Se identifica como Cultura Ibérica una serie de hechos y rasgos sociales, políticos y culturales, que caracterizan en Andalucía el periodo histórico de la Edad del Hierro, es decir, una etapa localizada, con matices según los territorios, entre el siglo VII y el siglo I antes de nuestra era. En términos étnicos la población que generó la Cultura Ibérica es la misma que desde el Neolítico ocupó el territorio andaluz, por lo que ha de descartarse que los pueblos iberos llegaran con su cultura ya configurada procedentes de África o de Asia, tal y como en algún momento se ha llegado a escribir. No obstante, hay grandes diferencias entre las distintas fases con que se caracteriza el desarrollo de los grupos sociales iberos, lo que es normal para un periodo de siete siglos de historia. Al menos se pueden distinguir cuatro grandes etapas: la primera ocupa desde inicios del siglo VII hasta fines del siglo VI o mediados del V antes de nuestra era, según las zonas, y se caracteriza por la aparición y desarrollo de los signos culturales más característicos de las culturas de la Edad del Hierro en el Mediterráneo (producción de instrumental agrario y armas en hierro, fabricación de cerámica a torno, fuerte desarrollo de la agricultura cerealista o incorporación de la arboricultura –almendro, vid y olivo– como nueva estrategia agraria). Desde el punto de vista social y político el periodo consolidó a la aristocracia como grupo dominante, lo que ya venía gestándose desde los inicios de la Edad del Bronce. La base política de la nueva sociedad fue el linaje. Aparentemente se trataba de una institución de parentesco, sin embargo, en realidad, basaba su existencia en las relaciones sociales de clientela, por las que muchas familias se integraban en el linaje sin tener relación parental alguna con él, tomaban el nombre gentilicio del aristócrata, cabeza de la institución, y entregaban parte de su producción agraria al príncipe a cambio del acceso a la tierra y de incorporarse a los circuitos de los regalos y servicios que ofrecía el aristócrata. La cultura ibera de este primer periodo es ya urbana porque la identidad del grupo comenzó a forjarse a partir del lugar de residencia de los linajes: los oppida; grandes o pequeños centros urbanos (según el poder del linaje) que, como Tejada la Vieja* , en Huelva, o Puente Tablas* , en Jaén, eran defendidos y mostraban el poder del linaje aristocrático por impresionantes fortificaciones, en este periodo con perfil en talud, levantadas con piedra y adobe y revocadas externamente con cal o pintura roja. El poder aristocrático se rodeó en este periodo de la simbología y las imágenes de tradición oriental que vinculaban al príncipe con las divinidades, pretendiendo quizás construir modelos políticos dinásticos, de ahí que las formas de enterramiento durante el periodo perdieran el carácter colectivo de los grandes túmulos de inicios del siglo VII antes de nuestra era, como es el caso de Setefilla, en Lora del Río, por la aparición de túmulos, a veces incluso sobre viejos, ocupados solamente por la tumba de la pareja fundadora del linaje con su rico ajuar funerario. Es este el momento de los grandes tesoros como el de El Carambolo* , en Sevilla. En la Baja Andalucía esta etapa corresponde al desarrollo de la cultura tartésica (->véase Tartesos). Segunda etapa. El segundo momento se desarrolló entre inicios o mitad del siglo V y mitad o finales del IV antes de nuestra era. Desde el punto de vista cultural se afirmó en este periodo la economía de la Edad del Hierro, sin embargo, se advierten importantes modificaciones, como el desarrollo de trazados urbanos de tipo ortogonal, como se deja ver en Puente Tablas, en Jaén, con calles paralelas y perpendiculares, y casas ordenadas en manzanas y levantadas con zócalo de piedras, paredes de adobe y tapial, y cubiertas de barro y caña. A veces la casa, siempre familiar, presenta planta superior y patio. El oppidum se configura en el paisaje ibérico de este periodo prácticamente como la única forma de residencia, al menos en el Valle Alto del Guadalquivir: paralelamente se produjo un cambio en las formas de poder que ahora se tintan formalmente de imágenes y rituales de tipo heroico, muy al modo de las grandes culturas del Mediterráneo. Es el momento en que adquieren gran desarrollo los talleres de escultura con la aparición de los extraordinarios conjuntos de Cerrillo Blanco* , en Porcuna, y del Cerro del Pajarillo* , en Huelma, que, muy lejos del discurso dinástico y orientalizante del periodo anterior, narran escenas de héroes mediterráneos que, siguiendo la estela de Aquiles, Heracles o Teseo, vencen animales salvajes, enemigos de la colectividad humana o luchan en duelo contra otros príncipes iguales, es decir, realizan acciones civilizadoras que los convierten en los mejores de entre todos los hombres. Es este el momento en que se recupera el espacio colectivo de enterramiento: la necrópolis, si bien con la nueva formula de ser espacio funerario del linaje. Se trata de paisajes funerarios en los que se entierran en un mismo lugar los restos incinerados de príncipes y clientes, y es frecuente hallar en los ajuares de las tumbas comunes productos exóticos que el príncipe regalaba a sus clientes, como la copa ática o las panoplias guerreras. Aunque se hace notar tanto en la cantidad de objetos como en su riqueza, así como en la construcción