Los pueblos son comunidades culturales y, por ello, sus miembros se caracterizan por compartir determinados referentes "valores, creencias, formas de entender el mundo y las cosas, actitudes, prácticas sociales y expresiones" sobre los que se cimenta su identidad cultural. Dicha identidad se refleja en un sentimiento de pertenencia que puede desembocar en diversos grados de conciencia. El reconocimiento de las identidades culturales de los pueblos, y cuanto ello conlleva, es ya un derecho humano reconocido de igual rango que los otros derechos humanos "clásicos".
Tal como señala la Unesco, la base de la existencia de un pueblo es la existencia de una cultura diferenciada, en el sentido antropológico del concepto.Ésta constituye la fuente de la identificación personal y la síntesis que incluye la diversidad de las actividades humanas de quienes forman dicho pueblo. El concepto adecuado de cultura, pues, no es el restrictivo y casi residual que considera lo cultural como una de las dimensiones o aspectos de la vida social, aquel referido principalmente a las artes y otras actividades dichas "superiores" o "espirituales" del pensamiento. Comprende cuanto no es resultado de la determinación biológica, el producto de la capacidad exclusivamente humana no sólo de vivir en sociedad sino de crear la sociedad en que vivimos, produciendo las condiciones tanto materiales como espirituales de nuestra propia existencia y cargando de sentidos y significados nuestros comportamientos. Es por esto por lo que se ha de entender la cultura, y así lo considera la Declaración sobre los Derechos Culturales, como el conjunto de modos de vida, actividades, instituciones, tradiciones, saberes y artes, lengua, creencias y valores mediante los que un pueblo expresa los significados que otorga a su existencia. La cultura, pues, no es algo residual o exquisito, un nivel o dimensión que vendría a añadirse a la vida de los individuos y de los grupos a partir de que estos tengan resueltas sus necesidades primarias, sino que comprende todos los comportamientos, todas las formas de conocer, de percibir, de valorar, de relacionarnos y de expresarnos respecto a la naturaleza y a las personas. La lógica y los valores de una cultura tienden a aplicarse, impregnándolos, a toda esa diversidad de comportamientos, acciones y percepciones que tendemos a clasificar, de acuerdo con el racionalismo hoy imperante en la cultura occidental, en compartimentos o niveles presuntamente separados y jerarquizados: económico, social, político y simbólico (reservándose, por lo general, a este último, de forma restrictiva, el término cultural), cuando, en realidad, no son sino dimensiones, sólo aislables analíticamente, de todo hecho social humano, que, por serlo, será siempre cultural, es decir, tendrá significaciones y aspectos a la vez simbólicos, políticos, sociales y económicos.
Todo pueblo presenta un conjunto de características históricas y culturales, en los diversos niveles, que le hacen ser diferente a otros pueblos. Cuáles de esas características sean consideradas como "marcadores" de la identidad propia dependerá fundamentalmente del contexto; de cuál sea el tipo de relación "igualitaria, subordinada o dominante" entre el "nosotros" colectivo propio y los diversos "ellos" representados por los otros colectivos con los que éste interactúe, dentro de un mismo marco estatal o en marcos estatales diferentes. Por lo general, funcionarán como "marcadores culturales" aquellos elementos y expresiones que puedan ser percibidos más fácilmente como contrastivos respecto a sus homólogos en los colectivos "otros", los cuales se cargarán de significados simbólicos y de emocionalidad. Dichos "marcadores" pueden ser cambiantes en el tiempo, caso de que se modifiquen los contextos y formas de relación con los "otros", y ello supone que la identidad de un pueblo puede mantenerse aunque cambien algunos de sus indicadores o "marcadores" culturales; siempre que ello no sea resultado de la compulsión externa o de una dinámica hacia la homogeneización y desidentificación.
