Con el nombre de Barroco se conoce a la etapa cultural y artística característica del siglo XVII y buena parte del XVIII. Deriva del clasicismo implantado en Europa a partir de la divulgación de las ideas estéticas del Renacimiento y el Manierismo, y tiene sus límites en Andalucía hasta el desarrollo de las premisas artísticas de la Ilustración y el ocaso del Antiguo Régimen. Sea cual sea el origen etimológico de la palabra barroco "figura lógica que conduce a un absurdo, término portugués que designa ciertas perlas irregulares, término florentino sinónimo de engaño", se trata en origen de un concepto estético de signo negativo, con el que los autores neoclásicos identificaban despectivamente la exhuberancia y confusión del adorno frente a la supuesta claridad de normas e ideas implantada en el Renacimiento. Wilckelmann relaciona lo barroco como una fase terminal o de declive del arte clásico griego identificable con el arte helenístico, y con ello asumió el carácter de constante histórica, como momento de declive presente en los distintos períodos de la Historia del Arte, concepción desarrollada entre otros por Eugenio D´Ors. Será Wolffin quién, a través de la identificación de una serie de categorías formales propias, el que definitivamente consolide la entidad independiente del Barroco como período artístico diferenciado de la Edad Moderna.
La supuesta polémica entre el clasicismo y el barroco se muestra hoy día resuelta. El lenguaje con que se expresa el arte barroco es el del clasicismo, con la aceptación respetuosa del mundo grecorromano y la visión del humanismo cristiano. El arte es entendido como representación y parte de la imitación de la naturaleza. Será característica del Barroco la dialéctica con la norma clásica a través de la creatividad, que tiene su origen en la licencia manierista. Desde el punto de vista de los contenidos, este juego o diálogo se expresa por ejemplo en la ironía o la desacralización de los mitos y figuras clásicas. Su derivación formal será la tendencia hacia lo teatral, el fingimiento o el decorativismo, aspectos éstos que se entienden como esenciales de lo barroco.
Siendo un arte fundamentalmente religioso, la historiografía fija su atención en la relación existente entre el triunfo del Barroco y la expansión de la Contrarreforma católica. Contrastan las ideas de los teólogos y pensadores del Concilio de Trento, que solicitan una expresión artística sencilla y austera, con el arte posterior de templos e iglesias barrocas; sin embargo, sí existe una clara correspondencia en la idea de lograr la persuasión del fiel a través de los sentidos. Ello explica la emotividad latente en la representación sacra, a través del dramatismo, la referencia explícita al martirio de la Pasión o de los santos o los temas premonitorios de la vida de Cristo. En cualquier caso, el arte del Barroco se pone al servicio del dogma en la devoción a los grandes misteriosos cristianos que se potencia desde Trento, como en el caso de la eucaristía, para la que se crean iconografías, objetos litúrgicos o espacios sacros, el culto a la virgen María, con la aparición de nuevas devociones o la expansión de las ya existentes "Inmaculada, Rosario, Divina Pastora..." y a los santos, hacia quienes se traslada las cualidades del héroe clásico. La representación de las figuras sacras se codifica durante el Barroco, dada su importancia como receptoras de la piedad de los fieles, de acuerdo con la ortodoxia vigilante de la iglesia.
Se trata de un arte propio de una época de crisis, caracterizada por los cambios en los valores religiosos, a través de la ruptura definitiva de la unidad cristiana desde el triunfo de la la Reforma; de los valores políticos, por cuanto supone el declive de la pretendida unidad del Imperio de los Habsburgo y el desarrollo autónomo de países y territorios europeos; también de lo económico e incluso lo demográfico, con la emigración hacia Indias y las crisis epidémicas del XVII. La respuesta personal de pensadores, artistas y comitentes tendrá diversas respuestas, hacia la introspección y el realismo, la fugacidad de la vida y su término en la muerte, pero también hacia el oropel, la fantasía, el adorno y la exhuberancia de la formal.
Durante el Barroco, y en buena medida como consecuencia de tal crisis, se produce una reafirmación de los valores tradicionales, fundamentalmente a través de la exaltación de la monarquía y el altar, y la continuidad e incluso reforzamiento en Andalucía, así como en otros territorios del país, del ideal de vida nobiliario. Se trata, como indica Maravall, de una cultura dirigida, la primera gran cultura de masas cuyos valores pretenden ser divulgados mediante la propaganda y la persuasión. El arma para la difusión de estos mensajes será la retórica, que triunfa en el Barroco alentada por el pensamiento católico. Se desarrolla así una cultura simbólica, donde se pretende asumir determinadas verdades como un descubrimiento individual a través de un recorrido intelectual y también sensitivo. Se deduce por tanto la importancia que el drama teatral y la fiesta juegan en la cultura del Barroco, por cuanto divulgan de este modo la aceptación de los valores tradicionales mientras el pueblo asiste o participa en gran escala en estos eventos. Se celebran así acontecimientos muy variados, siendo especialmente significativos en lo religioso "por ejemplo, las canonizaciones de santos, como las fiestas en honor a Fernando III en 1671" o los acontecimientos principales de la vida de la familia real, como bautizos, casamientos o defunciones, proclamaciones de nuevos reyes o la propia estancia de los reyes en las ciudades andaluzas, de los que puede ser ejemplo la estancia de Felipe V en la ciudad hispalense desde 1729 a 1733, y que transforma durante esos años la vida de la urbe sevillana.
