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EXILIO

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m. Desde los albores de la historia se producen exilios por motivos políticos, religiosos o étnicos, junto a desplazamientos migratorios por causas demográficas o económicas. Exilio y migración son dos fenómenos con un punto de partida similar. En ambos, una persona o colectivo humano se ven obligados a abandonar su tierra natal, pero hay una diferencia fundamental entre una y otra situación: el exiliado se expatría para escapar de una persecución por quien ejerce el poder, debido a sus opiniones o actividades políticas o religiosas, y el retorno a su país de origen supone graves riesgos personales entre los que está en juego su propia vida.

El Diccionario de la Real Academia Española   recoge el término "exilio" como sinónimo de destierro en sus ediciones del siglo XIX. Sin embargo, el sustantivo "emigrado" es el más empleado a lo largo de gran parte de aquella centuria para designar a todo aquél que se veía obligado a abandonar su lugar de residencia por motivos políticos e ideológicos. Durante toda nuestra época contemporánea los términos "exiliado", "emigrado político" o "refugiado político" tienden a confundirse y a utilizarse como sinónimos. Junto a ellos, se suelen utilizar vocablos como "desterrado", "excluido", "expatriado"",  y en el caso del exilio de 1939, algunos republicanos crean nuevos términos como el de "transterrado" o el de "conterrado", para poner de relieve la asunción por parte del exiliado tanto de sus orígenes como de lo nuevo, que no les era desconocido porque existía un sustrato cultural común. En cualquiera de los casos, para el país de acogida sólo existía el término oficial de "refugiado".  

Las expulsiones y exilios jalonan la historia de España desde los inicios de la Edad Moderna, cuando se decreta la expulsión masiva de los judíos por parte de los Reyes Católicos o la de los moriscos a principios del siglo XVII. Durante el siglo XVIII se asiste a la expulsión de unos 4.000 jesuitas y la huída a Francia de un puñado de españoles simpatizantes de las ideas de la Revolución francesa, que se caracteriza como el primer exilio español de la época contemporánea.

Los siglos XIX y XX están plagados de exilios más o menos numerosos, generándose una consideración fatalista de la historia contemporánea de España, como una historia de exclusión y de enfrentamiento civil permanente. En realidad, el proceso de modernización política española está marcado, desde los tiempos de Fernando VII, por intolerancia y violencia. Cada cambio político ensombrecía el horizonte de los vencidos, que se veían forzados a sufrir la inhabilitación, el destierro, la cárcel y el exilio. Larra escribía allá por 1835 que "por poco liberal que uno sea, o está uno en la emigración, o de vuelta de ella, o disponiéndose para otra". La identificación del exilio con los sectores más progresistas de la sociedad española no debe ocultar, sin embargo, la existencia de episodios históricos en los que la emigración está protagonizada por absolutistas, carlistas y monárquicos.

Afrancesados y liberales. Tras la huída de los simpatizantes de la Revolución francesa se producen sucesivas salidas de emigrados políticos hacia Francia e Inglaterra, al socaire de de los cambios políticos que se producen con motivo de la revolución liberal. Con la salida de España del rey José Bonaparte en 1813, se genera la expatriación de los afrancesados. Se calcula entre 10.000 y 12.000 el número de militares, empleados, propietarios, aristócratas y hombres de letras que siguen a las tropas imperiales francesas en su retirada, después de la firma del Tratado de Valençay y la vuelta a España de Fernando VII. Muchos de ellos son internados en depósitos habilitados por las autoridades francesas y sus difíciles condiciones de vida se ven paliadas por los socorros dispuestos por el gobierno francés, que asume el compromiso político adquirido por el régimen napoleónico. La ruina moral tiene menos arreglo, pues el Real Decreto de 30 de mayo de 1814 sella la imposibilidad de su retorno a España, quiebra las esperanzas de quienes esperaban el perdón del rey y de la sociedad española y rechazaban las acusaciones de traición. El exilio de los primeros refugiados políticos del reinado de Fernando VII presenta una característica que sería común al exilio liberal, demócrata y republicano del siglo XIX: el exilio es diferente en función del lugar de residencia y de la condición social. No lo pasan igual los que se instalan en París, que, dentro de su infortunio, podrían considerarse "privilegiados", que aquellos que permanecen en los depósitos, que viven un exilio más azaroso. La experiencia de los personajes relevantes de la política, el ejército, la cultura, la ciencia y los negocios resulta difícilmente parangonable con la vivida por quienes tenían una condición social más humilde. Entre los exiliados andaluces acomodados que siguen a José Bonaparte a Francia se encuentran Francisco Javier de Burgos y el banquero sevillano Alejandro Aguado y Remirez de Estremoz. Este último inicia una serie de negocios que le  convierten en uno de los banqueros más afamados de Europa. La vuelta de los afrancesados a España se produciría en unos casos durante el Trienio constitucional y en otros durante la última etapa absolutista de la monarquía española.

