La literatura e historiografía sobre la Guerra Civil en Andalucía es cada vez más importante. Además de las alusiones en las monografías de los triunfadores o los exiliados, los hispanistas extranjeros se hicieron cargo desde fechas tempranas de investigar algunos de los capítulos más conocidos del conflicto en el mediodía español; caso de Ian Gibson con el asesinato de García Lorca, o de Ronald Fraser, en su incursión a través de fuentes orales en la provincia de Málaga. El interés internacional suscitado por este hito histórico está justificado si nos atenemos a su trascendencia en la historia del siglo XX en España, y a la intervención exterior en el conflicto como entrenamiento previo a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, fue a partir de los años ochenta cuando surge un interés autóctono en las universidades andaluzas por conocer el desarrollo y las consecuencias de la guerra a escala provincial, contando en la actualidad con obras que permiten recomponer el mapa regional casi en su totalidad, y abordar aspectos de carácter más social que militar, como la represión, las relaciones de sexo-género, la vida cotidiana, etc. Conviene poner en evidencia el rol peculiar de Andalucía en el desencadenamiento y transcurso de la Guerra Civil trascendiendo la tradicional lectura de la misma como un enfrentamiento maniqueo entre los verdaderos patriotas y la “Anti-España”. Para ello, hay que tener en cuenta que las causas últimas que propiciaron ese hundimiento del Estado serían idénticas, dentro de su anacronismo, a las del resto de la Península Ibérica: la lucha estructural de clases y el enfrentamiento coyuntural en la crisis de los años treinta, entre el liberalismo modernizador de la Segunda República y el tradicionalismo autoritario, político y religioso del Ejército y los sectores más acomodados de la sociedad. Y es que, recayendo el detonante y principal responsabilidad sobre la facción de militares golpistas, la reacción ante una falsa “tercera vía” o amenaza revolucionaria, proveniente del debilitado Gobierno de la izquierda republicana, ha quedado probadamente desacreditada. Andalucía representaría en el esquema geográfico de los dos bandos enfrentados, a la vieja España agraria, eminentemente rural y económicamente atrasada, donde las relaciones clientelares del caciquismo pervivían entre una población analfabeta y una cultura católica y tradicional, opuesta al modelo urbano, industrial, autonómico y pluralista, comprendido entre el País Vasco y el eje de Madrid, Barcelona y Valencia, símbolos de la consigna del “No pasarán”. Las medidas reformistas del Gobierno de Azaña, liderado entre 1931 y 1933 por la coalición republicano-socialista, atentaban demasiado a los privilegios de los propietarios agrarios andaluces como para permitir su continuidad tras la victoria in extremis del Frente Popular en 1936. De hecho, ningún bloque social contaba con la hegemonía suficiente para imponer su estrategia de salida a una crisis arrastrada desde la Restauración y acentuada por el crack del 29. Por ello, el intento de golpe de Estado que desencadenó la guerra estuvo respaldado, sobre todo, por los sectores afectados económicamente por el cambio político. Un cambio representado en la reforma agraria, hacendística y bancaria; la ocupación legal de tierras y asentamientos; el rescate de bienes comunales o las nuevas medidas de relaciones laborales desarrolladas por el dirigente de la UGT, Largo Caballero, junto a otras medidas como la instauración de un Estado y una educación laica, o la conversión del aparato militar en un instrumento moderno y controlado constitucionalmente. Andalucía conformaba la II División Orgánica del Ejército, con capital en Sevilla. La jefatura de la sublevación militar del 18 de julio es encomendada allí al general Gonzalo Queipo de Llano, un personaje célebre por sus intrigas políticas y sus sensacionalistas comunicados para Unión Radio a lo largo del conflicto. A pesar de ello, se le otorga el mando omnímodo (virreinato lo califican algunos) de una región que era el enlace natural para los rebeldes desde África, convirtiendo los puertos y aeródromos estratégicos de Sevilla y el Campo de Gibraltar en base de operaciones para el avance hacia Madrid. La situación social estaba claramente delimitada por las diferencias existentes entre la Alta y la Baja Andalucía. Los jornaleros