Cada cultura supone una forma peculiar de percibir el mundo, de vivir la existencia, colectiva e individual, de relacionarse con la naturaleza, con las personas y con uno mismo, de enfrentarse a los grandes temas de la vida y de la muerte, de expresar nuestras emociones y anhelos. Representa un conjunto de comportamientos, de modos de percibir y conocer, de valoraciones, de expresiones, que son resultado de una experiencia histórica básicamente común: de haber compartido un proceso histórico bajo unas similares y, a la vez, cambiantes condiciones medioambientales y sociales. El ecosistema al que pertenece y en el que se desarrolla la conformación y existencia histórica de cada pueblo y los condicionamientos internos y, sobre todo, externos bajo los que se modela y continuamente se remodela en esta condición, son datos básicos para entender sus características culturales y el por qué se activan como marcadores de su identidad unos elementos y no otros en cada momento histórico.
Es la índole del proceso histórico concreto de cada pueblo, de su acontecer colectivo común, especialmente su situación en las relaciones de poder con otros pueblos y entre los diversos grupos y sectores que lo componen, lo que está en la base de los procesos de "etnogénesis": de modelación y consolidación de su etnicidad o identidad cultural y de la emergencia, entre sus miembros, de la conciencia sobre ello. Ninguna estrategia puede hacer surgir un pueblo, de la nada, en poco tiempo: los pueblos o "naciones culturales", como también se pueden denominar, pertenecen a la "larga duración histórica", según la terminología del famoso historiador francés Ferdinand Braudel; escala que se contrapone a la "corta duración" en que pueden inscribirse, por ejemplo, los estados, que sí pueden aparecer o desaparecer en momentos puntuales. Y ello, porque los pueblos son hechos de cultura y ninguna cultura se construye o desaparece en un día, mientras que los estados representan, fundamentalmente, hechos de poder y pueden aparecer o desaparecer como resultado de una guerra, de un tratado internacional o de un referéndum de autodeterminación.
La cultura andaluza. Como la de cualquier otro pueblo o nación cultural, la cultura andaluza actual es resultado de un proceso histórico complejo y singular y de las condiciones internas y externas en que este proceso han tenido lugar. Las continuidades/discontinuidades en los ámbitos territorial, demográfico, económico, social, político e ideológico tienen como resultado, en nuestro caso, una peculiar "superposición de temporalidades" y un amplio sincretismo que hacen hoy a nuestra cultura a la vez original y mestiza, difícil de comprender y abierta, sólida y vulnerable.
Diversos horizontes civilizatorios y hasta siete aportes etnoculturales diferentes, no siempre suficientemente reconocidos, se pueden detectar en la base de la Andalucía actual: el autóctono inicial, principalmente tartéssico, el latino "que fundido con el anterior daría lugar a la civilización de la Bética, continuada luego, en gran medida, en la época visigótica y por la influencia bizantina", el germánico o europeo "con un aporte inicial en la época tardo-romana o visigoda y otro tras la conquista y recristianización castellanas", el árabe-bereber "principal componente de la brillante civilización de al-Ándalus, cuando Europa está sumida en el eclipse cultural de la Edad Media", el judío, el gitano y el negroafricano. Varias de estas tradiciones están emparentadas entre sí y son variantes de una matriz común mediterránea, y todas ellas, en distinto grado y en diferentes ámbitos, están en la base de la cultura andaluza actual, aunque varias apenas sí son mencionadas o incluso son por completo silenciadas desde las instancias académicas, escolares y políticas, que de forma muy predominante focalizan su atención casi exclusivamente en la tradición castellana (cristiano-europea) y, dentro de ella, a las esferas política y religiosa, como medio de ocultar, o al menos minimizar, la presencia de las otras tradiciones y la especificidad histórica y cultural de Andalucía. En el mejor de los casos, se habla, aunque casi siempre de una manera retórica, de "las tres culturas", en alusión a la castellana, la árabe y la judía, cuando no se afirma, sectariamente, que Andalucía no existe antes del año 1248, cuando Castilla conquista el valle del Guadalquivir, silenciando tanto el proceso histórico anterior, cuyas consecuencias culturales y muchos de sus componentes poblacionales continuaron luego, como las aportaciones posteriores. Esto último es lo que explica que casi nunca se preste importancia a la presencia gitana, a pesar de los más de quinientos años de presencia continuada en Andalucía, y aún menos a los aportes negroafricanos, cultural y demográficamente muy importantes "en varias ciudades andaluzas, los negros y mulatos llegan a representar más de un 10% de la población total". La estigmatización social de los gitanos y aún más de los negros, estos últimos por ser esclavos o descendientes de ellos, está en la base de esta invisibilización inaceptable.