Las oleadas del exilio liberal se suceden en 1814 y 1823. La vuelta de Fernando VII, la anulación de la legislación emanada de las Cortes de Cádiz y la restauración del absolutismo obliga a los liberales doceañistas a exiliarse a Gibraltar, Francia e Inglaterra en 1814. La oleada liberal  de 1823 es mejor conocida gracias, entre otros, a los trabajos de Vicente Llorens sobre los exiliados en Inglaterra durante el período 1823-1834 y los de Rafael Sánchez Mantero sobre el exilio liberal en Francia para el mismo periodo. Este último exilio es el más importante tanto por cantidad como por su calidad. Se calcula en más de 20.000 los fugitivos que marchan a Gibraltar, Inglaterra, Francia y los territorios americanos durante estos años. Dos grupos componen esta emigración liberal. El primero de ellos está compuesto por hombres de Estado, aristócratas, ricos burgueses, generales muy comprometidos con la causa liberal, entre los que cabe señalar a políticos como el conde de Toreno, Evaristo San Miguel, Andrés Borrego, Narváez, Alcalá Galiano; escritores como Martínez de la Rosa, duque de Rivas, Espronceda, Francisco de Goya, Gomis; u hombres de negocios como Bertrán de Lis o Vicente Salvá, etc. Esta avanzadilla intelectual contribuye a introducir en España el movimiento romántico europeo y las orientaciones políticas que tienen la oportunidad de ver en los países que les acogen.

El segundo grupo, más numeroso, está formado por soldados y oficiales liberales comprometidos en las capitulaciones de las diferentes plazas que caen en manos del duque de Angulema y que son desarmados en la frontera y agrupados en depósitos, donde son sometidos a estrecha vigilancia. El número de estos militares se calcula en 12.500, de los cuales unos 1.500 eran oficiales. La permanencia en Francia de gran parte de ellos es breve, pues a partir de marzo de 1824 se disuelven los depósitos y la gran mayoría inicia su regreso a España, acogiéndose a la amnistía dada por Fernando VII. Los que quedan se convierten automáticamente en refugiados, como el resto de los exiliados que habían buscado residencia en distintos departamentos franceses, especialmente en la capital.

El número de exiliados españoles en Francia se incrementa sensiblemente a partir de 1829, fecha en la que empiezan a llegar aquellos que habían marchado a otros países, especialmente a Inglaterra. Muchos de los exiliados pueden subsistir gracias a los socorros dados por el Gobierno francés hasta 1824, reemprendidos en 1829 y extendidos a todos los refugiados tras la revolución de 1830. Con estas ayudas el Gobierno francés trata de contribuir a solucionar el grave problema de escasez de medios económicos de estos exiliados españoles.

La actividad política del exilio liberal es intensa en Gibraltar, Londres y el sur de Francia. Numerosas son las conspiraciones y los intentos de entrar en España para devolver al país la Constitución y las libertades por la vía insurreccional armada. Los inicia el general Francisco Valdés en Tarifa en agosto de 1824, los continúan "los coloraos" en Almería, en aquel mismo mes, y se suceden ininterrumpidamente por la frontera sur de Francia hasta el desembarco de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, donde serían fusilados en 1831. La conspiración y los planes para entrar en España son múltiples bajo la dirección de diversos grupos de liberales, no siempre bien avenidos, entre cuyos jefes destacan el conde de Toreno y Agustín Argüelles, el ex guerrillero Espoz y Mina, Milans y el general Torrijos.

