(sevilla, 1534-1597). Poeta. El sevillano Fernando de Herrera, elogiado por sus contemporáneos con el calificativo de "divino", merece ocupar un primer plano de nuestra historia literaria por el simple hecho de realizar tanto en su teoría, como en su práctica poética, una imprescindible función mediadora entre la dulce armonía renacentista de Garcilaso, y el desbordamiento formal y temático de Góngora y los poetas barrocos. Ocupa, de esta manera, el gran poeta, con su esquiva pero eficaz presencia, el centro de lo que G. Díaz Plaja ha denominado "el módulo Garcilaso-Herrera-Góngora", donde ciertamente se encierra mucho de lo mejor de nuestra poesía.
Pero Fernando de Herrera, cosa que no siempre se ha comprendido, es algo más que un mediador. Su obra, desgraciadamente perdida en parte, presenta una riqueza y complejidad poco frecuentes, aunando la poesía erótica con la heroica, la prosa teórica y crítica con la histórica, hasta llegar a constituir una de las más acabadas expresiones de lo que se viene considerando segunda fase del Renacimiento español. Su "exquisita experiencia lírica" (S. Battaglia), cuyo verdadero valor pudiera decirse que sólo ahora empieza a ser vislumbrado, es enmarcado por Oreste Macrí en la más acendrada tradición poética de Occidente, la de los poetas "puros": "En la línea de Petrarca y al frente de famosa descendencia: de Góngora a Mallarmé, de Goethe a Leopardo, de Valéry a Ungaretti". Pero si se observa esa trayectoria desde la óptica de la literatura española, se encontrarán en ella nombres tan significativos como el de Gustavo Adolfo Bécquer, lector de Herrera en su juventud, y el andaluz universal Juan Ramón Jiménez, lector, a su vez, de Bécquer. Tres poetas con más de un paralelismo entre ellos.
Vida y personalidad. De Fernando de Herrera se sabe poco y bastante a un tiempo: poco del acontecer temporal de su existencia; bastante, aunque no todo lo que se podría desear, de aquello que, probablemente, deba ser considerado como el núcleo más íntimo de su ser: su condición de escritor. De los datos suministrados por su biógrafo, el notable pintor y suegro de Velázquez, Francisco Pacheco, quien debe conocer al poeta en los últimos años de la vida de éste, se desprende que Herrera vive entre 1534 y 1597, sustentándose exclusivamente de las modestas rentas que le proporcionaría su beneficio en la parroquia sevillana de San Andrés, y sin apetecer otras mayores. En medio de una ciudad plena de actividad y aventura, su existencia debe desarrollarse pacíficamente en la dedicación casi exclusiva, dejando a un lado su incansable labor creadora, al estudio autodidacta (no parece que obtuviera título alguno de centro oficial de enseñanza), la lectura y el intercambio amistoso con los más selectos, social y culturalmente, de sus conciudadanos. Un largo desfile de dignidades, humanistas, predicadores, médicos, abogados, secretarios de casas nobiliarias, y los titulares de las mismas, componen lo que Macrí ha llamado "el amplio círculo de las amistades de Herrera". Casi todos reunidos en academias (como la de Juan de Mal Lara) y tertulias (como la del marqués de Tarifa o la de los condes de Gelves), casi todos prestos a coger la pluma y escribir un soneto de circunstancias, una epístola, unos versos latinos, un prólogo, incluso una sátira, si se tercia. Algunos de ellos son, como se ha dicho, humanistas de reconocido talento y valía: el citado Mal Lara, Argote de Molina, Mosquera de Figueroa, Diego Girón y el maestro F. de Medina; otros, como el médico y poeta granadino Luis Barahona de Soto, o el poeta y dramaturgo Juan De la Cueva, son nombres de primera fila en la literatura española. Mirados en conjunto, toda una pléyade de personajes, que, sin llegar a constituir una escuela en sentido estricto, sí que forman un grupo de comunicación, discusión, e incluso polémica, literarias. Rinden, con ello, el honor de convertir a Sevilla en uno de esos islotes geográficos, en los que, según el maestro Rodríguez-Moñino, debe ser analizada y estudiada la poesía de los Siglos de Oro.
