Resulta evidente el protagonismo que llega a alcanzar la guitarra flamenca a lo largo del siglo XX, avanzando desde el simple acompañamiento a la interpretación solista, hasta entonces reservada a la guitarra clásica, fenómeno que ha corrido parejo al ascendente perfeccionamiento de su construcción. Paradójicamente, esa creciente popularidad conduce a la inevitable industrialización del producto, con lo que se inunda el mercado de guitarras fabricadas en serie. Ciertamente, la competencia económica que suponen las guitarras industriales sólo es compensada por la incomparable calidad y sonoridad que aún siguen proporcionando los artesanos actuales. No obstante, su trabajo sólo es hoy reclamado por los verdaderos profesionales, amén de algunos buenos aficionados. Para ellos se mantiene en Andalucía un pequeño gremio de luthiers. La mayor concentración se sitúa en la capital granadina, aunque Sevilla y Málaga mantienen igualmente afamados constructores, al igual que Córdoba y Almería, a las que se agregan localidades como Algodonales, Andújar, Marmolejo, Montellano, Dos Hermanas, Torremolinos, Baza, Aracena y otras. Algunos artesanos son los representantes actuales de una larga tradición familiar y otros se instalan tras recoger las enseñanzas de grandes maestros ya desaparecidos, sin olvidar los que se incorporan al oficio de forma autodidacta. De entre ellos, algunos abordan también la construcción de otros instrumentos de cuerda, tales como violines, violas y violonchelos. En todo caso, la práctica de esta actividad artesana exige el conocimiento combinado y especializado de ebanistería, taracea, charolado y música. En principio, requiere como base un profundo conocimiento sobre, al menos, diez variedades de madera y la adecuada apreciación de sus calidades y estado de presentación. Y es que cada uno de los elementos que componen una guitarra necesita una madera específica, diferente a su vez para guitarras flamencas o de concierto; unos elementos que se van construyendo independientemente a lo largo del año para ser montados en primavera y verano, evitando así los riesgos de posibles dilataciones de la madera. Tanto la tapa o cara superior de la guitarra como el fondo o cara posterior, se componen de dos finísimos tableros, encolados por uno de sus cantos de modo que formen una sola pieza compuesta de dos mitades iguales. Así preparados, se siluetea valiéndose de una plantilla que indica el exacto perfil del instrumento y la disposición de los distintos refuerzos interiores. En la tapa, además, hay que abrir la boquilla o boca de resonancia y realizar el mosaico decorativo que la rodea, una tarea miniaturista y laboriosa que juega con maderas de distintas tonalidades, combinadas incluso, a veces, con otros materiales como nácar, marfil o metal. Los aros, por su parte, son los dos listones ondulados que completan la caja acústica. Una vez cortados a su medida y calibrados a su grosor, se le aplica calor con un hornillo tubular para ir moldeando las curvaturas. El mástil consta de varios elementos: el diapasón, correspondiente a la cara superior, presenta una forma ligeramente trapezoidal; en el extremo más ancho se le trazará un arco correspondiente al segmento de la circunferencia de la boca de la tapa, mientras que en el extremo opuesto se le adosa la pala o cabecilla donde se instalarán las clavijas. Por su parte, la cara inferior presenta sección curvada para facilitar el deslizamiento de la mano. Para su unión con la caja armónica se agrega un grueso taco de forma apuntada, denominado tacón. Cuando empieza el montaje en primavera, el guitarrero emplea el denominado molde de caja, donde va ubicando las distintas piezas: partiendo de la tapa, en primer lugar le acopla el mástil, a continuación los aros y por último el fondo. La precisión resulta inexcusable, incluida la de los continuos procesos de encolado, puesto que la menor incorrección puede repercutir en la sonoridad del instrumento. Una vez armada la guitarra, se procede al fileteado para ocultar todas las uniones y así embellecerla, a base de tiritas de madera teñidas o en su color natural, siempre buscando el contraste con la tonalidad de la caja armónica. Seguidamente se sitúa el diapasón y se procede al entrastado, otra de las labores de mayor precisión, pues de su exacta ubicación dependerá la correcta afinación de los sonidos. En este punto se emprende ya el pulido y barnizado de la guitarra con unas técnicas de acabado artesanal que conllevan la aplicación manual de polvos de pómez y goma laca, con diversas pasadas a muñequilla. Tras ello, comienza el encordaje, para lo cual hay que disponer bajo la boca el puente o listoncito donde se anudan las cuerdas, mientras que en la cabeza pueden ya instalarse las clavijas, o sea, el mecanismo para tensarlas. En el sistema tradicional de la guitarra flamenca, las clavijas se insertan directamente en la cabecilla, y cada una tiene un orificio por el que entra la cuerda correspondiente. Sin embargo, la dificultad de su afinado desplaza este sistema en favor del clavijero mecánico, antes exclusivo de la guitarra clásica, consistente en dos placas metálicas con tres clavijas adosadas cada una, que se atornillan en los laterales de la cabeza. Aunque cada uno de los elementos que conforman la guitarra lleva siempre el sello de su creador, hay detalles como los mosaicos y, sobre todo, la forma de la cabecilla del mástil, que revelan claramente la autoría del instrumento. Circunstancia perfectamente conocida por el cliente que se dirige a ellos en busca de su particular modo de hacer.
Esther Fernández de Paz |