Los liberales emigrados pueden volver tras las sucesivas amnistías que decreta la reina María Cristina a principios de los años treinta del siglo XIX. La primera de ellas, dada el 15 de octubre de 1832, no es completa, excluye a los diputados que votan en Sevilla la destitución del rey en 1823 y a los que habían acaudillado alguna fuerza armada contra su soberanía. Tras la muerte de Fernando VII y con motivo de la proclamación de la heredera, la reina decreta una nueva amnistía el 24 de octubre de 1833, más amplia, pero que no termina de satisfacer a los exiliados. Hasta febrero de 1834 no se amplía definitivamente el perdón para todos los liberales que habían participado en la destitución de Fernando VII. El hecho de que Martínez de la Rosa ocupase la presidencia del Consejo de Ministros era una garantía para los que aún no se habían atrevido a volver. Aunque aún quedaba en Francia un pequeño grupo de españoles procedentes de la emigración liberal, se cerraba prácticamente un importante capítulo de la historia de la emigración política del siglo XIX. Sin embargo, ya en aquellas fechas había comenzado uno nuevo: las nuevas y nutridas oleadas de la emigración carlista.

Destierros decimonónicos.  La importancia numérica y simbólica de los primeros exilios de afrancesados y liberales y la excepcionalidad y el dramatismo de la emigración política masiva de 1939 oculta la realidad de otros exilios, cuya menor entidad numérica a veces no supone prejuzgar su irrelevancia política o cultural.

Primero son los carlistas quienes, defendiendo al pretendiente y el absolutismo, han de salir a Francia en los años treinta del siglo XIX, conforme los ejércitos isabelinos van haciéndose dueños de la situación política en la zona norte de la península. Episodios que se repiten a lo largo de las distintas guerras carlistas que se suceden a lo largo del siglo XIX. El destino era Francia, que vuelve, siguiendo la experiencia con afrancesados y liberales, a situarlos en depósitos lejos de la frontera, otorgándoles socorros en función de su graduación militar. Unos socorros que a mediados del siglo XIX eran de medio franco y a principios de los años setenta alcanzaban los 0,75 francos. Una migración política que en el caso de la última guerra carlista supera los 10.000 refugiados en el país vecino, hasta que Cánovas del Castillo da la amnistía en 1876 y decide volver una parte importante de ellos. A título de referencia, en abril de 1873 se quejan los alcaldes de las comunas de San Juan de Luz y su entorno de la presencia de carlistas en sus municipios, hasta el punto de que en el conjunto de todas ellas había un 32% de población española incrementada en los últimos años con el exilio carlista. La animadversión de los carlistas contra la monarquía de los Borbones lleva a finales de los años setenta y principios de los ochenta del siglo XIX a buscar alianzas con los republicanos para hacer caer la monarquía de Alfonso XII.

Durante el reinado de Isabel II, los progresistas, demócratas y republicanos han de tomar en varias ocasiones el camino del exilio a Francia, Portugal, Londres o norte de África, coincidiendo con los cambios políticos o los intentos revolucionarios que impulsan contra la monarquía isabelina. Es una emigración política reducida numéricamente, pero cualitativamente significativa en 1843, cuando Espartero se marcha a Londres, cuando los partidarios de la Junta Central lanzan la insurrección por el Levante español en septiembre y octubre de 1843, o cuando los demócratas republicanos partidarios de la vía insurreccional levantan partidas revolucionarias que van paulatinamente fracasando. Era frecuente que progresistas, demócratas y republicanos andaluces vinculados a estos levantamientos tomaran el camino del exilio de Gibraltar, Portugal y el norte de África, especialmente a la zona de Orán, desde donde volvían cuando se suavizaba o cambiaba la situación política.

El exilio progresista y demócrata de mayor calado político se produce tras el levantamiento del cuartel de San Gil el 22 de junio de 1866. El fracaso de este pronunciamiento contra Isabel II lleva al exilio a los representantes del Partido Progresista, a un número importante de militares y a la plana mayor del Partido Demócrata. Los emigrados se instalan donde pueden. Existen grupos en Portugal, Bélgica, Inglaterra y Francia. La mayoría se refugia en Francia. Se contabilizan más de 2.000 refugiados. Trabajaban los que podían. La mayoría recibía un pequeño subsidio del Gobierno francés. El grupo más numeroso vive en París. Allí están los demócratas Castelar, Martos, García López, Chao y Pi y Margall. Los demócratas eran ya republicanos y entre ellos había ciertos matices socialistas. Coincidían con los progresistas en estimar inaplazable la revolución.

