A vista de pájaro la Peña de Arcos es como un inmenso animal prehistórico dormido en la llanura –a lo lejos montes azules–, junto a los meandros del todavía pequeño Guadalete y el embalse que lleva el nombre del pueblo. A su alrededor hileras de frutales, tierras fértiles bien cultivadas. Sobre el lomo del animal se arraciman casas y torres, se mezclan blancos y dorados. Si nos posamos en su parte más alta, en la Plaza del Cabildo, podremos asomarnos al impresionante tajo de cien metros, tendremos a nuestra espalda el hermoso templo, con dimensiones catedralicias, de Santa María de la Asunción, de un gótico exultante, pero con una hermosa torre de porte clásico, a un lado el castillo almenado y el ayuntamiento y al otro el Palacio del Corregidor, hoy parador de turismo. Ancha plaza, sobrada, sin embargo, de coches. No nos faltarán otros miradores. Más abajo tendremos el de los Abades y al otro lado, el de la Peña Vieja.
De inmediato, subir y bajar, mirar y admirar, templos –San Pedro sobre todo–, conventos y palacios, delicadas fachadas –a veces encaje, como la del palacio del Conde del Águila, gótico-mudéjar– y patios no menos delicados, cuajados con frecuencia de macetas, como muchos rincones, microplazas silenciosas como la del Cananeo, el laberinto de la calle empedrada que se retuerce, la casa nobiliaria puede ser hoy una tienda de insospechadas antigüedades, un restaurante de cocina renovadora, un pequeño y cuidado hotel, la sede de alguna animosa asociación; la iglesia una sala de exposiciones o recinto para conciertos, el mercado de abastos un antiguo convento. De día, por ese laberinto –a veces nos sorprenden un arco, por lo general encalado, unos restos de murallas– la luz reverbera en la cal y se hace cegadora. También habremos de frotarnos los ojos ante el Convento de la Caridad, de un alegre estilo colonial que nos transporta a México.
Si callejeamos en Semana Santa y de noche, viendo cómo sortean los costaleros esquinas, balcones y angosturas, tendremos otra visión de la ciudad, acaso mística, pero tampoco nos sorprendería atisbar en cualquier rincón al embozado Corregidor y a la esquiva molinera. Por el Corpus, la buena tradición de las calles alfombradas de romero y juncias. A esta ciudad alada se vuelve siempre, y siempre sorprende.
Antonio Checa