agrícolas, con una militancia anarquista importante, predominaban allá donde la tenencia de la tierra se concentraba en manos de terratenientes, claramente vinculados a los sectores ideológicos más reaccionarios. En la zona oriental, el minifundismo y la mayoría de pequeños propietarios creaban un clima social de mayor moderación política. No obstante, esa división que a priori podría hacer pensar en el arraigo de posiciones más combativas en la Subbética marcó la zona donde triunfó el golpe, dando origen al estallido de la guerra. Los rápidos movimientos de tropas del ejército colonial y el apoyo del triángulo Sevilla-Lisboa-Gibraltar, junto a las fuerzas paramilitares como la Falange y el carlismo de Manuel Fal Conde, asentaron a los autodenominados “nacionales” en la Baja Andalucía, desencadenando la represión masiva e inmediata de los sectores sociales potencialmente más resistentes. De “expedición punitiva” podrían calificarse pues las medidas draconianas adoptadas contra los obreros de Triana y La Macarena, los jornaleros ácratas de la campiña, como Baena o Palma del Río, y los mineros de Peñarroya-Pueblonuevo o la Sierra de Aracena. Este hecho hizo que esas zonas fueran, desde agosto de 1937 y hasta febrero de 1938, especialmente pródigas en guerrilleros, como los “Niños de la Noche” de Córdoba, y en huídos hacia localidades de la frontera lusa, como Barrancos o Encinasola. Y es que, aunque la decisión de José Giral de entregar las armas al pueblo no surtió efecto en provincias como Cádiz, Sevilla y Huelva, la proximidad de la Escuadra republicana y la movilización de columnas mixtas de voluntarios onubenses, hizo que los rebeldes tuvieran que limar posiciones tomando pueblo a pueblo hasta Ayamonte, localidad estratégica para el contacto con Portugal y el Atlántico. Málaga, Córdoba y Granada, por otro lado, vieron ocupado parte de su territorio, y Jaén y Almería se mantuvieron en el bando gubernamental hasta el final del conflicto. El río Guadalquivir sería la línea oblicua de frontera entre esas dos zonas, marcadas por las disputas y las diferencias entre la ciudad y el campo. El periodo de tensión latente vivido desde la victoria del Frente Popular y las elecciones de compromisarios de abril de 1936, sirvió a los generales del 18 de julio para programar la sublevación, siguiendo la tradición intervencionista del Ejército en la historia contemporánea española y la estela de intentonas previas, como la de Sanjurjo en 1932. De hecho, según algunos historiadores, el modus operandi de la ocupación de Sevilla siguió una táctica exacta a la llevada a cabo cuatro años antes. Posicionamientos. La Confederación de Derechas Autónomas (CEDA) donde se integró la “minoría selecta” de la “gente de orden” y gran parte de los sectores profesionales urbanos, opuestos a la coalición del primer bienio con el obrerismo socialista, iniciaría desde el mismo 16 de febrero una política boicoteadora contra la República, basada en una campaña de alteración del orden público y deslegitimación desde la prensa. En Granada, otros sectores de la burguesía corrieron a las filas de la Falange como respuesta a las huelgas y los ataques contra tiendas, fábricas y el club de tenis, desencadenados durante esa primavera de 1936. No obstante, descartando la influencia de un partido fascista de masas, como en Italia o Alemania, tanta relevancia tendría en la imposición de los insurgentes del 18 de julio la profesionalidad y los apoyos del Ejército africanista, frente a unas milicias vulnerables y descontroladas, como el miedo de las clases medias a la radicalización popular. Este hecho explicaría además la rápida entrada por Algeciras de las tropas moras, contando con los auspicios de otros sectores sociales como los empleados de la Telefónica, cuyo papel en las comunicaciones era esencial en esos momentos. Finalmente, la actuación de los militares y la Guardia Civil fue de una adhesión mayoritaria al levantamiento, pese a la obstrucción de algunos de los mandos, como el general Campins en Granada, y de parte de la oficialidad de los Cuerpos de Seguridad del Estado. En Almería, por ejemplo, pese a la supremacía militar de los sublevados, la aviación leal republicana y, sobre todo, la actuación del barco destructor Lepanto conseguirían que la autoridad del Gobierno Civil no se vulnerara, obligando a rendirse a las fuerzas insurgentes, lideradas