El papel del arte en la comunicación de estos ideales es fundamental. La creación de un mundo ligado a la percepción de lo religioso se relaciona con la abundancia decorativa y la búsqueda de los valores sensitivos. La tendencia hacia el arte total, donde se rompan los límites entre los diversos campos artísticos está igualmente al servicio de estas ideas. La aceptación de estos valores lleva implícito un compromiso, el de establecer un nuevo equilibrio entre los poderosos de una sociedad jerárquica y la mayoría del pueblo. En palabras de Bonet Correa, el Barroco es "hecho por sus poseedores como arte para todos". De ahí el papel de los comitentes, nobleza y clero, en la plasmación de los programas artísticos y el control del desarrollo iconográfico.
Contrasta, frente a la exaltación del papel del mecenazgo artístico ejercido por una poderosa clientela, el limitado reconocimiento social de sus creadores. El artista en la sociedad barroca tiene que asumir la consideración de su profesión como un oficio mecánico. Salvo excepciones como la conocida obtención santiaguista de Velázquez, la hidalguía de sangre de Herrera el Joven, o los esfuerzos parcialmente recompensados de Hurtado Izquierdo, los profesionales de las artes no gozan de otros privilegios que el estrato de los trabajadores del país. Pese a adoptarse por la cultura clasicista del Barroco el ideal albertiano del artista como creador a partir del dominio del diseño, su papel no ofrecía grandes posibilidades de ascenso, prestigio o ganancia económica en la jerárquica y rígida sociedad del período. Se mantiene la organización gremial como defensa del oficio y control de su actividad, corporaciones que hunden sus raíces hasta el Medievo o el comienzo de la Edad Moderna. Tampoco dentro de los oficios existe otra distinción que las reglamentadas de aprendices, oficiales y maestros. La única distinción es la que comporta su competencia profesional o detentar algún cargo institucional de prestigio. La facultad para el ejercicio de una profesión artística la otorga el examen de maestría ante un tribunal del gremio, cuya competencia es reconocida en un territorio limitado. La formación intelectual también es diversa dentro de cada arte, entre aquellos casi analfabetos y otros que poseen bibliotecas con libros y cartillas, colecciones de estampas y grabados que pueden servir de fuentes icónicas o literarias para la profesión. Algunos artistas deciden agruparse en academias, como los pintores colegas de Murillo en la Sevilla del XVII, con el objeto de promover la formación y el diálogo entre sus asociados, en claro recuerdo de las reuniones o academias que existen durante el Manierismo.
Urbanismo. Las mayores transformaciones se experimentan en las ciudades y en los grandes pueblos enriquecidos con la producción agropecuaria, donde se concentra el patrocinio de la élite social sobre la arquitectura, por lo que se reconoce como poblaciones fundamentalmente barrocas a Osuna, Écija, Priego o Antequera. La tendencia del barroco andaluz es concebir la ciudad como una acumulación de monumentos, de modo que su patrimonio se comprende como resultado de la suma de diversas arquitecturas representativas, entre las que sobresalen ayuntamientos, palacios, iglesias y conventos. El peso de lo religioso hace que durante el Barroco se convierta la ciudad andaluza en una urbe levítica, pues junto a su papel como escenario de procesiones y fiestas sacras, queda ocupada su superficie por las grandes parcelas donde se ubican órdenes religiosas y parroquias; la presencia de lo sagrado se continúa con los signos religiosos que se sitúan en calles y plazas, cruces, retablos callejeros o monumentos típicos del período como los triunfos, que tienen su primer ejemplo en el construido por Alonso de Mena en Granada en 1631. La pérdida de las necesidades defensivas y el aumento de la población hacen que se desborde el perímetro de los antiguos núcleos medievales: aunque se mantienen los lienzos amurallados, la población comienza a desarrollarse hacia las afueras de los asentamientos primitivos, en nuevos barrios o en torno a los principales rutas de salida de la población. Como en el conjunto del país, aparecen grandes plazas mayores que se sitúan en los límites del perímetro histórico de las villas, como el caso de la de la Corredera de Córdoba. Las grandes urbes y las ciudades agrícolas se caracterizan por su función residencial y por una estructura cada vez más diversificada, con un aumento durante el siglo XVIII de la preocupación por la policía y la comodidad pública que se traducirá en la mejora de las infraestructuras, abastecimientos y espacios de ocio, fundamentalmente paseos y alamedas, de las poblaciones. Será este el momento en que se pretende ordenar las partes de la ciudad y racionalizar su trazado mediante la implantación de áreas regidas por una trama regular, de acuerdo con un pensamiento sobre la ciudad cercano o inmerso en la Ilustración, como en el caso de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena y de Andalucía, y que a veces aparecen en las transformaciones parciales de áreas de las poblaciones como la plaza octogonal de Archidona o la calle San Fernando de Sevilla.