En París está Olózaga y los progresistas vinculados al general Prim. El núcleo verdaderamente revolucionario se instala en la calle Boccage de la isla de Saint-Denis. Allí se refugian Sagasta, Ruiz Zorrilla, Pavía, Moncasi, Vicente Rodríguez, Aguirre, Muñiz, Abascal y los dos Lamartinière. Formaban una auténtica colonia que colabora estrechamente con Prim en los preparativos de la Revolución de 1868.  El general Prim se refugia en Bélgica. Se había internado en Francia y el gobierno francés lo expulsa. En Bruselas se instala una verdadera colonia de militares exiliados, como  Pavía, Contreras, Lagunero, Becerra, Hidalgo, Aguirre y Milans del Bosch. Es, precisamente en Ostende, donde se llega al pacto entre progresistas y demócratas, que hace posible la revolución septembrina de 1868. La expulsión de la reina Isabel II la convierte en una exiliada de lujo en Francia. Por el contrario, los exiliados de 1866 vuelven triunfantes para protagonizar el primer período democrático de la historia de España. Muchos de ellos pasan del exilio a los sillones del Consejo de Ministros.

Sexenio Democrático.  El Sexenio Democrático genera diversos exilios. La solución monárquica de la casa de Saboya no es aceptada por los carlistas, que emprenden una nueva guerra civil para entronizar al pretendiente Carlos. La guerra no terminaría hasta bien entrada la Restauración de los Borbones y origina un cuantioso exilio al vecino país. Los republicanos sufren un gran revés político con el establecimiento de la forma de estado monárquica en la Constitución de 1869. No tarda mucho tiempo para que se lanzara la insurrección republicana, al tiempo que las compañías republicanas de los voluntarios de la libertad son disueltas y los concejales republicanos separados de los ayuntamientos. Todo ello origina un exilio de republicanos intransigentes, que tendría como cabeza visible al gaditano  José Paul y Angulo, acusado de haber matado al general Prim. El levantamiento cantonal y su fracaso provocan un nuevo exilio de republicanos federales intransigentes de diversas provincias andaluzas, que tiene a principios de enero de 1874, con la capitulación del cantón de Cartagena, su expresión más numerosa y significativa. El buque de guerra La Numancia logra salir de Cartagena rumbo a Orán, portando un total de 1.714 refugiados entre los que se encontraba la plana mayor del cantón "Ferrer, Contreras, Gálvez", unos 213 oficiales y 1.501 personas entre marineros, soldados, ex presidiarios, mujeres y niños. Son distribuidos en las provincias de Orán, Argel y Constantina, constituyendo el núcleo inicial del exilio republicano que, más tarde, se irradiaría por Francia y Suiza y terminaría colaborando en las conspiraciones de Ruiz Zorrilla.

Restauración.  A lo largo de la Restauración se producen sucesivas emigraciones políticas republicanas (1875, 1909, 1917, 1923, 1930), poniendo de relieve las crisis internas que atraviesa la llamada "edad de oro" del régimen liberal y la evolución del movimiento republicano en sus múltiples tendencias.

Como señala Eduardo González Calleja, el exilio no se contempla desde los inicios del liberalismo como un hecho marginal, sino como un recurso político complementario que encerraba en su seno repertorios alternativos de acción, que evolucionan con el paso del tiempo. Los exilios protagonizados por los republicanos durante la Restauración no son situaciones excepcionales en la trayectoria del republicanismo. Constituyen un forma alternativa de acción colectiva, dirigida preferentemente a la protesta y a la subversión. Los repertorios de confrontación del exilio republicano sufren una evolución en la medida que va cambiando el régimen que pretendían combatir y en la medida que va evolucionando el propio movimiento republicano: del pronunciamiento inducido del último tercio del siglo XIX  se pasa al regicidio a inicios del siglo XX, a la acción revolucionaria en los años previos a la I Guerra Mundial o al amplio elenco de acciones subversivas de los años veinte.