por el coronel Huerta Topete. Los rebeldes se imponen en las capitales de Sevilla, (Queipo y Cuesta Monereo); Cádiz (López Pinto y Enrique Varela); Huelva (Haro Lumbreras) y las ciudades asediadas de Córdoba (Cascajo), y Granada (Valdés Guzmán y Muñoz Jiménez), donde además se apoderaron de la fábrica de municiones de El Fargue. Con ellas, entre el 1 y el 4 de agosto se desharían de las legítimas autoridades civiles y militares en dicha ciudad, junto a las de Cádiz y Huelva, que se opusieron al golpe. Y, aunque Queipo, al igual que el general Mola, asegurase el día 22 de julio a los periodistas del Abc la naturaleza netamente republicana del levantamiento, el 15 de agosto de 1936, colocaba junto a Franco y Millán Astray la bandera bicolor de la Monarquía en Sevilla. Las gestoras de la Baja Andalucía, dependientes de la Junta de Defensa Nacional de Burgos, primero, y de la Junta Técnica del Estado después, pasan de estar controladas por ediles legalistas y elegidos democráticamente, a antiguos primorriveristas o mauristas, y a militares o jóvenes falangistas, finalmente, dispuestos a medrar por el poder y “a lo que hiciera falta”. Por el contrario, en las provincias orientales que consiguieron frenar el golpe, se instalaría a partir de entonces una situación de comitecracia, que atomizó el poder de la Administración central, entregando la organización de la retaguardia republicana a organismos autónomos o paralelos, con juntas y consejos liderados por los representantes de los sindicatos y partidos obreros del Frente Popular. Por otra parte, la tradicional oposición entre espacios masculinos y femeninos en tiempos de guerra, se permeó débilmente permitiendo que las mujeres se ocuparan por primera vez de la vida pública. Aunque conocemos casos singulares de milicianas andaluzas o que combatieron en la región, como la joven catalana Lina Odena, que se suicidó en el frente de Guadix antes de ser apresada por los nacionales, su labor más significativa discurriría en la retaguardia. Ora integrando las múltiples organizaciones políticas creadas ad hoc, como la Agrupación de Mujeres Antifascistas, la Unión de Muchachas, las Mujeres Libres anarquistas o la Sección Femenina de Falange y las margaritas tradicionalistas, ora sirviendo a la quinta columna desplegada entre Lanjarón y Cartagena como espías, enlaces o derrotistas. No ocurriría lo mismo en el caso de los hombres, quienes se erigieron en únicos defensores de la República o el levantamiento, con las armas y de cara al enemigo. Las milicias populares, organizadas en columnas y con una poliorcética arcaica, que a menudo derivaba en la guerra de guerrillas, no consiguen regularizarse hasta octubre de 1937, momento en que da respuesta a las órdenes de Indalecio Prieto, primero, como ministro de Guerra en septiembre de 1936, y Francisco Largo Caballero, después, como presidente del Gobierno en febrero de 1937, comienzan a operar los dos cuerpos del Ejército Popular de Andalucía, con sede en Baza. Apoyos internacionales. Pese a no librarse batallas tan decisivas como la del Jarama o el Ebro, las campañas militares más importantes desplegadas en suelo andaluz habrían de corresponder a la primera fase de la guerra, cuando “el reñidero español” decantó el juego de lealtades internacional de parte de los rebeldes. Así, con el polémico Pacto de No Intervención como telón de fondo, por el veto de Inglaterra al Gobierno francés de León Blum, los sublevados contaron desde el principio con la eficaz ayuda proveniente de Alemania, Italia, Irlanda, y los “viriatos” de Oliveira Salazar. Frente a semejante contingente, el voluntarismo de los brigadistas internacionales que acudieron en auxilio de la República, y los envíos de armamento por la URSS resultaron insuficientes, máxime teniendo en cuenta la reducida capacidad de maniobra de dichos efectivos en las manos de inexpertas milicias populares. En esta desigualdad de fuerzas transcurrieron operaciones tácticas como la que corrió paralela a la frontera lusitana, con el avance de la “columna de la muerte” desde Sevilla a Badajoz; la que permitió a los sublevados hacerse con el control en Jaén del Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza, retratado sumariamente por la prensa republicana, tras el fracaso de Miaja de avanzar sobre Córdoba, y sobre todo la que, con ayuda de los trece batallones italianos que conformaban