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FORJA |
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De entre los muchos oficios englobados en la
metalistería, la forja del hierro presenta unas características
diferenciadoras, que comienzan en la propia singularidad de sus talleres,
presididos por la fragua
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y organizados en torno al yunque. Alrededor de
estos elementos se dispersan los contundentes martillos denominados
machos, además de una amplísima gama de cinceles, punzones, estampas y
tajaderas, entre otras herramientas indispensables.
El proceso básico de trabajo consiste en calentar
una pletina en la fragua hasta el rojo, a fin de que adquiera la
maleabilidad necesaria para ser moldeada a base de repetidos golpes de
martillo sobre el yunque. Este procedimiento que, en principio, puede ser
aplicable a una amplia gama de metales, en la práctica siempre se ha
circunscrito a la forja del hierro. Con técnicas específicas, como el
estirado, recrecido, aguzado, entorchado, empatillado, ensanchado,
afilado, rebajado, recalcado y otras, el herrero va creando todas las
formas que la tradición, o bien su imaginación, le dicten.
Y es que los productos salidos de las fraguas tienen
muy diversos destinos: la fabricación de herramientas de trabajo,
fundamentalmente de uso agrícola-ganadero (arados, azadones, herraduras,
frenería, etc.); útiles y adornos domésticos (morillos, tenazas,
trébedes, faroles, etc.); y piezas ornamentales para realzar la
arquitectura nobiliaria, sea civil (rejería, barandas, lámparas,
bocallaves, aldabones, etc.) o eclesiástica (púlpitos, rejerías de coro,
cierre de capillas, etc.). De esta manera, un mismo oficio satisface
simultáneamente, durante siglos, las necesidades del trabajador rural y
del adorno señorial.
Tras la industrialización y los cambios culturales
subsiguientes, la forja del hierro, como tantas otras actividades
tradicionales, mecaniza su instrumental y adapta sus productos a los
nuevos gustos. Muchas, incluso, aun manteniendo la fragua para pequeños
trabajos, terminan dedicándose por entero a la carpintería metálica. Con
ello cambia también una de las características de este oficio en
Andalucía, como era su concentración en manos gitanas, circunstancia que
convertía sus talleres en improvisados puntos de reunión y de creación de
cantes tan singulares como el martinete.
Son ya muy raras las herrerías que se mantienen para
el servicio agrícola. Por el contrario, las dedicadas a la cerrajería
artística están recobrando una gran vitalidad, encaminadas básicamente a
las restauraciones de nuestro patrimonio histórico, por lo que su
enseñanza se halla profesionalizada en las escuelas-taller. Así, ciudades
como Úbeda y Baeza en Jaén, Ronda y Antequera en Málaga, Priego en
Córdoba, Aracena en Huelva o Carmona en Sevilla, son algunas de las
localidades que mantienen inalterada la práctica de este oficio. Junto a
ellas, muchas otras fraguas se dispersan por todo el territorio andaluz:
Vélez-Málaga, Puebla de Cazalla, Arcos de la Frontera, Hinojosa del
Duque..., o incluso se concentran en áreas concretas como la Veredilla de
San Cristóbal en el Albaicín granadino o las zonas vinícolas de Cádiz,
Huelva o Córdoba.[ E. F. P.]
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