El carácter minoritario de estas emigraciones políticas hace que tuvieran un marcado contenido personalista: Ruiz Zorrilla se convierte en el "ilustre exiliado" por antonomasia para los republicanos en los primeros años de la Restauración, Lerroux cultiva su aureola de perseguido en la primera década del siglo XX y Blasco Ibáñez y Unamuno son el símbolo de la oposición a la dictadura durante los años veinte. La Francia republicana, con sus valores de libertad, derechos del hombre, asilo, librepensamiento, laicismo, sus grandes hombres "como Víctor Hugo, Gambetta, Clemenceau, Lockroy, Jules Ferry, Leon Bourgeois, Herriot, etc." y sus símbolos "como la fiesta del 14 de julio o la Marsellesa" actúan no sólo como el refugio predilecto de la mayor parte de los disidentes políticos, sino como el gran referente histórico y político del republicanismo español a lo largo de todo el período.

Los veinte años de exilio de Manuel Ruiz Zorrilla (1875-1895), primer ministro "amadeísta" convertido en ferviente republicano, son una de las ausencias políticas forzosas más prolongadas "superada únicamente por la del pretendiente don Carlos" y una de las más trascendentes de la Restauración, ya que enlaza la añeja tradición migratoria y conspirativa del progresismo antiisabelino con los nuevos atisbos populistas y obreristas del republicanismo finisecular. Ex­pulsado del país el 5 de febrero de 1875, se instala en París y se dedica a tejer y destejer intrincadas conspiraciones con el apoyo en el interior del Partido Republicano Progresista y en el exterior con el de los radicales franceses de la talla de Victor Hugo, Gambetta, Naquet, Clemenceau y el general Boulanger. Volvería a España para morir en 1895.

Durante esos veinte años de exilio, Ruiz Zorrilla establece una red conspirativa, intenta el levantamiento con generales de la época del Sexenio, crea la Asociación Republicana Militar que llega a encuadrar a cerca de 3.000 afiliados, propicia el levantamiento en agosto de 1883 de las guarniciones de Badajoz, Seo de Urgel y Santo Domingo de la Calzada, impulsa incursiones republicanas en la frontera con España y alienta el levantamiento del general Villacampa en Madrid en septiembre de 1886. En el exilio no está solo. Con él salen políticos republicanos, como el ex presidente de la I República, el almeriense Nicolás Salmerón y Alonso, el gaditano Fernando Garrido, Nicolás Estévanez, Fernández de los Ríos, el almeriense Ezequiel Sánchez, un nutrido número de generales, que habían hecho la Revolución del 68, como Lagunero, Izquierdo, Palanca, Mariné, Villacampa, Ripoll, etc., y varios cientos de militares que se sumaron al exilio, conforme van fracasando sus intentonas revolucionarias republicanas. Ruiz Zorrilla sería el "ultimo conspirador romántico" que, pese a sus fracasos, no cesa de mantener viva la llama revolucionaria de la insurrección republicana hasta prácticamente 1893.

A caballo entre los siglos XIX y XX, el exilio zorrillista cede "según escribe Eduardo González Calleja" el protagonismo subversivo a una nueva generación de anarquistas y republicanos: los Ferrer, Vallina, Tárrida del Mármol o el andaluz Alejandro Lerroux, que enlazan con la emigración política de los años setenta a través de personajes tan ambivalentes en su radicalismo como Charles Malato, Isidoro López Lapuya, José Paúl y Angulo o Nicolás Estévanez. Las deportaciones forzosas que suceden a los "procesos de Montjuïc" de diciembre de 1896 son el acontecimiento fundacional de un nuevo exilio político, cuyas secuelas se mantienen hasta los inicios de la segunda década del siglo. Los ácratas exiliados aparecían integrados, con correligionarios franceses e ingleses, con proscritos rusos e italianos y con viejos republicanos españoles, en agrupaciones libertarias y de librepensamiento que en los años siguientes orquestan las diversas protestas internacionales contra los abusos de la "España inquisitorial", especialmente la campaña contra el fusilamiento de Ferrer Guardia. En el periodo que separa los procesos de Montjuïc de la Semana Trágica, este abigarrado conglomerado de conspiradores ensaya desde Francia estrategias revolucionarias inéditas, caracterizadas por el intenso apoyo prestado por asociaciones radicales "librepensadoras, masónicas, anarquistas, de defensa de los derechos del hombre, etc." de alcance internacional.

