Poco más de dos meses después del asesinato de Dato, el 23 de mayo de 1921, y bajo un gobierno presidido por Manuel Allendesalazar, don Alfonso XIII comete una grave imprudencia. Con motivo de una reunión de aceituneros en Córdoba, el Rey pronuncia un discurso en el que anuncia su propósito de obrar al margen de la Constitución. Juan de la Cierva, ministro de Fomento, que acompaña a Don Alfonso XIII en su viaje, es testigo de los hechos, y con su decidida intervención procura remediar en lo posible el desafuero real. “Apenas [Alfonso XIII] comenzó su discurso –relata en sus memorias–, comprendí que se había dejado ganar por el ambiente, tan sugestivo e impresionante como he procurado reflejar, y temí que dijera algo que no fuera oportuno; al oírle que en aquella hermosa ciudad quería hablar con el corazón, Viana, que estaba enfrente de mí, me miró expresivo y comprendí que abrigaba el mismo temor que yo. Al Gobernador, que se sentaba a mi lado, le ordené que prohibiera toda comunicación telegráfica y telefónica sobre el discurso del Rey. Y al mismo tiempo, en el menú, que era bastante grande, fui escribiendo con lápiz el discurso, suprimiendo, modificando y adicionando lo necesario. El Rey dijo que estaba dispuesto a vencer todos los obstáculos que la política apasionada y censurable oponía al progreso y el bienestar de España; habló de que las reformas importantes, las que debieran ser de igual interés para todos, tropezaban con dificultades que la lucha de personas e intereses hacía casi insuperable; y que él, dentro o fuera de la Constitución, tendría que imponerse y sacrificarse por el bien de la Patria”. Al término del discurso del rey, acogido con ovaciones delirantes, los presentes piden que hable Juan de la Cierva. El ministro se excusa alegando que “después del rey no podía hablar nadie. Yo no podía tampoco rectificar al rey”, se lamenta. A continuación llama a Luis Martínez de Galinsoga, del diario ABC, a quien lleva como jefe de los periodistas que acompaña al séquito real. El ministro le pide que, en su nombre, les ruegue se comprometan a no dar más versión por teléfono que la que el mismo ministro les facilite. “Lo ofrecieron y lo cumplieron –constata Juan de la Cierva. Mientras Galinsoga hacía las gestiones que le encomendé, me aproximé al Rey, le entregué el menú con lo que yo había escrito y le pregunté si lo había traducido con exactitud. Lo leyó despacio dos veces y con semblante risueño me dijo: Sí, hombre, sí; es eso”. Cuando el tren arranca, de regreso a Madrid, don Alfonso XIII abraza a su ministro y le da las gracias “por haberle sacado de un mal paso”. El rey intenta justificarse: “se me fue el corazón a los labios y no he hecho bien. Sin tu agilidad y cuidado nos habrían dado serios disgustos”. De nada sirve, sin embargo, el intento del ministro de rectificar la imprudencia de don Alfonso XIII dejando traslucir su deseo de saltarse a la torera los límites que marca la Constitución. La versión auténtica del discurso se divulga, “porque en Córdoba lo habían tomado taquigráficamente, y los periodistas, ya en Madrid, refirieron lo ocurrido. Tanto en el Parlamento como en la prensa Juan de la Cierva afirma que la versión auténtica del discurso es la que él ha dado “con la comprobación de Su Majestad, que la encontró exacta. No admití más discusión –concluye–, y me encerré en esas manifestaciones”. Pasados muchos años, el recuerdo de la pifia real perdura. Pedro Sainz Rodríguez le pregunta en 1978 a don Juan de Borbón y Battenberg si es verdad que en cierta ocasión, siendo niño, al despertarse en plana noche, en el Palacio de Oriente, pregunta: “¿es que nos vamos? La explicación del conde de Barcelona es afirmativa, y pese al tiempo transcurrido recuerda “aquel discurso del Rey en Córdoba, que se comentó mucho; poco menos pareció que era el principio de la dictadura”.
Rafael Borrás Betriu De El Rey perjuro. Don Alfonso XIII y la caída de la Monarquía. |