Entre todos sus conciudadanos, y contemporáneos en general, la figura de Herrera se destaca, sin embargo, con rasgos que le son peculiares. Como certeramente escribe Menéndez Pelayo, "Herrera, por excepción casi única en su siglo, hacía profesión singular y exclusiva de hombre de letras: era un gran crítico, un idólatra de la forma. Para él la poesía no era recreación e horas ociosas robadas a los ejercicios militares, o a la teología, o a la jurisprudencia, sino ocupación absorbente de toda la vida, culto diario". En ese culto diario hay que incluir la lectura cuidadosa y reflexiva de los textos ajenos y propios, la corrección y recreación de los últimos, a la búsqueda siempre de la expresión definitiva, que en una posterior revisión puede, a su vez, sentirse como insatisfactoria, haciendo inacabable la tarea. En todo ello se muestra Herrera como un ejemplo eximio de ese "rigor poético" cuya presencia en la poesía española señala José Manuel Blecua. Rigor y ansia de perfección que se extienden hasta aspectos editoriales y de renovación ortográfica, que Herrera, como Juan Ramón Jiménez, nunca consideraría desligados de su empeño creativo.
Esta existencia ensimismada y contemplativa es la razón última de la parquedad de noticias que de Herrera tenemos. Sólo dos episodios parecen haber venido a turbar el sosegado, y hasta puede que monótono, transcurso de sus días. El primero de ellos es un posible enamoramiento e idilio con doña Leonor de Milán, condesa de Gelves. A pesar de la notable, casi excesiva cantidad de páginas que se dedican al tema, y a pesar, también, de que Rodríguez Marín puede ofrecer algunos datos reveladores de una indudable confianza entre el poeta y la dama, parece lo cierto que cualquier afirmación que se haga sobre la naturaleza pasional de esa relación, así como cualquier pretendido anecdotario (extraído de los propios poemas herrerianos o no) de la misma, deben ser catalogados, por el momento, como hipótesis de difícil comprobación.
El segundo de los episodios aludidos es la agria polémica en que se vio envuelto el poeta, tras la publicación de las Obras de Garcilaso de la Vega con Anotaciones de Fernando de Herrera (Sevilla, 1580). Contra ellas sale un panfleto en el que, bajo el seudónimo de "Prete Jacopín", un alto miembro de la nobleza, muy probablemente don Juan Fernández de Velasco, condestable de Castilla desde 1586 a 1613, dirige contra Herrera violentísimos ataques personales y literarios. El sevillano, despechado y hasta puede que abandonado por sus amigos en el trance, responde en un tono más áspero si cabe que el usado por su contrincante. Las consecuencias que el abierto enfrentamiento de Herrera con uno de los personajes más influyentes del reino resultan difícil de precisar con exactitud, pero indudablemente debieron de existir.
Lo cierto es que poco después de 1580 Herrera recibe dos importantes reveses. Uno fue la muerte de la condesa, acaecida en 1581; el otro, la desgraciada polémica con Prete Jacopín, al cual Herrera no respondió antes de 1582. Si de lo personal pasamos a lo colectivo e histórico, encontramos una década marcada por el contratiempo y la decadencia: el poder imperial español empieza ya a mostrar inequívocas señales de agotamiento, que tiene su símbolo más visible en la derrota de la Invencible en 1588. Paralelamente, Sevilla, el símbolo de toda una época de azarosa prosperidad, que Herrera había exaltado con expresivos términos ("No ciudad, eres orbe""), inicia también una fase de progresivo ocaso. Todo ello debe tener honda repercusión en el ánimo del poeta, incrementando probablemente su natural austeridad y reserva, apagando quizá el fuego de las ansias de gloria literaria, alimentadas durante los años juveniles y de la primera plenitud de hombre, configurando, en conclusión, el definitivo perfil moral de Herrera, hasta dejarlo en el estado que reflejan los dos retratos de Pacheco; el verbal y el pictórico.
Aunque hasta nosotros ha llegado un rico y variado conjunto de obras herrerianas, el desgraciado suceso todavía no suficientemente aclarado, de la pérdida final de los manuscritos que el poeta había dejado, nos ha privado de conocer otro buen número de ellas, algunas de valor inestimable. Efectivamente, según informan Pacheco y otros, a los pocos días de la muerte de Herrera desaparecieron (¿pérdida, robo, destrucción fortuita o intencionada") sus manuscritos, entre ellos textos tan fundamentales para la correcta comprensión, no ya de su obra sino de toda una etapa de la literatura española, como una Historia General hasta la época de Carlos V, o las versiones juzgadas por Herrera como definitivas de sus poesías, prestas, al parecer, para una edición completa de las mismas.