Arquitectura. La arquitectura del Barroco se caracteriza por su tendencia hacia los espacios unitarios a través del juego de líneas en planta y la creatividad ornamental en sus alzados. En el caso del Barroco de Andalucía, sus edificios no destacan precisamente por la innovación de sus trazas: persiste el tipo de iglesia basado en la tradición, con el uso para sus templos de plantas basilicales de tres naves, o el modelo muy difundido de iglesias de cajón conventuales, al que se añade el tipo contrarreformista de templo de cruz latina con una sola nave, coro a los pies y capillas laterales. El hecho de que aún se trabaje en Andalucía en la construcción de grandes catedrales y colegiatas durante el Barroco "caso de las seos de Guadix y Cádiz, o los templos de la Colegiata de Jerez o el Salvador de Sevilla" ayuda a entender esta perduración de los modelos renacentistas. Un caso particular son las plantas centradas circulares o elípticas relacionadas en muchos casos con el patrocinio de la Compañía de Jesús. Su diseño remite a la divulgación de modelos vignolescos y los ejemplos de edificaciones de este tipo construidas durante el Manierismo a partir de la Sala Capitular de la Catedral de Sevilla, que tienen su continuidad en el templo de San Hermenegildo de esa ciudad y en la iglesia de los jesuitas de Málaga, inaugurada en 1630. Las creaciones andaluzas más singulares están relacionadas con la creación de espacios parciales autónomos en las iglesias para el culto eucarístico o de imágenes de devoción, los sagrarios y camarines, como los de San Mateo de Lucena, Asunción de Priego, de los Remedios de Estepa, de la virgen de la Victoria de Málaga, o de la virgen del Rosario de la iglesia de Santo Domingo de Granada, entre otros.
Pero donde triunfa la arquitectura barroca en Andalucía, como también ocurre en el caso americano, es en la exhuberancia ornamental y la rica decoración de sus interiores como theatrum sacrum , la configuración de ámbitos que promueven la devoción a través de la abundancia sensitiva que acerca al fiel al mundo de lo sobrenatural. Por ello es importante la riqueza que impone el uso de una variedad de mármoles y jaspes que adornan capillas y retablos o el empleo de yeserías, que desde los modelos procedentes de la decoración manierista "como en el templo del convento de San Buenaventura de Sevilla o en la sacristía de la iglesia de los Santos Justo y Pastor de Granada" adquieren un desarrollo propio en el Barroco, tal como se observa en la obra de los hermanos Borja sobre los paramentos y cubiertas de Santa María la Blanca de Sevilla. El retablo adquiere una mayor importancia arquitectónica y autonomía formal que lo aleja de su concepción como simple soporte de imágenes pintadas o talladas. Su evolución se desarrolla en el XVII desde el retablo clasicista propio del primer tercio de siglo, con la obra de Alonso Matías y su altar mayor para la catedral de Córdoba, de 1616, y camina en lo formal hacia la preeminencia de la columna salomónica en la segunda mitad de la centuria, hasta el altar mayor de la iglesia de la compañía de Granada, etapa que tiene entre sus obras más sobresalientes la realizada en 1670 por Bernando Simón de Pineda para el Hospital de la Caridad de Sevilla. La llegada a Andalucía de Jerónimo Balbás supone una revolución en el retablo barroco, que acoge ahora el estípite como soporte característico y que tiene como máximo divulgador la actividad del escultor Duque Cornejo. El retablo, junto con las obras de arquitectura efímera que adornan fiestas y celebraciones, se convierte así en campo de experimentación para la creatividad formal de la arquitectura barroca.
El peso de la norma clásica y la perduración de motivos de índole manierista caracteriza a la arquitectura de Andalucía hasta bien entrado el siglo XVII. El influjo del manierismo italiano se hace presente en Sevilla con la obra de destacados arquitectos, en especial con Vermondo Resta, autor de reformas de importancia en el edificio y jardines de los Reales Alcázares de Sevilla. El refinado Juan de Oviedo (1565-1624), que interviene en la reforma del convento de la Merced de esta ciudad y levanta la iglesia de San Benito, y Diego López Bueno (1565-1632), a quién corresponde la obra del convento de Santa Paula, marcan el camino hacia el protobarroco a través de la separación de la rigidez de raíz herreriana y el empleo de elementos de la tradición clasicista propia. Miguel de Zumárraga (1550-1630), junto a Alonso de Vandelvira y Cristóbal de Rojas, inician la construcción de la iglesia del Sagrario de la Catedral de Sevilla. En la arquitectura oriental dominan los canteros como Juan de Aranda o Pedro Díaz de Palacios. Destaca la versatilidad de los creadores de la arquitectura, donde intervienen una serie de arquitectos procedentes de lo pictórico, como Herrera el Viejo (1590-1654) o Antonio Mohedano (1591-1655) o que trabajan igualmente en el campo del retablo, como López Bueno. Domina el ornato arquitectónico los motivos de índole geométrica y el desarrollo orgánico de tarjas y cartelas.