de la tumba, el poder de los aristócratas. Ello es palpable en la existencia de tumbas principescas como La Cámara de Toya* , en Peal de Becerro, o la tumba de pozo en la que se halló la Dama de Baza* . Es en este periodo también cuando los oppida, es decir, los linajes aristocráticos comienzan a colonizar tierras no ocupadas, lo que se puede seguir arqueológicamente por la construcción de santuarios extraurbanos, como el santuario heroico de Pajarillo, en Huelma, o los santuarios rupestres de Collado de los Jardines, en Santa Elena, y Altos del Sotillo, en Castellar, que afirmarían sobre la cuenca de un río el poder de los oppida y sus príncipes, Iltiraka* , Úbeda la Vieja en el caso del primero o Cástulo* , cerca de Linares, en los segundos. Tercera etapa. La tercera fase, que llegó hasta fines del siglo III antes de nuestra era, cuando se produjo la conquista de Roma de toda Andalucía por Publio Cornelio Escipión al final de la Segunda Guerra Púnica, produjo el paso de los príncipes a reyes, como lo muestra el caso de Culchas o Colicas que gobernaba según Polibio sobre 18 oppida, seguramente en una zona entre el sureste de Jaén y el noreste de Granada. En esta fase las necrópolis de linaje pierden peso y se hacen notar los monumentos de tumbas reales, como la de Osuna o la de Estepa con altorrelieves. Este proceso coincide con el desarrollo de nuevas tradiciones de imágenes no solamente en la escultura de Osuna, sino también en los exvotos de bronce de los santuarios de Sierra Morena, donde se deja ver una representación completa de los diferentes grupos existentes en la sociedad ibérica de este momento. Es posible que en esta etapa se desarrollaran los primeros estados iberos, con príncipes que gobernaban a otros aristócratas como el caso del mencionado Culchas. Cuarta etapa. El último periodo alcanza hasta el gobierno de Augusto en Roma, aunque podría alargarse hasta el de Vespasiano, a mediados del siglo I de la era, que reconoció la ciudadanía a los iberos. Entre esta fase y la anterior el territorio andaluz vivió la Segunda Guerra Púnica, con conflictos como las batallas de 208 antes de nuestra era de Baécula* , en Santo Tomé, o de Ilipa* , en Alcala del Rio, en 206, en las que el ejercito romano al mando de Escipión no solamente venció y alejo a los cartagineses del valle del Guadalquivir, sino que consumo el control de los aristócratas iberos por parte de Roma, a veces con acciones sangrientas como la de los asedios y tomas de Iliturgi* , cerca de Mengibar, o Astapa* , en Estepa. En esta larga etapa los oppida recorrieron el camino que les faltaba para llegar a convertirse en ciudades. De esta fase son los santuarios de Torreparedones, en Baena, o Atalayuelas, en Fuerte del Rey, que denotan una fuerte tradición púnica, aunque la dedicación de éstos se haga ya a divinidades romanas que seguramente han sustituido a las indígenas de la etapa anterior, caso de Juno que reemplaza a la Tanit ibera. Durante este periodo se generalizó la moneda ibérica, que ya había comenzado al final del periodo anterior, y Roma comenzó a desarrollar sus políticas de control directo en las minas de plata y de impulso en ámbitos como el aceite de la Betica, en este último caso a partir de Augusto. La geografía de los pueblos iberos demuestra la diversidad habida entre éstos, incluso en un territorio tan homogéneo como el Valle del Guadalquivir. Las fuentes filológicas confirman en los periodos más antiguos la existencia de dos grandes etnias: una, la de los tartesios, localizada en la Baja Andalucía, y otra, la de los mastienos, que ocupaba la Alta Andalucía y que se extendía por el Valle del Segura hasta la costa Mediterránea. Además, debieron existir otros grupos como etmaneos, cilbicenos o ileates dispuestos en territorios más pequeños. La evolución de este mapa en las fases siguientes no queda bien perfilada, si bien desde la arqueología se dejan notar diferencias culturales entre los territorios de los tartesios, que las fuentes tardías llaman la Turdetania, y el de los mastienos, que ahora se reconoce como Bastetania. Cabe la posibilidad de que esta referencia sea solamente geográfica, pues las nuevas identidades colectivas debieron desarrollarse desde el siglo V y IV antes de nuestra era a partir de los oppida. Un caso interesante puede ser el de los oretanos, una de cuyas capitales fue Cástulo y que pudo formarse por una alianza entre oppida del sur y del norte de Sierra Morena. No cabe duda de que experiencias de integración de oppida bajo un único príncipe, como la de Orisson o Culchas, debieron crear un nuevo marco identitario de carácter territorial y urbano, distinto al viejo esquema étnico tribal y aldeano. Para algunos investigadores las diferencias entre tartesios y mastienos justificarían el reconocimiento de dos culturas diferenciadas con tradiciones funerarias distintas e incluso escrituras y hablas diferentes, como apunta De Hoz. De otra parte no es ajena a la formación y definición cultural de los iberos de Andalucía la coexistencia con los fenicios desde comienzos del I milenio y su mestizaje posterior en varias áreas del sur peninsular que las fuentes filológicas romanas reconocieron para época tardía en algún caso como los bástulo-fenicios de la costa o el debate abierto en la Baja Andalucía sobre la presencia de contingentes de población fenicia entre los tartesios.
Arturo Ruiz Rodríguez |