Lo que Herrera quiso y pudo dejar editado antes de morir es La relación de la guerra de Chipre y suceso de la batalla naval de Lepanto (Sevilla, 1572), texto de tipo histórico en el que se contenía, además, una primera versión de la famosa "canción por la victoria de Lepanto". Según Pacheco, Herrera lleva a cabo posteriormente una segunda redacción de la obra, buscando la perfección de un texto perteneciente al género histórico. En 1580 aparecieron las antes citadas Anotaciones a Garcilaso , obra en la que el sevillano venía trabajando al menos desde 1571, y que por presentación, envergadura y alcance es la que alcanza mayor resonancia editorial. El único poemario publicado por Herrera en su vida sale a la luz en 1582, con el título de Algunas Obras . Se trata de una antología relativamente breve, que, como sugiere Coster, es posible que ni siquiera llegara a ponerse en venta. Todo ello redundaría, naturalmente, en una difusión poco amplia de la poesía del "divino", al menos como un todo editorial. Merece destacarse, sin embargo, que, como señala Rodríguez-Moñino, Herrera es uno de los escasísimos poetas líricos que, en el último tercio del XVI, llegan a ver en vida una edición de sus poemas.
La carrera editorial del poeta se cierra con la publicación de un breve texto de tema histórico, concebido, al parecer, independientemente de la perdida Historia General : el Tomás Moro . Según la autorizada opinión del profesor López Estrada, más que como una biografía en sentido estricto, la obra debiera ser entendida como un tratado escrito en prosa moral.
Periodización. A falta de un estudio definitivo sobre la trayectoria literaria del gran poeta sevillano, puede afirmarse que hasta 1582 Herrera pasa primero por una etapa juvenil y de aprendizaje, caracterizada sobre todo por ejercicios de traducción latina e italiana, que daría paso progresivamente a obras de mayor envergadura, con temas preferentemente históricos o mitológicos, como traducciones y versiones de verdadero mérito artístico, y poemas personalmente concebidos. En un segundo momento, coincidiendo con la estancia sevillana de la condesa de Gelves, y con la primera plenitud de la edad del poeta, Herrera debe ir abandonando sus proyectos épicos, para tomar como guía el ejemplo de Petrarca, y concentrarse en la creación de numerosos sonetos, canciones y elegías de tema amoroso.
Delimitar con exactitud lo que fuera la actividad literaria de Herrera después de 1582 resulta más difícil, y puede que más trascendental. Para algunos críticos que, como Coster o Vilanova, siguen en esto indicaciones de Pacheco, ese año significaría el abandono prácticamente definitivo de la poesía en beneficio de la dedicación herreriana a los estudios históricos, y a la preparación de la edición completa de sus versos, mediante la simple vuelta a copiarlos en limpio, sin modificarlos. Otros, como Celaya o Macrí, piensan que no sería tan grande el abandono de la actividad poética por parte de Herrera, quien de hecho seguiría creando, pero sobre todo recreando y revisando lo ya escrito, fiel hasta el final a su profundo anhelo de perfección poética.
Significación poética de Fernando de Herrera. La lírica de Herrera representa en la trayectoria de la literatura española el más alto grado de madurez y riqueza expresiva de la estética renacentista, a la vez que el arranque hacia la complicación barroca. Herrera supone la total nacionalización del petrarquismo y el italianismo introducido por Boscán y Garcilaso, la ampliación temática y la intensificación de recursos expresivos.
Dos vertientes pueden distinguirse en la lírica herreriana: la lírica amorosa, a cuya base se encuentra su temblor emocionado ante el amor "tal vez en principio convencional, más tarde hondamente sentido" por Leonor de Millán, y la poesía heroica. Muchas veces se ha repetido que Herrera es una gran épico frustrado, el poeta cuya pluma podía haber cantado las grandezas imperiales que pronto iban a declinar. Con todo, el resultado de esa "frustración", su lírica amorosa, es lo que hoy le ofrece mayor vigencia, permanencia constante, ante los ojos del lector y la crítica. La poesía heroica de Herrera sintetiza magistralmente los temas clásicos y los bíblicos, para conseguir una poesía de tono elevado y fuerza emotiva. "La Canción por la Victoria de Lepanto", vertida en los moldes del clasicismo, nos recuerda constantemente las gestas bíblicas; en particular, el Exodo , Isaías y los Salmos . "La Canción por la pérdida del rey don Sebastián", a raíz de la derrota de Alcazarquivir, "Al Santo Rey Don Fernando" y la "Canción a Don Juan de Austria", completan esta dimensión de la obra herreriana.