el Corpo Truppe Volontaire enviado por Mussolini, al mando de Roatta, hizo sucumbir a la resistencia republicana en Málaga, de enorme valor estratégico para las comunicaciones. Así recuerda aquellos momentos Francisca Rodríguez, enfermera personal en Salamanca del embajador del Duce, Roberto Cantalupo, quien reflejó precisamente en sus crónicas Fu la Spagna el ritmo acelerado de ejecuciones al compás de la caída de las capitales andaluzas: “Yo no salí de la embajada, porque a aquel señor tuvieron que operarle, al embajador, pero no lo querían decir, todo tapadito... Allí había mucho, mucho secretismo. Mucho salón… A mí, claro, no me daban explicaciones, como yo no entendía italiano... pero sí, yo les “caviscaba” mucho. Una vez, en el frente, hicieron los nacionales un cerco al Ejército Rojo, le hicieron un cerco como una sartén, en redondo y como un asa larga por donde entraba el ejército. El general Queipo de Llano, que estaba en Sevilla… y era un hombre muy serio, alto, seco, pero muy simpático, fue a ver a este señor alguna vez... Me cogió una noche del hombro y me aprieta para abajo, con chunga ¿no? Se ríe y dice: “Mira hija, pasan de Málaga”. Bueno... yo me quedé que no sabía a qué se refería, lo que él tenía en su imaginación, y cuando se marchó..., supe que era la toma de Málaga”. Los deseos de hegemonía de la Falange sobre el resto de fuerzas políticas de la inminente Unificación con los carlistas, en abril de 1937, hacían que la Delegación de Sección Femenina en Sevilla, propusiera actuar desde el primer momento de la entrada de las fuerzas franquistas en la capital: “Teniendo en cuenta que Málaga, donde desgraciadamente habrá que hacerlo todo nuevo, donde se entrará a modo de colonizadores, sea Falange la que se imponga desde el primer momento con sus colores, su estilo, su espíritu y generosidad social”. Así, la toma de esta ciudad atacada por tierra, mar y aire en el arco comprendido entre Marbella-Antequera y Alhama, se adoptaría como “modelo a otras provincias que son también campos de batalla y cuyas capitales están en poder de los rojos”, caso de Jaén o Almería, cuya delegación dependía de Granada. Huída. La toma de Málaga marcó así un hito trascendental en la guerra, ya que, además de la importancia de la ciudad para la retaguardia, la huída o desbandá por la carretera hacia Motril de la población civil derrotada, y el consiguiente bombardeo de los Junkers alemanes, supuso una operación de exterminio similar por su magnitud a los desastres de Guernica y Durango. Así, al menos, relataron la tragedia plumas tan reconocidas como las del comunista de El Mono Azul Rafael Alberti, el socialista Julián Zugazagoitia, o la del periodista Arthur Koestler, detenido allí el 9 de febrero de 1937. Tres meses después de ese suceso, cuando los malagueños se encontraban en la complicada fase de reagrupamiento en Almería, duplicando el número de habitantes de su capital, se produjo el bombardeo alemán de esta ciudad, volviendo a crear un clima de terror generalizado, con el resultado de 39 muertos y más de un centenar de heridos. Según las noticias del historiador Tuñón de Lara, Edén criticó el bombardeo de Almería como susceptible de engendrar una guerra mundial, pero quedó intimidado cuando el Gobierno alemán le respondió que eso dependía de la actitud que Gran Bretaña adoptase con el “gobierno rojo”. El 18 de agosto de 1936, Queipo de Llano ya lo anunciaba en la radio: “El 80 por ciento de las familias andaluzas están de luto y no vacilaremos en acudir a medidas más rigurosas”. Y es que, efectivamente, sería en esos primeros meses de guerra que transcurren entre julio de 1936 y comienzos de 1937, cuando se produjeron el 80 por ciento de las víctimas de una represión indiscriminada por ambos bandos. Los casos de Baena y Ronda o el campo de Turón, en Granada, son terribles ejemplos de las listas negras de presos nacionales, que serían conducidos a las checas y bodegas de los barcos-prisión, para “pasearlos” posteriormente hasta los cementerios, o los pozos de Tahal y Tabernas en Almería. A partir de entonces, la creación de tribunales populares en zona republicana trataría de regular la administración de justicia, acabando con las persecuciones políticas y anticlericales de los descontrolados. En esta actividad se distinguiría el Tribunal de Jaén, ciudad donde tras las primeras sacas de labradores de agosto