en que este ancho territorio fue un piélago cultivado, que extendía sus fauces desde más arriba de Lebrija hasta los pinares de La Algaida, a las puertas de Sanlúcar. Al Guadalquivir le florecen olas en su centro. Son como barbas pardas y terrosas cuyos penachos balancean las boyas que sirven de marca e itinerario a los barcos que suben y bajan de Sevilla. Al fondo, en la otra orilla del río, los pinares de Doñana ocultan entre sus copas las llanuras de lucios y los brazos de agua dulce. Más abajo, en esa caricia tierna que el río regala a Bonanza, el Guadalquivir parece cobijar un semblante melancólico, una expresión taciturna y mustia, ajada y abatida entre los pinares de La Algaida y los cantos arenosos del muelle pesquero. El Guadalquivir presagia la cercanía del océano, la proximidad de su muerte, la inminencia de un pequeño delta que lo borrará para siempre. Quien más padece estas tristezas es el sol, que se posa a la caída de la tarde entre los conos de las salinas, entre los arroyos tiernos y la espesura de los pinos. Es un sol oriental y místico, pintado con tintes cinematográficos desde que Spielberg rodara por estos contornos una de sus películas. Cuando al fin el sol zambulle su óvalo entre los pliegues del horizonte el calor se derrite, la luz se agota, la tarde se diluye. El cielo estalla entonces en una sinfonía de colores enternecedores. Una sábana rosácea y anaranjada lo abriga. La noche y sus sombras no tardarán en llegar. Hay tierras que emanan una desbordante sensación de felicidad. Son tierras pródigas, de paisajes y acentos diferentes, de gentes ingeniosas que hicieron del flamenco su lenguaje cotidiano, de colores vibrantes y olores que evocan una infancia dulce, eterna, de largas siestas y prolongadas tardes de juegos. Cádiz vive como en una permanente infancia. Es un lugar feliz que se resiste a envejecer, que nos hace creer que el Guadalquivir no muere en la desembocadura que le espera en Sanlúcar, sino que de algún modo, por alguna extraña confabulación entre azar y destino, es aquí donde empieza a nacer, o en todo caso donde le espera una nueva vida, lejos de las ataduras de sus orillas, de la condena de saberse preso entre dos riberas que el tiempo y la naturaleza trazaron para sus aguas. El último gemido del Guadalquivir muestra al río abierto y desgajado, temperamental y confuso, mitad cauce, mitad océano; fragante y poblado de olas minúsculas, grisáceo y cerúleo, sujeto al capricho de las mareas, al vaivén y a los humores atlánticos. En las faldas de la barranca que baja hasta las orillas de Sanlúcar de Barrameda los árabes diseñaron una ciudad asimétrica, llena de curvas, recovecos y engaños. Cuando la ciudad fue cristiana su castillo sería reforzado con una nueva plaza de armas y un conjunto de torreones con vistas a los cuatro puntos cardinales. A su sombra crecieron los palacios y las casas solariegas. De todos destacó el del ducado de Medina Sidonia, que queda próximo a la iglesia de Nuestra Señora de la O y cuyos archivos atesoran desde las legendarias batallas promovidas por Guzmán en Bueno en tierras de Tarifa hasta las controversias de la aristocracia andaluza con el rey Felipe II. Adscrita a la aventura americana, Sanlúcar de Barrameda inspiró buena parte del patrimonio monumental de las grandes ciudades bolivianas y colombianas. Por las aguas que besan Bajo de Guía salieron las ideas y los anhelos y entró la riqueza derrochada por los malos gobernantes y los funcionarios corruptos. De aquel Sanlúcar el Guadalquivir guarda memoria en su obsesión por atrapar la luz, por el sentido íntimo y estético por la vida y la creación, por la belleza, por la historia, por todo cuanto construyó e hizo en Andalucía.
MANUEL MATEO PÉREZ |