Fernando de Herrera, en la "Prefación a sus versos", publicada por Pacheco en su edición de 1619, afirma: "Conosco de mi que no meresco esperar memoria en la edad venidera, que fuera demasiada sobervia esperarla, pero si por estudio, i trabajo, i por admiración de los Antiguos se deve alguna, bien podía merecerla; Lo que â sido en mi è hecho por acercarme a la perfección con la imitación de los mejores, lo de mas lo juzgarà el tiempo, cierto i desapasionado censor d"estas cosas: que cuando son tan pequeñas como las que yo ofresco, es simpleza, querer engrandecerlas, con el aparato de luengas Prefaciones". Sin entrar en la cuestión controvertida de la autenticidad herreriana de dichas palabras, y aceptando, si no la letra, sí el espíritu herreriano del párrafo, podemos concluir que el "divino" poeta sevillano, capaz ya de analizar a un poeta tan próximo en el tiempo como Garcilaso con una profundidad y perspectiva inusuales, poesía ya cierta conciencia de su quehacer no sólo en el plano de la lírica, sino como humanista completo en un tiempo de Contrarreforma y como catalizador de nuevas tendencias y estilos vitales. Sin duda, los primeros intentos de valoración de la obra de Herrera arrancan de sus contemporáneos, y se refleja en el propio apelativo "controvertido, por otra parte" que dieron al beneficiado de San Andrés. Rioja, Duarte, Medina, Pacheco, Caro, Tejada, Barahona, Cervantes y Lope saben que Herrera es un clásico en el más profundo sentido del término: un poeta cuya obra es digna de imitación. Y, sin embargo, Coster afirma: "Herrera permanece solo, admirado, pero lejano, sin imitadores y hasta sin admiradores que le comprendan bien, y es más objeto de respetuoso asombro que de simpático entusiasmo". La causa de ello, a decir de Celaya, "consiste en que él se propuso algo completamente distinto de lo que el lector medio busca cuando lee poesía".
Estamos en total acuerdo con la afirmación de que "el objetivo fundamental de la crítica literaria aplicada a una determinada obra es el estudio de cómo se resuelve estilísticamente la cosmovisión del escritor. Es decir, el estudio de su sistema expresivo como conjunto de procedimientos que afectan y conforman la obra". Sin embargo, en el caso de Herrera, la labor de la crítica encaminada a ubicar con precisión su lugar en el orden de la literatura y de la historia de la cultura, está íntimamente relacionada con la actitud que pueda adoptarse en torno a la cuestión textual. Es decir, nuestro poeta sevillano presenta un rostro diferente para aquellos que ofrecen primacía a la edición de Algunas obras... (1582) y para aquellos otros que aceptan el proceso evolutivo que culmina en los Versos editados por Pacheco 20 años después de fallecer su autor. También podemos reconocer un planteamiento inverso del tema: la elección de la edición definitiva de la poesía de Herrera está condicionada a los presupuestos de consideración poética por parte de los críticos, como afirma Macrí. Sólo que el investigador italiano no es una excepción. Por último, y antes de abordar de lleno la cuestión que nos ocupa, diremos que, con ligeros matices, la consideración global de Herrera ha sido siempre un tanto funcional y mediata: no se ha colocado su producción en una "trayectoria poética" a partir del valor de su propia inmanencia, sino que se ha juzgado el intrínseco valor textual a partir de la instauración posicional de Herrera, supuestamente punto medio entre Garcilaso y Góngora. Este criterio podría ser resumido en las exactas palabras de Guillermo Díaz Plaja: "El módulo Garcilaso-Herrera-Góngora tiene una vigencia completa hasta el ochocientos. Las alternativas del gusto se marcan en los períodos clásicos "Renacimiento, siglo XVIII" por la mayor beligerancia del grupo Garcilaso-Herrera; en el barroco por la valuación del sector Herrera-Góngora, de manera que Herrera es, alternativamente, punto de partida o hito final. Herrera es el único Góngora posible para la escuela poética neoclásica de Sevilla que siente en su sangre el halago formal del cordobés repudiado por los preceptistas. Del mismo modo, el propio Herrera representa la máxima moderación admitida dentro de la orgía barroca".