En la Andalucía oriental el avance hacia el Barroco pleno está marcado por la obra de Alonso Cano, en la que se toma como hito fundamental la construcción de la fachada de la Catedral de Granada, en 1667. Con los matices que señala la historiografía sobre la trascendencia de su intervención, condicionada por la actividad anterior de Siloé, lo cierto es que se toma como referencia de libertad creativa en lo estructural y de autonomía en lo decorativo con el uso del adorno basado en la "hoja canesca". Destaca en la segunda mitad de la centuria la construcción de otra fachada catedralicia, la de Jaén, y por la obra de Melchor de Aguirre, que evoluciona hacia una mayor profusión de los elementos tectónicos y la policromía de mármoles, como se observa en su tabernáculo de Santo Domingo de Granada.
En Sevilla los trabajos en la iglesia del Sagrario de la Catedral, finalizada en la segunda centuria del siglo, y la construcción del Hospital de la Caridad, marcan algunas de las características del barroco local, en su tono clasicista y tradicional en cuanto a su diseño y la monumentalidad y esplendor de su decoración interior. Pedro Sánchez Falconete (1586-1664), que diseña la iglesia hospitalaria, es el autor más destacado durante la mitad del siglo en la capital hispalense. La acumulación de elementos tectónicos que hace que la fachada de la iglesia de la Cartuja de Jerez, construida en torno a 1667, se asemeje a un retablo, se considera obra clave en la evolución hacia la libertad creativa y el abigarramiento ornamental que caracterizan al periodo.
El cambio de siglo marca el desarrollo del gran momento del barroco andaluz. Junto con la introducción del influjo de Borromini y Guarini en la arquitectura, con el juego de líneas en alzados y el alabeo de las fachadas, aparece una serie de grandes artífices que sintetizan estas aportaciones con la tradición vernácula. En Andalucía oriental la gran figura será Francisco Hurtado Izquierdo (1669-1725), que combina la tradición del uso de los mármoles y la policromía con el desarrollo de estructuras arquitectónicas complejas sometidas al juego de perfiles mixtilíneos. Es autor del altar mayor de la Cartuja de Granada y del sagrario tras el presbiterio, finalizado en 1720, concebido a modo de camarín, con un polícromo baldaquino central, en cuyo adorno interviene una destacada nómina de escultores y decoradores. Siguiendo el modelo de Granada, realiza desde 1718 un ámbito semejante para la Cartuja de El Paular en la sierra de Madrid. La sucesión de espacios se hace aún más compleja, con el sagrario, Sancta Sanctorum ochavado y vestíbulo con siete capillas inscritas en los ángulos y ejes de una cruz griega. La colaboración en la obra de los andaluces Teodosio Sánchez de Rueda * y Vicente Acero * , el tracista de catedrales, lleva a considerar tal intervención como una obra andaluza en el corazón de Castilla. También a Hurtado se le atribuye la idea arquitectónica de la Sacristía del cenobio granadino, comenzada en 1727 y desarrollada bajo su influencia artística, con estípites como pilastras dividiendo los tramos de la nave y una rica decoración de carácter geométrico. Su discípulo José de Bada * (1671-1755) manifiesta una menor profusión decorativa, y una cierta tendencia al eclecticismo fruto de sus encargos, pues trabaja en la fachada principal de la catedral de Málaga, y edifica el convento principal de San Juan de Dios de Granada, concluido en 1759. También interviene en las obras de iglesias de Antequera, como la de Madre de Dios, participando así en la actividad constructiva de un barroco local de gran personalidad. La trayectoría del barroco oriental abierto al barroco internacional italianizante finaliza con Antonio Ramos * (1703-1782), autor del Palacio episcopal de Málaga.
En Sevilla el arquitecto del gran barroco es Leonardo de Figueroa * (hacia 1650-1730), creador de una dinastía de gran proyección regional. En su obra introduce algunas aportaciones del barroco italiano del siglo XVII, pero sobre todo actualiza con gran creatividad algunas de las aportaciones de la tradición local, como el uso del ladrillo y el barro cocido como materiales y el uso formal de adornos renacentistas y manieristas. Posiblemente trabajara en la terminación del Hospital de la Caridad, pero su primera intervención destacada es la conclusión del Hospital de los Venerables sacerdotes desde 1685. Junto a sus trabajos en el claustro de San Acasio, la reforma del convento de la Merced o su intervención en la Colegiala del Salvador, sus grandes obras fueron la reconstrucción del convento de dominicos de San Pablo, finalizado en 1696, donde versiona con libertad la tectónica clásica y utiliza parcialmente el orden salomónico, así como la edificación desde 1699 de la iglesia y noviciado de San Luis, uno de los ejemplos de innovación espacial con empleo de una planta centrada que combina los brazos absidiales con la cruz griega, y en donde emplea las columnas salomónicas para simbolizar, mediante la alusión al templo de Jerusalén, la dedicación formativa del recinto. También potencia la edificación del Palacio de San Telmo, interesante versión del palacio hispánico, a medio camino entre lo laico y lo religioso. En una línea semejante se atribuye a su hijo Matías la construcción del convento de San Jacinto de Sevilla. Diego Antonio Díaz (1667-1748) marca un cambio de rumbo hacia el barroco de decoración geométrica, aunque insistiendo en las posiblidades expresivas del ladrillo, como se observa en la construcción del palacio y sobre todo de la iglesia de la Consolación de Umbrete, iniciada en 1725 bajo el patrocinio directo del arzobispado.