de 1936, se juzgó a más de un centenar de derechistas cordobeses, desplazados allí para recibir sentencia. Por otra parte, para combatir a la quinta columna franquista infiltrada en las organizaciones proletarias desde el inicio de la guerra, se creó un primitivo sistema de controles e información organizado por el teniente coronel Cabrerizo, y cuyos componentes eran conocidos a nivel nacional como “los Federicos”. No obstante, fue Indalecio Prieto quien, tras la Semana Sangrienta de Barcelona, pasó a reglamentar esta red de contraespionaje denominada Servicio de Información Militar (SIM), y dotada de diversos profesionales, casi todos socialistas, ya que debido a las desavenencias en el seno del Frente Popular se evitó en todo momento que el PCE, al cargo de gran número de organismos del Estado, penetrase en la misma. Dirigido por un abogado y maestro nacional llamado Enrique Francés, el SIM ampliaría sus competencias, en paralelo a la policía militarizada franquista, o SIMP. Con ellas gozaría de un poder casi omnímodo y rodeado de secretismo, en materia de jurisdicción militar, debido a sus métodos implacables, con jueces y cárceles propias. El servicio de espionaje gubernamental en Andalucía radicaba en Baza y tenía sus destacamentos en Almería, Albox, Guadix, Jaén y Águilas. Desde Guadix operaba José Contreras García, quien se internó en abril de 1938 en Almería, haciéndose pasar por teniente de ingenieros y enlace fascista dedicado a pasar gente a Granada. Allí se pondría en contacto con todas las personas de derechas que creía dispuestas a colaborar en el complot contra la República, reuniéndose en un estanco de la Almedina para celebrar encuentros con agentes de carabineros y guardias civiles que les comunicaban las noticias del campo nacional. Como demuestran las estadísticas del epígrafe dedicado a la dictadura, en esa Andalucía ocupada por los franquistas, la aniquilación sistemática de cualquier elemento de oposición continuaría, aunque a un ritmo atenuado, hasta el final de la Guerra Civil. Juicios sumarísimos. Poco después de la creación de los tribunales populares, comenzarían a funcionar los juicios sumarísimos de la Fiscalía del Ejército de Ocupación, dejando expedito el paso a fenómenos represivos como el fiscal militar de Huelva, Felipe Acedo Colunga. No obstante, se alternarían las fases de oleada de castigo, que afectaron a Sevilla, Córdoba, Cádiz, Huelva y también Badajoz, con purgas más selectivas y ejemplarizantes, contra intelectuales, políticos con antecedentes izquierdistas desde 1934 y jóvenes dirigentes obreros, como los de Lucena. Junto a los “bandos de guerra” y pelotones de fusilamiento, el universo carcelario franquista tuvo en los campos de concentración como La Granjuela, las colonias penitenciarias militarizadas del Canal del Bajo Guadalquivir, y las prisiones de Córdoba, Málaga, Jaén o el Puerto de Santa María, sus coordenadas de referencia en el Sur de España. En ellas, se permitiría concentrar a multitud de disidentes políticos durante la posguerra, y experimentar con el psiquismo marxista de los brigadistas internacionales o las mujeres republicanas. Y es que la “violencia de género” y la represión padecida por las mujeres, pese a no superar el 10% de las víctimas mortales, tendría especiales connotaciones moralistas, como demuestra el hecho de que las cordobesas tuviesen prohibido por orden de las autoridades militares, el vestir de luto o visitar el cementerio el Día de Todos los Santos de 1936. Cuando el doctor Negrín llega al Gobierno en mayo de 1937, sin grandes apoyos sociales ni políticos, tiene que hacer frente a nuevos problemas como la reorganización militar de la defensa republicana, el abandono internacional, la ruptura del ideal de la unidad de clases en el seno del Frente Popular, y el agotamiento moral y material de la población. A pesar de ello, el defenestrado Largo Caballero había conseguido eliminar los comités instalados en las provincias del este de Andalucía, dando paso a la constitución de consejos provinciales y municipales. Con ellos se devolvió el poder a las instituciones legalmente constituidas, mediante una representación proporcional de las fuerzas políticas democráticas. No obstante, aún sin llegar a situaciones de abierto enfrentamiento como en Barcelona, los conflictos y disidencias intestinas entre los sindicatos y partidos obreristas (faístas, comunistas, poumistas antiestalinistas y socialistas de Negrín, de Prieto o la “Línea” de Largo Caballero, abiertamente enfrentados entre sí) fueron constantes, por la discrepancia entre la necesidad de ganar la guerra o hacer la revolución social. Expropiaciones. Los primeros intentos revolucionarios que acompañaron a la retaguardia republicana, llevando a cabo confiscaciones de tierras, empresas e inmuebles por las Juntas de Fincas Incautadas, fueron también declinando. Frente a las medidas de expropiación emprendidas en Cataluña y Aragón, o la cercana provincia de Ciudad Real, el proceso colectivista en Andalucía fue más tardío, afectando a un 65% de la superficie útil de Jaén, y un 15% de la almeriense, lo que se tradujo en la colectivización de un 52 y un 3´4% del total provincial, respectivamente. Las comunas rústicas y urbanas andaluzas, bajo el control mayoritario de los comités de enlace UGT-CNT y la FNTT, derivaban, en general, de sanciones políticas hacia los propietarios, limitándose en el caso de la industria y el comercio al control más que a la incautación de las mismas: comunicaciones y transportes, la banca y las empresas energéticas o derivadas de la agricultura, como al agua de riego. En el caso de las entidades extranjeras, los consulados intervinieron rápidamente para protegerlas, paralizando su actividad al inicio del conflicto por temor a la incautación, y reanudándola en cuanto la zona en que se encontraban quedó bajo control franquista, caso de Linares, Río Tinto, la Tharsis Sulphur and Cooper o la Sociedad Francesa Minero-Metalúrgica de Peñarroya. Así, las principales exportaciones de Andalucía (cobre, plomo, vinos y aceite de oliva) pasaron rápidamente a manos de los rebeldes, que además poseían las importantes reservas cerealísticas de Castilla. Fue en los límites de esa economía de guerra, centrada en el abastecimiento a los frentes y en la difícil política de subsistencias de la retaguardia, donde las mujeres obtuvieron su carta de ciudadanía como ejército de reserva. Gracias a la colaboración en las labores del campo, como la cosecha de la naranja, la uva y la aceituna, o debido a su labor de solidaridad, las andaluzas disfrutaron de una actividad pública inusitada. Pero en 1937, los créditos del Instituto de Reforma Agraria no consiguieron satisfacer la demanda de consumo de la zona republicana, y en marzo de ese año ya se había articulado una política de racionamiento, que traería aparejada el alza de los precios y la aparición del mercado negro, área de actividad donde ellas se moverían como expertas intermediarias del estraperlo. El territorio de socialización de las mujeres en ese contexto bélico, se ciñó así a tres pilares básicos: la producción y abastecimiento de la población civil; la fortificación y defensa armada, y la formación educativa. La inversión gubernamental en la construcción de escuelas y programas de adultos, cursos de capacitación profesional, talleres y actividades extra-escolares, etc., coincidiendo con el espíritu renovador y laico del primer Bienio Republicano, siguió adelante en Jaén o Almería; mientras las misas de campaña y el nuevo “Espíritu Nacional” se instalaba en la Bética. Era la Andalucía de Alberti, Lorca o Antonio Machado, contra la de Pemán, Ganivet o Manuel Machado también. ‘Cruzada’. La institución eclesiástica y el apostolado de la Acción Católica, cordón umbilical de la vieja guardia clandestina, consagraron así la Guerra Civil como “cruzada”, decantando al clero sevillano, desde los jesuitas y capuchinos, hasta el mismo arzobispo de la capital, a colaborar con el capitán Manuel Díaz Criado, Delegado de Orden Público, en su labor represora. Quizás así, pensaron redimir al enemigo, culpable de las importantes pérdidas inmobiliarias y humanas sufridas en los primeros meses de conflicto, mediante la quema simbólica de templos y conventos como los de Málaga, Aracena o Almería. Y es que la importante fracción del tesoro artístico andaluz que se perdió en las mismas, proporcionó a la izquierda un motivo de unidad anticlerical, que identificaba esos iconos con los valores espirituales de la oligarquía. En el capítulo de los servicios sociales, la guerra dio origen a los hospitales de sangre y hogares infantiles; comedores populares y otras organizaciones de apoyo logístico, como la Agrupación de Amigos de la Unión Soviética, el Socorro