Cincuenta años llenando los teatros de toda España dicen por sí mismo hasta qué punto llegó a calar Marchena en el alma popular. Por una parte renueva el repertorio de letras, buscando siempre una intención más lírica que trágica, acorde con la sensibilidad de la mayoría del público. Por otra parte, deja de lado el puro grito, cambiándolo por pura y exquisita melodía. A esto une la personalización de todo lo que canta. Como diría González Climent, redimensiona todo lo que toca. No adopta maestros ni modelos, sino que singulariza su forma de decir la copla, que sería irrepetible, a pesar de que contó con muchos imitadores, a través de los cuales, con evidente injusticia, se le ha querido, en ocasiones, juzgar. Pero la irrelevancia de sus discípulos no puede, en modo alguno, serle imputable. Su enorme afición le llevó a conocer, como pocos, el cante. A partir de ese dominio hace su creación personal de cada estilo, con especial fortuna en los cantes levantinos, que, como la taranta, cobran con él una nueva personalidad. También pone de moda toda la gama de cantes hispanoamericanos; en el caso de la colombiana, incluso puede decirse que su invención es propia. Por fin, sus recitados introductorios a la copla y sus romances, tan hermosos cuanto vituperados, limaron aún más las aristas del cante, haciendo que brotara de forma natural, como si la copla y el soliloquio y la propia vida del artista fueran una sola y misma cosa. Todo ello basado en una profunda conciencia profesional, realizando constantemente ejercicios para conseguir un pleno rendimiento a sus facultades. El gran respeto al público, a sus compañeros, el culto a la amistad, su generosidad para quienes supieron que el pretendido divismo de Pepe no era tal, terminaron por redondear su inmensa popularidad.
Eugenio Cobo |