Tras el terremoto de Lisboa de 1755, el barroco sevillano camina hacia una mayor contención decorativa, que se une a las enseñanzas que promueve la construcción de la Real Fábrica de Tabacos, dirigida por ingenieros militares, y en cuya obra se forman gran parte de los arquitectos de la época. En esta segunda mitad del siglo destacan Ambrosio de Figueroa * (1702-1775), autor de capilla pública y portada de la Cartuja de las Cuevas de Sevilla, y Pedro de Silva * (1712-1784), que dirige la edificación del gran templo de la Palma del Condado en la actual provincia de Huelva. El barroco arquitectónico tiene como epígono a Antonio de Figueroa * (1734-1793), el último representante de la familia de arquitectos, que interviene en la conclusión de obras de su padre Ambrosio, como la iglesia de Bollullos, y que diseña, con sobriedad formal, el templo parroquial de Aznalcóllar.
Escultura. La escultura andaluza del barroco tiene como materia y técnica fundamental el uso de la madera tallada, luego recubierta por policromía, siguiendo una tradición renacentista que daba importancia en esta plástica tanto a la acción de los escultores como a la de los maestros estofadores, que realizaban la pintura sobre las telas y la encarnadura de las figuras, buscando la obtención de los valores que se convierten en propios del barroco, un profundo realismo y la riqueza visual del objeto. Por supuesto, el principal cliente de la imaginería andaluza será la iglesia, tanto a través del clero regular y secular como a través de las hermandades, asociaciones o encargos píos de los fieles.
La escultura barroca andaluza evoluciona sin ruptura desde el rico panorama de la plastica del Bajo Renacimiento y el Manierismo, contando por tanto con una base dotada ya de una técnica, unos modos de trabajo y un tratamiento iconográfico muy evolucionado.
Los primeros años del XVII se caracterizan por el influjo de la escultura italinizante, que recibe el influjo de la plástica italiana postmiguelangelesca, de formas amplias y monumental, desarrollada en el Renacimiento a la sombra del talento artístico de Juan Bautista Vázquez el Viejo y Jerónimo Hernández. El camino que se emprende es el de la búsqueda de un mayor naturalismo y expresividad, de acuerdo con una mayor capacidad de comunicación propia del valor que va adquiriendo la imagen en el Barroco, partiendo de las premisas de moderación y perduración de la búsqueda de la belleza ideal clasicista de sus maestros.
Entre el grupo de excelentes escultores que trabajan en la gran cantidad de encargos de la Sevilla que se transforma a la par en puerto de las Indias y en ciudad de templos y conventos, toman este rumbo figuras como Juan de Oviedo y, especialmente, Francisco de Ocampo y Gaspar Núñez Delgado. En Granada, que se convertirá en el otro gran foco de la estatuaria andaluza, serán sus protagonistas Pablo de Rojas (1548-c. 1611), creador de los crucificados procesionales y maestro de Montañés, así como los García o Alonso de Mena (1587-1646). Esta etapa culmina con la presencia de grandes artistas: formado con Pablo de Rojas, el alcalaíno Juan Martínez Montañés (1568-1649) se une al gremio de carpinteros imagineros y retablistas de Sevilla en 1588, y se convierte en el escultor de más fama de la ciudad, llegando a viajar a la corte para elaborar un retrato de Felipe IV. Su importancia es enorme, por cuanto sienta las premisas de los tipos escultóricos del foco sevillano, con las versiones iconográficas de vírgenes inmaculadas, Jesús niño, Crucificados y nazarenos. Su conocimiento de la anatomía, pericia técnica y proporciones clásicas, se manifiestan en su San Cristóbal de la iglesia del Salvador, o en el Cristo de la Clemencia, encargo del arcediano Mateo Vázquez de Leca. Su capacidad como compositor de escenas sacras se observa en los relieves de los retablos de San Isidoro del Campo o en el de San Miguel de Jerez. Su discípulo Juan de Mesa (1583-1627) desarrolla el realismo y el dramatismo sin abandonar el gusto por la elegancia del maestro. En Granada, la figura sobresaliente es Alonso Cano (1601-1667), con una proyección en la escultura que la historiografía artística histórica consideraba la más excelente de su producción. Desde su formación en los caracteres de la escultura de Rojas y de su formación sevillana, pronto elaborará obras de gran personalidad, como se manifiesta en su Virgen de la Oliva de Lebrija (1629) con tendencia hacia la materialización del ideal divino en la serenidad, intropección y formas sintéticas en sus imágenes sacras, entre las que destacan la Virgen de Belén o la Inmaculada del facistol de la Catedral de Granada (1655), mientras se preocupa por la representación de bustos o figuras de personajes de la historia sagrada o santos, con individualización de los tipos humanos y composición natural que permita la visión continua del espectador hacia la imagen, como en el San Juan de Dios del Museo de Granada o los bustos de Adán y Eva.