El multiculturalismo étnico es, pues, uno de los rasgos permanentes de Andalucía a través de su proceso histórico. Ello ha supuesto conflictos, convivencia o interculturalidad según las épocas y momentos. La experiencia histórica andaluza es rica en situaciones y contextos de tolerancia y de mestizaje cultural "en las artes, en la cocina, incluso en la religión" y también de violencia etnocida e incluso genocida. Experiencias opuestas de las que sería muy provechoso extraer enseñanzas para encarar de forma adecuada la nueva situación de multiculturalidad étnica, resultado de las migraciones provocadas por el actual proceso de globalización en cuanto responsable de la acentuación de las patentes desigualdades Norte-Sur.
Otra de las características más destacadas de Andalucía es la continuidad de una serie de rasgos socioculturales de carácter estructural que atraviesan la pluralidad de aportes culturales. En contra de lo que es comúnmente repetido, las invasiones, reales o discutibles, que ha sufrido Andalucía a lo largo de su historia no han significado rupturas civilizatorias totales sino, básicamente, sustituciones étnicas en el ámbito del poder político, acompañadas o no por cambios en la religión dominante. Nada parecido ocurre en Andalucía al desplome de la civilización romana en la mayor parte de Europa e incluso de la Península Ibérica. Andalucía nunca deja de ser foco de alta civilización: en ella se mantiene, fuertemente imbricada en el soporte autóctono, gran parte de la tradición grecolatina, primero debido a la continuidad de las relaciones con el imperio bizantino "sólo así es explicable la presencia de figuras tan significativas como Isidoro de Sevilla, el autor de las Etimologías " y luego por la existencia de la civilización andalusí, cuyo componente árabe significa, más allá de su especificidad religiosa, la continuidad de muchos elementos de aquella. Y no puede olvidarse el influjo de esta civilización sobre los reinos cristiano-germánicos del norte.
Los rasgos estructurales de la identidad y de la cultura andaluzas, expresados en una rica variedad de formas, son resultado de esta singularidad del proceso histórico andaluz y reflejan, básicamente, una evidente mediterraneidad. Así, son rasgos permanentes, matizados en cada horizonte histórico, el predominio de un ecosistema económico basado en la triada agrícola del trigo, el olivo y la vid, con ganadería caprina, bovina y porcina complementaria; la tendencia a la gran propiedad en las tierras más productivas y de la pequeña en las menos rentables; el poblamiento concentrado, con el consiguiente énfasis en las formas de vida urbanas y en las relaciones sociales, informales o fuertemente ritualizadas, en los espacios públicos "plazas, calles, mercados, tabernas, bares, casinos, asociaciones", preservando la privacidad familiar; y la segmentación social en grupos, a menudo exclusivos y contrapuestos, por sexos, edades, clases u otros criterios que muchas veces reflejan, pero no pocas veces niegan simbólicamente, las líneas de desigualdad social.
La cultura andaluza, en su estructura y contenidos actuales, se modela, con componentes provenientes de todas las raíces citadas, principalmente a finales del siglo XVIII y durante el siglo XIX, a la vez que se produce la división territorial del trabajo que conlleva la consolidación del sistema capitalista en el Estado español. Cristaliza en un contexto de dependencia económica "en una situación de colonialismo interno y de enclaves coloniales externos" y de subalternidad política. Y en su composición y conformación tienen una especial relevancia las formas y expresiones populares, ya que la opción de las clases dominantes para garantizar su dominación, en especial de la gran burguesía agraria y de las élites a su servicio, es la de representar y apoyar intereses externos a Andalucía, situándose en el bloque hegemónico a nivel del Estado y respaldando las tendencias más centralistas y conservadoras de éste. Paralelamente a su renuncia a impulsar la transformación industrial del país y cualquier movimiento político nacionalista o regionalista, la oligarquía local contribuye activamente al bloqueo de la conciencia sobre la cultura andaluza, asumiendo la consideración de ésta como genéricamente española. Todo este contexto dio como resultado que la lógica cultural andaluza en la edad contemporánea fuera, en gran medida, una lógica dirigida a la supervivencia social: fuertemente humanizada, construida sobre la no interiorización en el nivel simbólico de la inferioridad económico-social, centrada en la valoración del "ser" (de la autoestima y la consideración social) sobre el poseer, y con valores igualitaristas, hermética en sus significaciones profundas de cara al exterior y sólo superficialmente adaptada a las lógicas dominantes. De ahí la importancia del antropocentrismo: de las relaciones interpersonales humanizadas; el uso utilitarista y, sobre todo, ritual de lo religioso "importancia de la Semana Santa, las romerías y los ritos de paso como fiestas de reproducción de identidades, a diversos niveles, y ocasiones de superación o puesta entre paréntesis del orden cotidiano"; la abundancia de expresiones de rebeldía simbólica ante una realidad personal y colectivamente vivida como tragedia, y el distanciamiento respecto a las lógicas dominantes de la Religión y el Estado.