Lenguaje y estética. La coherencia en el planteamiento orgánico y científico del lugar de Herrera en el orden de la literatura española es ofrecido por especialistas como el doctor Emilio Orozco: "Dentro de la orientación cultista que se produce con la estética intelectualista del Manierismo, el punto culminante se alcanza en Andalucía, especialmente en Sevilla con Herrera. La doctrina que éste expone en sus Anotaciones a las obras de Garcilaso (1580) marca en todo la acentuación de una estética cultista que, aunque con fundamento intelectualista, tiende al desarrollo de lo ornamental sensorial que le adentra en la concepción barroca. Ha podido afirmar, con acierto, la profesora Andrée Colland que las connotaciones que culto adquiere a fines del XVI son de procedencia herreriana". Es expresivo que destacados escritores coetáneos le apliquen a Herrera el adjetivo culto para caracterizar su genio poético y su obra. Comenzando por Cervantes, cuando lo celebra en ocasión de su muerte y se refiere a su culta vena, y siguiendo por los sevillanos. Como Pacheco, que lo elogia como "el culto, gran Herrera"; y Rioja, que califica sus versos de "cultos, llenos de luces y coloridos poéticos".
Con una conciencia lingüística y estética andaluza, frente a lo cortesano y castellano, Herrera se propone la creación de una lengua poética apoyada, de una parte, en la imitación de los clásicos y de Petrarca, y, de otra, buscando con el entendimiento nuevos modos de expresión, atendiendo, platónicamente, a la idea interior. Así da predominio al estilo figurado, con abundancia de metáforas para impresionar el sentido de la vista: utiliza el cultismo, no sólo de sintaxis, sino también de vocabulario, e incluso el arcaísmo, como medio de ornamento de la lengua: pero evita la oscuridad causada por las palabras, aunque no la producida por las cosas y la doctrina. Herrera es el punto final de un proceso, y no una mera figura de transición o de intensificación ascendente de los recursos estilísticos desde Garcilaso a Góngora.
La estética de Herrera es manierista, intelectualista y renovadora. Además, autoconsciente. El intelectualismo, íntimamente unido a la autoconciencia, es puesto de relieve por Celaya, Coster, Macrí, Llobera y, en general, todos los críticos herrerianos. El importante esfuerzo renovador de Herrera se evidencia por sí sólo con la lectura del Vocabulario de Kossoff y la consulta de los capítulos dedicados por Macrí a la Lengua poética , tanto en el léxico como en la sintaxis y la métrica, o el que recoge la Contribución de Herrera a la diacronía lingüística . Nuestro poeta busca, por encima de todo, y con plena conciencia de ello "manifestada en repetidas ocasiones a lo largo de las Anotaciones ", la consecución de una lengua poética, diferenciada de la norma coloquial. Y podemos decir que, en gran medida, alcanza con éxito su intento. Ésta es la razón por la que ninguna historia de la lengua española puede prescindir de la figura de Herrera como una de las más destacadas en el refinamiento de nuestro sistema lingüístico. Lapesa afirma a propósito: "Mientras éstos [Santa Teresa y Fray Luís] crearon belleza con palabras de uso común, Herrera se esforzaba por dar a la poesía una lengua autónoma, diferente del habla general. La postura herreriana consiste en el sistemático apartamiento del vulgo. "Ninguno "dice" puede merezer la estimación de noble poeta, que fuese fácil a todos i no tuviesse encubierta mucha erudición". Y la erudición, placer de los doctos, es inasequible a la masa; la obra poética no será ya para todos, sino para los escogidos". Y concluye: "La poesía de Herrera, sonora y magnífica, pero estudiada y artificiosa, implica la ruptura del equilibrio clásico en beneficio de la forma".
El intento de creación de una lengua poética se resuelve en Herrera a partir del parámetro de la imitación del mundo clásico y Petrarca, estructurando mentalmente los modos de expresión y, estilísticamente, insistiendo en el estilo figurado (existen auténticos paradignas conceptuales que Herrera repite), la capacidad plástica de la palabra, el proceso de extrañificación (cultismos, arcaísmos, etc.), sin caer por ello en la oscuridad verbal.
En Herrera existe cierta conciencia, y más que ella, una constante praxis de tensión frente a lo castellano y cortesano, a partir de la constatación lingüística y literaria de lo diferencial andaluz.
La ubicación de Herrera no es fácil, pero su importantia en la historia de la literatura española es resulta incontestable. Macrí no escatima en epítetos al referirse a él: "Es uno de los más grandes ejemplares de la escuela petrarquista"; "el arcaísmo romántico del voluntarismo herreriano..."; "la experiencia poética de Herrera torna a examinar el sicologismo del XV castellano a la luz del platonismo antropológico del Renacimiento"; "tiene algo de romanticismo, anticipándose a Bécquer y a Leopardi"; "nos conduce a los umbrales del barroco"; "la mezcla gótico-clásica (es para Herrera) forma expresiva de una síntesis radical y existencial", etc. Epítetos que hacen justicia al "patriarca e ídolo" "según Menéndez Pelayo" de "la escuela sevillana".
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