La irrupción del barroco pleno en la Baja Andalucía, lleno de dinamismo y monumentalidad, al estilo berninesco, suele atribuirse a la llegada del escultor de origen flamenco y con formación en la Roma papal José de Arce * (1607-1666). Arce trabaja para la Cartuja de Jerez, donde contrata en 1637 el desaparecido retablo mayor; su amistad con Montañés le permite terminar el retablo de San Miguel de Jerez, y especialmente importante por su repercusión en la ciudad son las monumentales figuras para las tribunas de la iglesia del Sagrario de Sevilla (1657). El influjo sobre otros escultores es patente, como se observa en la última etapa de Montañés o en la obra del utrerano Francisco Ruiz Gijón (1653-hacia 1720). El camino entre el Cristo de la Clemencia de un joven Montañés y el de el Cristo de la Expiración marcan la diferencia en expresividad, movimiento de paños y efectismo. Con todo, el sentir general de la escultura de la segunda mitad del siglo es el de una evolución desde los valores autóctonos, dentro de un barroquismo más acentuado que se aprecia en la obra de Felipe de Ribas (1609-1648), autor de retablos como el de San Clemente o el desaparecido de la Merced de Sevilla, donde se emplea en la ciudad por vez primera el orden salomónico como sistema tectónico. El gran escultor de esta etapa plenamente barroca de la imaginería sevillana es Pedro Roldán (1624-1699), autor de obras con profunda religiosidad y patetismo como el entierro del retablo mayor del Hospital de la Caridad de Sevilla. Su hija Luisa Roldana (1652-1704) sigue la estela de su padre, aunque el mercado la orienta a trabajar sobre figuras de barro o madera policromada de pequeño tamaño; junto con la pericia técnica, La Roldana sabe unir delicadeza y gracia a sus figuras, unido a una dedicación hacia lo anecdótico cercana a la pintura de género. En Granada la figura principal es Pedro de Mena (1628-1688), quién profundiza en los aspectos emotivos del alma, y por ello se menciona el ascetismo de sus figuras de santos y un cierto patetismo que deriva del interior. Transmite el carácter de su producción a los que definen el propio foco granadino, influyendo sobre la escultura malagueña a través de su trabajo para la sillería de coro de su catedral y su permanencia como vecino de la misma. Su principal seguidor es José de Mora (1642-1724), autor de figuras con formas recogidas hacia sí, manifestando no tanto emociones derivadas de la espiritualidad como del propio sufrimiento.
La escultura barroca del XVIII se caracteriza por la perduración de los caracteres formales e iconográficos asentados en la centuria precedente, aunque se acentúa el virtuosismo formal, que asimila definitivamente el barroquismo dinámico de las figuras y el movimiento de paños. La escultura se imbrica con otras artes de su entorno físico para fusionarse en el arte total del barroco, como ocurre con la retablística en Duque Cornejo o con la policromía del también pintor José Risueño. La expresividad de las figuras se hace menos introspectiva y se centra más en la gestualidad y el sentimentalismo. En el foco sevillano será el ensamblador y escultor Duque Cornejo (1678-1757) el representante más destacado, creador de la decoración lignaria de San Luis de Sevilla, que trabaja también para la Cartuja granadina y es autor de la sillería de la Catedral de Córdoba. En Granada, José Risueño (1665-1732), que interviene también en la faceta escultórica del sagrario de la Cartuja granadina, elabora creaciones muy efectistas, dinámicas que reflejan una religiosidad sentimental cercana a lo popular, especialmente en barro policromado. Algunos autores reinterpretan a lo largo de la centuria el realismo y la expresividad del siglo anterior, como el caso de Montes de Oca en Sevilla (muerto en 1754) o el granadino Torcuato Ruiz del Peral (1708-1773)
Pintura. El género principal de la pintura barroca andaluza es el religioso. La pintura se pone al servicio de los ideales de la Contrarreforma para promover la devoción a través de temas y figuras sacras. Participa por tanto de ese estímulo barroco por acercar lo religioso a través de los sentidos, de acuerdo al papel principal o compartido de la pintura como representación de la realidad, a la que corresponde mostrar igualmente aquellas pertenecientes al campo de lo sobrenatural. No extraña, por tanto, que los pintores andaluces sean contratados para la elaboración de grandes series donde se narran fundamentalmente escenas de santos, o se solicite su participación para la creación de las pinturas de los retablos y altares de los templos. Dentro de ese mundo figurativo religioso del cual la pintura se convierte en soporte, destaca igualmente la pintura mural, que recubre los interiores de los templos de acuerdo a programas iconográficos que conducen al fiel al sentimiento y al conocimiento como fórmulas de comprensión de la realidad, de acuerdo a la naturaleza fundamentalmente retórica del periodo.
La principal influencia sobre la pintura barroca será la procedente de las estampas y grabados que difunden composiciones fundamentalmente de pintura italiana y flamenca. Los libros de devoción y las láminas o literatura hagiográfica constituyen fuentes de inspiración para el decoro de la imagen, su adscripción a una cierta iconografía o incluso a un tipo físico determinado. Los fondos arquitectónicos tienen también como correlatos la literatura artística y los tratados de arquitectura.