Es esto lo que explica que la lógica cultural andaluza y los valores sobre los que ésta se modela hayan pervivido a pesar de "y sólo adaptándose superficialmente a" la hegemonía, en el conjunto de la civilización occidental, del Estado-Nación y de la Razón como lógicas sacralizadas desde la segunda mitad del siglo XVIII. El relativismo o posicionamiento pragmático respecto a las doctrinas e ideologías totalizadoras, el énfasis en sus dimensiones rituales, resignificando o refuncionalizando sus significados y funciones, y la importancia del universo social local y las relaciones interpersonales son las vías de resistencia, casi siempre no frontal ni explícita, ante los absolutos sociales dominantes.
Una cultura negada, frivolizada o prostituida. Por ser la cultura andaluza contemporánea la cultura de un pueblo dependiente y subalternizado, es permanentemente negada, frivolizada o incluso prostituida principalmente desde el poder estatal dominante y desde la intelectualidad al servicio de éste. Y también es negada por quienes, instalados en el reduccionismo marxista, confunden el subdesarrollo económico con la imposibilidad de existencia de cultura específica, negando a los pueblos y clases populares la facultad de ser creadores de cultura y otorgando, al menos implícitamente, esta capacidad sólo a las burguesías dominantes.
La mayor dificultad para la consolidación de la conciencia cultural andaluza ha sido, y en gran parte continúa siendo, la apropiación de lo específicamente andaluz por parte de los poderes estatales para tratar de construir, con base en algunas de las expresiones formales de la cultura andaluza "desfuncionalizadas y vaciadas de sus más importantes significaciones y potencialidades", una cultura española genérica, negadora del carácter pluricultural y plurinacional del Estado. Este proceso de apropiación o "vampirización", aunque alcanza su mayor magnitud durante la dictadura franquista, tiene orígenes mucho más antiguos y dista mucho de haber desaparecido hoy. Retóricas como las de "la identidad sobrante" o "la identidad desbordada" de Andalucía, aún repetidas, siguen siendo buena muestra de ello y se complementan con el mantenimiento de visiones pseudocríticas que enfatizan los aspectos más frivolizados y folclorizados de lo andaluz, sin atender a sus significaciones profundas. Tampoco ayudan al entendimiento de la cultura andaluza los acercamientos intelectuales que sí reconocen su existencia específica pero equivocan la determinación de su lógica, como es el caso de Ortega y Gasset con su "Teoría de Andalucía", o quienes la idealizan sin apenas tener en cuenta la estrecha relación existente entre la interpretación del mundo de un pueblo, que es el ámbito simbólico de su cultura, y su experiencia colectiva, modelada por los condicionantes económicos, sociales y políticos, internos y externos, de aquella, presentes en su evolución histórica.
La cultura andaluza como cultura de resistencia al globalismo. Para enfrentarse a los efectos devastadores de la imposición, en todos los ámbitos, de la lógica del mercado, con la consiguiente deshumanización de las relaciones sociales y la desidentificación colectiva que esta conlleva, la cultura andaluza posee muy importantes elementos y, sobre todo, rasgos estructurales que la hacen poder ser, objetivamente, una cultura de resistencia. La mayor parte de las orientaciones cognitivas, de los valores, códigos y expresiones de la cultura andaluza en que aquellas se concretan, en una rica variedad de formas, son ajenas a la mercantilización de la vida que implica la dinámica de la globalización.