Rojo Internacional o el Socorro Blanco tradicionalista, en el polo opuesto. El “Auxilio Azul” en Andalucía estaría centralizado por la Secretaria Provincial de Sevilla, desde enero de 1937. Y es que las afiliadas a Sección Femenina en la capital andaluza, al igual que el conjunto de la Falange antes de la Unificación, experimentaron un gran crecimiento, dándose la circunstancia de que, tanto en un bando como en otro, los extremistas falangistas o comunistas vieron inflada su militancia durante la guerra. Así, de las 195 afiliadas hispalenses en julio de 1936, se pasaría a 1.547 seis meses después, llegando a establecerse en 14 distritos de la capital andaluza y en 55 pueblos. Fue allí también, y no en Antequera, primera capital franquista de Málaga, donde 45 camisas viejas de la aristocracia local constituyeron su Jefatura el 15 de diciembre de 1936, “por ser precisamente Sevilla punto de Andalucía donde residen mayor cantidad de refugiadas malagueñas”. Con ellas empezaron a desarrollarse las actividades más importantes de dicho servicio: cocinas de hermandad, orfelinatos, postulaciones y atención a las instalaciones del “Auxilio de Invierno”, así como confección de prendas y banderas en sus propios talleres, gracias a que el Auxilio Social creado en la Delegación de Málaga tras la toma de la ciudad, se encargó del suministro de máquinas de coser y personal de las Centrales Obreras Nacional-Sindicalistas. Ese sería, en adelante, el modelo de caridad y beneficencia franquista, articulado como medio para la salvación de las almas de los rebeldes, frente a los recursos desplegados en concepto de justicia social por una República agonizante. En Granada, la constitución de la Sección Femenina de Falange, bajo el mando del jefe provincial, Antonio Robles, se fecha en la clandestinidad del mes de junio de 1936, experimentando casi 1.600 altas más a lo largo de la guerra, gracias entre otros factores a la visita de propaganda de Pilar Primo de Rivera en 1937 a la capital, Motril y el frente granadino del Peñón de la Mata. Ésta y otras líneas de batalla como las de Juviles o Vélez de Benaudalla defendidas por el XXIII Cuerpo del Ejército de Andalucía, se mantendrían de hecho activas, aunque agotadas, hasta prácticamente el final del conflicto. Ante el avance de los rebeldes, y sobre todo tras la derrota de Aragón, el presidente Negrín intentó negociar con el enemigo, pero el último invierno de la guerra puso en evidencia las enormes disidencias en el seno del frente antifascista. Los comunistas, leales al lema de Juan Negrín de resistir hasta el final, se opusieron al golpe del general Segismundo Casado y a la constitución del Consejo Nacional de Defensa, que trataría de firmar en vano una paz honrosa con Franco. Esta operación, apoyada por sectores anarquistas, republicanos y socialistas, junto a los militares que a 5 de marzo de 1939 veían inminente la derrota definitiva, habría de costar de hecho la vida a muchos dirigentes que se negaron a emprender la huída, y a los militantes del PCE y las JSU que, ante la negativa para reconocer a las nuevas autoridades, fueron encarcelados por sus antiguos correligionarios. Es paradigmático, en este sentido, el caso de Almería, donde finalmente autoridades como el dirigente del Partido Socialista y del Consejo Provincial, Cayetano Martínez Artés, fue detenido a última hora en el puerto de Alicante, mientras el líder comunista Juan García Maturana y apenas una docena de miembros de su partido, consiguieron huir en el último barco que saldría en la madrugada del 29 de marzo hacia Marruecos. La represión estructural franquista se prorrogaría así tras el 1 de abril de 1939, mediante la fachada oficiosa de la “Ley de Fugas”, las condenas carcelarias y el destierro forzoso hacia Centroeuropa y América de miles de personas. Una evasión que se hizo especialmente difícil para los andaluces, que tenían que cruzar la Península para terminar, en muchos casos, en las playas de Argelés Sur-Mer o los campos de concentración nazis. Más allá de las depuraciones y el miedo vivido en pleno conflicto armado, donde la muerte se hallaba a menudo en las cunetas, sería la continuidad de las “políticas de la victoria” y el exilio interior de la posguerra, lo que habría de poner en cuarentena a Andalucía y el resto del país durante el franquismo…, ese largo tiempo de silencio.
Sofía Rodríguez López |