Dentro de la pintura profana, será el retrato el principal género, desarrollado al servicio de una sociedad que pretende a través de la imagen afirmar su configuración jerárquica. En cuanto a la pintura de género, es cierto que no tendrá el desarrollo que tiene en otros territorios, como los países del norte de Europa, pero tendrá un papel destacado, divulgándose su gusto a partir de los grandes núcleos urbanos, especialmente Sevilla, llegando el propio Murillo a convertirse en exportador de estas escenas solicitadas desde el extranjero. Una variante es la pintura de bodegón, género que trabajan Zurbarán o Fray Sánchez Cotán, y en el que se especializan pintores como Pedro de Camprobín (1605-1674), género artístico para algunos con significado per se y para otros relacionable con un carácter simbólico desarrollado desde el manierismo a través de alegorías de los objetos que connotan hacia lo espiritual.
La etapa inicial de la pintura del XVII en Andalucía tendrá en su universo artístico un planteamiento similar al que vemos en la escultura. El foco principal de la pintura del XVII en Andalucía será la ciudad de Sevilla, por la presencia de múltiples artistas con demanda de encargos, y por su carácter de puerto del comercio de pinturas para las iglesias y conventos de las Indias. Sobre algunos artistas aún situados en el tardomanierismo, como Francisco Pacheco, éste último preocupado por el decoro en la representación de la imagen sacra, con sometimiento del color y la profundidad al contenido de la obra, aparecen otros artistas que descubren nuevas posibilidades expresivas. Este sería el caso de Juan del Castillo, que se tiene por iniciador del foco sevillano de pintura, o especialmente el de Juan de Roelas (1560-1625), verdadero dinamizador del mismo, que introduce en la pintura de la ciudad el colorido de raíz veneciana, y puebla sus composiciones con personajes secundarios, algunos vueltos en su acción hacia el espectador, de acuerdo con la pintura flamenca, como se aprecia en el Martirio de San Andrés del Museo de Sevilla. Francisco de Herrera el Viejo insiste en este naturalismo, utilizando una paleta empastada. Diego Velázquez (1599-1660), en su etapa sevillana, manifiesta esta inquietud por el dominio de la representación de los objetos y de los tipos humanos, que se aprecia en el papel que ofrece a los bodegones que aparecen como temas secundarios de sus cuadros como Cristo en casa de Marta y María o el Aguador de Sevilla , junto con un badaje procedente del Manierismo que permite ciertas conjeturas sobre el carácter alegórico de objetos y personajes.
Junto al conocimiento de los pintores italianos y el apogeo del colorido, el otro gran motor de la pintura barroca es el manejo de la luz. El uso del claroscuro como método de expresión y creación de volúmenes es conocido en España desde el manierismo, donde destacan importantes artistas como Navarrete El Mudo. Pero el elemento decisivo de la pintura barroca es el conocimiento de Caravaggio y el tenebrismo, al que se llega a partir de la obra de Ribera. Francisco de Zurbarán (1598-1664) se convierte en el pintor especialmente destinado a su empleo, aunque de manera menos abrupta que en la pintura italiana del momento. A su vez, su importanica pictórica radica en su capacidad para dotar a los objetos, telas y figuras de una capacidad expresiva basada en la ausencia de retórica, en una desnudez y austeridad que lo convierten en el pintor favorito de los conventos sevillanos, tal como se aprecia en los cuadros que restan de sus primeras series para los conventos sevillanos de San Pablo y la Merced o para sus posteriores en la Cartuja de Santa María de las Cuevas o los jerónimos de Guadalupe. Sus cuadros de santas, sean o no conscientes retratos a lo divino, manifiestan la cualidad de Zurbarán por transcender hacia lo sobrenatural a través del análisis minucioso de la realidad cotidiana.
El uso de la luz como elemento expresivo atrae también a Antonio del Castillo (1616-1668), el pintor más importante de Córdoba durante el siglo XVII y con quien culmina una saga familiar dedicada al oficio; el empleo de un suave tenebrismo se incorpora a su pintura desde su estancia juvenil en Sevilla, donde admira a Zurbarán. Buen dibujante, resalta igualmente por el equilibrio de sus composiciones, como el Martirio de San Pelagio de la catedral cordobesa. La deuda a la tradición del siglo XVI se observa en su famoso Calvario del Museo de Córdoba.
Como en la escultura, el otro foco de la pintura sevillana es la de Granada, de nuevo bajo el magisterio y genio de Alonso Cano (1601-1667). Poderoso pintor y dibujante, como en la escultura su estilo es de una gran personalidad, caracterizado por su sentido plástico y el uso armónico del color. La monumentalidad y el refinamiento caracterizan sus temas marianos, como la Virgen de Belén de la Catedral de Sevilla, la serie para la capilla mayor de la Catedral de Granada o la Virgen del Rosario de la seo de Málaga.
A mediados del siglo XVII se deja influir la pintura andaluza por las formas plenamentes barrocas, procedentes de Italia y de la pintura de Rubens, basadas en el dinamismo de las composiciones y figuras, en el uso escenográfico de la luz y de la sucesión de planos, y en el predominio definitivo del color. Un papel relevante en el influjo de estos cambios tiene el pintor Herrera el Joven (1627-1685), que viaja a Italia tras abandonar el taller de su padre Herrera el Viejo y reside largos años en la corte. En sus años de residencia sevillana, de 1655 a 1660, deja en Sevilla composiciones que revelan al público y entendidos sevillanos los fundamentos de una nueva pintura, como su Exaltación de la Eucaristía o la Apoteosis de San Francisco , en la Catedral de Sevilla.
Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682) sabe unir la tradición realista del XVII con los logros del barroco europeo, a través de una técnica de pincelada suelta y vaporosa y conocimientos escenográficos. Presenta los temas sacros de manera cercana y sentimental, y se convierte en un importante pintor de éxito, muy estimado en Europa. Formado en el naturalismo de Juan del Castillo y Zurbarán, pronto se independizará de su influjo, patente ya en su serie para el covento de San Francisco de Sevilla. Sus cuadros de tema sacro, especialmente los relacionados con la Inmaculada, marcan la versión definitiva del tema iconográfico en el Barroco. Su capacidad para afrontar las grandes composiciones de temas bíblicos se aprecia en la serie para la renovada iglesia de Santa María la Blanca, mientras que el uso de registros diversos para derivar de modo amable el tratamiento de la religiosidad se observa en los contratos para los retablos de la iglesia de los Capuchinos o su participación en el programa iconográfico del Hospital de la Caridad. Su estilo marca la evolución de la pintura sevillana de finales del siglo, como se observa en Matías de Arteaga o Nuñez de Villavicencio.
Juan de Valdés Leal (1622-1690) hace suyas al igual que Murillo las aportaciones del pleno barroco pictórico. Conocido por las vanitas del Hospital de la Caridad, es sin embargo el pintor de la luz, que utiliza en los cuadros con una pincelada pastosa de difícil técnica. Trabaja en Córdoba y Carmona, donde realiza su serie para el convento de Santa Clara, donde manifiesta los caracteres de dinamismo y efectos lumínicos característicos de su pintura. En Sevilla realiza los lienzos para la sacristía de los jerónimos de Buenavista. Una posible estancia en la corte en 1664 refuerza el dinamismo y el estilo escenográfico que se aprecia en los lienzos para San Agustín de la Asunción de la Virgen y la Inmaculada .
En el foco granadino, el viaje hacia el barroquismo se adquiere a través de la presencia de pintores castellanos en la ciudad y el conocimiento directo de la corte de algunos de sus pintores. Pedro Atanasio Bocanegra (1638-1689) es el principal de los discípulos de Cano, y desempeña un papel semejante al de Murillo en la presentación de una nueva religiosidad a través de la imagen pictórica, con la repetición de tipos sacros a la manera de Cano. Es pintor de gracia delicada, como se manifiesta en sus varias vírgenes con niño, preocupado por el uso de la luz como se manifiesta en su Cristo de la Expiración de la Catedral de Granada. En 1674 es nombrado pintor de esa seo, y dos años más tarde protagonizaría un viaje a la corte que acentúa los valores escenográficos de su obra y los planos contrapuestos. Juan de Sevilla (1643-1695) es otro discípulo destacado del racionero artista, conocedor de los problemas de puntos de vista y escenografía, como demuestra su Triunfo de la Eucaristía de la iglesia de la Magdalena de Granada.
La pintura del XVIII está marcada por el influjo de Murillo, pero también por el conocimiento de la pintura internacional, fundamentalmente a través de la presencia en España de pintores italianos y franceses en la corte. En Sevilla el lustro de residencia real permite tener un conocimiento directo de estos artistas. En la ciudad destacan como grandes retratistas el pintor Alonso de Tovar y sobre todo Domingo Martínez (1688-1749), autor de los lienzos para la iglesia del Colegio de San Telmo, y al servicio del arzobispo Salcedo y Azcona en la iglesia parroquial de Umbrete y la renovación de la capilla de la Virgen de la Antigua en Sevilla. Martínez es también un excelente decorador de interiores, continuando la línea emprendida por Valdés Leal y continuada por Lucas Valdés. Conocemos su intervención para la pintura mural del templo sevillano de San Luis y del convento de la Merced. Su influjo permanece en la obra de Juan de Espinal (1714-1783), el pintor más interesante de la segunda mitad del XVIII sevillano. En Granada José Risueño (1665-1732) se inicia en el dominio del claroscuro pero evoluciona hacia el dinamismo y el colorido de ángeles y santos. Protegido del canónigo y después arzobispo Azcargorta, trabaja en el ornato pictórico del Sacromonte. Su discípulo Domingo de Echevarría pinta para la parroquia de la Magdalena dos copias de los Triunfos de la Eucaristía de Rubens. Antonio Palomino (1655-1726) es un pintor cordobés perteneciente al ambiente cortesano. De culta formación, su erudición le lleva a publicar El Museo pictórico y escala óptica , manual de pintura y también estudio histórico de los artistas pintores más importantes. En Madrid, continúa la actividad como decorador mural de Lucas Jordán. En Andalucía pinta la bóveda con la exaltación de la Eucaristía en el sagrario cartujo de Granada, donde manifiesta su deuda con el napolitano y los conocimientos perspectivos en un amplio desarrollo iconográfico. [ Francisco Ollero Lobato ].
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