Así, el antropocentrismo propicia la conversión de asociaciones, entidades e interacciones con objetivos específicos en contextos de sociabilidad generalizada, de relaciones interpersonales humanizadas, no utilitarias respecto a dichos objetivos. Y en estos contextos el valor de uso de las relaciones se antepone a su valor de cambio (de mercado). Propicia, también, que todavía organicemos la mayor parte de nuestras fiestas por y para nosotros mismos, para nuestro disfrute y para reproducir en ellas algunas de las dimensiones de nuestra identidad, por encima de otros objetivos conscientes utilitaristas, sea el económico de atraer turistas o sea el exclusivamente religioso que pretenden las jerarquías eclesiásticas.
El rechazo a la interiorización de la inferioridad y la superación de esta a un nivel simbólico es el eje sobre el cual, en los últimos ciento cincuenta años de dependencia económica, dominación social y subalternidad política, el pueblo andaluz basa su supervivencia y conseguido preservar su identidad. Muchas de las rebeliones jornaleras y campesinas se construyen sobre esta base estructural de nuestra cultura, como ya señala en 1869 Antonio Machado Núñez * , el fundador de la Sociedad Antropológica Sevillana, rector de la Universidad, padre de Demófilo y abuelo de Antonio y Manuel, los poetas. Sin esta clave, tampoco podría entenderse el flamenco * , que en sus diversos palos y variantes es, sobre todo, una rebelión simbólica contra la inferioridad y el desamparo "contra la impotencia de cambiar la realidad de las cosas" o, a veces, también un grito con el que aferrarse agónicamente a la vida a través de las escasas ocasiones de alegría representadas, sobre todo, por los ritos de paso y por las relaciones comunitarias. Sólamente desde esta base puede entenderse la aceleración histórica que suponen, para la profundización del sentimiento andaluz y el avance de la conciencia de pueblo, las masivas manifestaciones del 4 de diciembre de 1977 y 1979 y el triunfo, por muy pocos esperado, en el referéndum de iniciativa autonómica del 28 de febrero de 1980.
Por su parte, el relativismo o pragmatismo respecto a las creencias e ideologías "que no respecto a las personas y cuanto pueda afectar a la autoestima", al igual que puede suponer una coartada cultural para la inacción y el consentimiento, puede convertirse hoy en trinchera frente a los diversos tipos de fundamentalismos que pugnan por apoderarse de las conciencias, incluyendo el fundamentalismo del Mercado. Y podría, también, ser un punto de apoyo básico contra el racismo, la xenofobia y el sexismo.
Por supuesto, también es necesario afirmar que existen plasmaciones negativas de los citados rasgos estructurales. Caeríamos en un inaceptable y estéril chauvinismo culturalista si no fuéramos conscientes de ello, esforzándonos por no alimentarlas. Así, por ejemplo, ocurre con la fuerte dependencia respecto a personas concretas en las que se pone una plena "y muchas veces excesiva" confianza; la debilidad frente a los halagos, que hace que aceptemos papeles subalternos siempre que se nos haga creer que con ello se ensancha nuestra autoestima; o la falta de solidez y continuidad de proyectos políticos claramente andaluces... Todo esto es cierto, pero, cara al futuro, las estructuras de fondo de la cultura andaluza constituyen nuestra más importante base para oponernos a los efectos de la lógica y de los valores del Mercado, mediante el fortalecimiento y valorización de sus expresiones, orientaciones y prácticas culturales que todavía no estén inmersas, al menos en sus componentes fundamentales, en dicha lógica, como tampoco en la de otros absolutos sociales como la Religión, el Estado o la "Razón". Y que pueden ser, por ello, instrumentos de resistencia y de afirmación identitaria.
En esta dirección, habría que fortalecer y desarrollar todos aquellos referentes, valores, códigos, expresiones y contextos de nuestra cultura andaluza no mercantilizados, o al menos que junto a un valor de cambio sigan teniendo, en determinados contextos y situaciones que hay que apoyar y revalorizar, un valor de uso o de referente identitario, como es el caso del flamenco. Habría que devolver a nuestro Patrimonio Cultural su potencial activador de la memoria colectiva y de la conciencia de [ Isidoro Moreno Navarro ].
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