Nació, creció y vivió en una ciudad que guarda todavía un aire cierto de polis griega, donde la gente habla con desconocidos y sueña con imposibles. Era el lugar viejo en donde se vinieron a vivir los dioses y del que huyeron los banqueros genoveses en cuantito se acabó el monopolio y del que se fugó su burguesía en el momento en que empezaron a faltar beneficios y hallares. Cádiz es hoy lo que fue siempre, un puñado de calles sobre las que manda el pueblo: damiselas de tertulia y pericón, matasanos que se arruinaban en una timba, chicucos que añoraban el otro extremo del mapa, gallegos de los freidores, alicantinos de los barcos, albañiles de Medina, mañaneros ciclistas de Chiclana y de La Isla, pícaros del carnaval, sordos de Astilleros, mozalbetes que se zambullían junto al puente canal y parados que echaban la caña desde las balaustradas de la Alameda. Esto es lo de hoy y lo de siempre es lo mismo. Cádiz, con su aristocracia del chiste y su panteón de notables, que lo mismo incluye la parla de Castelar que la santidad de Salvochea o que alcanza a las callejuelas de La Viña que sobrevivieron a maremotos y a piratas, o a las del barrio, el de Santa María, por donde aún campa la leyenda urbana de Ignacio Espeleta, que según Chano Lobato comía mucho y debió de ser cierto. De Espeleta conserva algo más que recuerdos o aquel cante que todavía interpreta y que pregunta “cómo quieres que te abra la puerta de mi bohío”; sino que forma una estirpe que le relaciona con él y con otros dos ingenieros del talento, Pericón y Beni de Cádiz entre otros muchos. Su gracia en escena resulta uno de sus distintivos mayores, pero también puede confundir a quien se acerque a su obra, superficialmente: “Mayormente, es por los nervios. Estoy en un estado tan nervioso, cuando estoy arriba, porque soy muy responsable, muy buen aficionado, que cuando meto mano, digo dos o tres cositas de esas, de las que al público le gusta. En el Espárrago Rock de Jerez, en una carpa llena de muchachos jóvenes, dije cualquier cosita de esas y como van por dentro y es cultura viva, cayeron muy bien. Pero no es que vaya con ese argumento premeditado”. Se está perdiendo la gracia, admite. La que antes hubo, “a pesar de las fatigas”. Pero el ingenio sobrevive: “También existe hoy esa cosa anárquica, de Cádiz”. “Y como yo me manifiesto así, porque me sale, me da pena que no vayan a considerarlo bien los buenos aficionados”, recela. Chano supone, hoy por hoy, el penúltimo eslabón de esa saga burlona y pícara, en la que la gracia no es una profesión, sino una sabia actitud ante la vida. Claro que Chano es mucho más: “Chano Lobato –escribe Ángel Álvárez Caballero— ha sido seguramente el mejor cantaor para baile en la historia. Por lo menos en el siglo XX. Los grandes bailaores y bailaoras se lo disputaban. Y hablo en pasado porque ahora, desde que pudo liberarse de esa servidumbre y cantar adelante junto al guitarrista, ya no se prodiga en ese campo. Pero que quede el dato de que acompañó durante dieciséis años al bailarín Antonio, bien significativo al respecto, y fue siempre el preferido de una bailaora de la categoría de Matilde Coral”. “El baile ha sido el cuenco de mi vida”, sentencia. “En él, me he llevado 40 años, y es en donde me he soltado. Es una cosa que es muy buena, te placea, sabes estar en la escena, es muy importante. Cuando chico daba mis vueltecitas, cuando se originaba, como ahora, como uno más”. Cantaor de alante, cantaor de atrás, sus poderes son el compás y la memoria, que no sólo reina en los palos festeros o en las cantiñas, sino que se templa por soleá, con la solvencia como declamaba. Quiso ser torero pero se quedó en cantar “cayó el toro de rodillas”. Por su voz de juglar veterano, ligado a la tierra como un romancero, circulaban tanguillos del compadre Manuel Tablones o de los duros antiguos que tanto en Cádiz dieron que hablar. Pero también guajiras que sabían a café bebío o Atahualpa Yupanqui metido por bulerías con la letra de “El arriero”. Viajero por los cuatro vientos, Chano Lobato aprendió la lección que canta por alegrías: “He recorrido el mundo entero,/ y he llegado a la conclusión,/ que los flamencos de Cádiz/ no tienen comparación”. Con su mujer, la bailaora Rosario Peña ‘La Chana’ formó pareja artística y no duda en reconocer sus fuentes cantaoras: “Yo, me he reflejado mucho en Aurelio Selles, después he echao mano a Caracol, Mairena, la Niña de los Peines, Vallejo”, enumera este devoto del Mellizo, Chiclanita, La Butrón, Manolo Vargas, muchos otros. Sus padres apuntaban cantes, pero nunca fueron profesionales. Y su Universidad verdadera fue un viejo barrio de pescadores, callejuelas cargadas de escasez y de sabiduría: “En esa tienda del Mataero, había un señor que se llamaba Terradas. Esa tienda del Matadero, que era muy grande y todos los artistas de las fiestas de Cádiz descansaban allí, con el Mataero enfrente. Los flamencos del barrio paraban allí, porque entonces no era como ahora, que hay televisión, sino que se contaban historias. Allí había un señor que se llamaba Terrades y que hablaba muy bien de cosas históricas. Que si a Cádiz vinieron los romanos, que si a Cádiz vinieron los tartesos, no se qué, que si Cádiz no se llamaba Cádiz sino que se llamaba Gades, que estaba hundido allí enfrente... Y a todo eso que le dice El Churri a Ignacio Espeleta: “Ignacio, esto que está hablando este hombre, ¿de cuándo es?”, “Eso tiene muchos años, eso tiene muchos años”. Y dice el Churri: “¿Y de todo esto se acuerda ese hombre? ¡Si yo acabo de salir de casa y no me acuerdo de donde he dejado las llaves!” Juan José Téllez |