El inicio de la crisis de la Restauración no provoca ningún otro exilio masivo, sino prudentes retiradas de los disidentes bajo el manto protector de la República Francesa "y de las asociaciones filantrópicas y librepensadoras radicadas en ese país" en los momentos más comprometidos. El fracaso de la huelga de agosto de 1917 conduce a la emigración política a la conclusión de que la movilización popular no era la única forma de acción colectiva para avanzar hacia la anhelada revolución. Se exploran nuevos modos de hacer oposición, donde convergen repertorios tradicionales de protesta con otros de marcado carácter innovador.

Dictadura de Primo de Rivera.  La llegada de la dictadura de Primo de Rivera, a partir de septiembre 1923, supone un cambio radical en las dinámicas interna y externa de la emigración política republicana. El particular ensañamiento de la dictadura con los grupos disidentes más extremos genera nuevas oleadas de refugiados. El exilio antiprimorriverista presenta características novedosas: en primer lugar, la emigración política se dirige casi en exclusiva a Francia, a las grandes urbes como París o Lyon; en segundo término, la oposición antidictatorial se ve obligada a constituir organismos estables de actuación política en el extranjero, que pudiesen paliar la intensa vigilancia ejercitada sobre su correligionarios del interior de España; en tercer lugar, la estrategia política está marcada por la voluntad de aglutinar al mayor número posible de fuerzas de la emigración en un frente común antidictatorial, cuyo modo de lucha más característico es la irrupción fronteriza; y por último, la resistencia armada transforma al exilio antidictatorial en un problema internacional de primer orden.

Los protagonistas de la facción civil opositora en el exilio está compuesta por constitucionalistas, como el conservador Sánchez Guerra, que se autoexilia a París y se convierte en el enemigo moral más poderoso contra la dictadura y Alfonso XIII, por republicanos, comunistas, anarcosindicalistas, catalanistas y el núcleo intelectual y estudiantil. La reacción contra la dictadura se produjo inicialmente desde el exterior por parte de un escaso número de republicanos que formaban un colectivo heterogéneo integrado por políticos y profesionales que, como Blasco Ibáñez, Eduardo Ortega y Gasset y Rodrigo Soriano, aspiraban al derrocamiento de la dictadura y de la monarquía. Junto a ellos, se sitúa Unamuno, en el destierro de Canarias y más tarde en Francia, y el colectivo de desterrados y confinados, representaos por Jiménez de Asúa en el interior de España. La acción del bloque republicano-intelectual se ejerce en París y en Hendaya. Tienen como medio de prensa España con Honra y un periodo de intensa actividad propagandística antimonárquica entre el verano de 1924 y noviembre de 1925. Era un núcleo poco homogéneo y estaba relativamente desvinculado de la oposición interior de la Península Ibérica, con lo que prácticamente desaparece cuando Unamuno y Eduardo Ortega y Gasset se desplazan a Hendaya, donde conectan con izquierdistas y catalanistas. Los catalanistas de Maciá son los que alcanzan el mayor protagonismo dentro del sector opositor nacionalista a la dictadura de Primo de Rivera. El catalanismo actúa desde Francia, América e interior de Cataluña. Maciá, situado desde los inicios de la dictadura entre Perpignan, París, Toulouse y Beziers con un grupo de colaboradores, es consciente de la escasa fuerza con que contaba e intenta configurar un bloque opositor a la dictadura, integrado por partidos y asociaciones catalanas, vasquistas, galleguistas, españolas, anarquistas, comunistas y fuerzas internacionales.

Los dirigentes de la CNT sitúan al otro lado de la frontera francesa la base principal de operaciones contra el régimen dictatorial. Desde suelo francés activan la principal tentativa anarcosindicalista de noviembre de 1924, en la que tantas esperanzas ponen y cuyo fracaso marca el giro en el debate operativo de la CNT. Los comunistas, con menor poder dinamizador que los anarquistas, pretenden durante la dictadura asentarse como opción ideológica en España con el apoyo soviético, sobreviviendo a la presión gubernamental y participando en la lucha opositora a la dictadura.

Este abigarrado conjunto de exiliados aboga por un hostigamiento subversivo contra la dictadura, que tiene claramente dos etapas. La primera está protagonizada por el bloque republicano, los anarcosindicalistas, los testimoniales comunistas y los catalanistas de Frances Maciá. Se aboga por métodos insurreccionales mediante la infiltración  de grupos armados violentos en España "movimientos de 1924 y proyecto catalanista de 1926", complementados con el terrorismo selectivo contra figuras del régimen, el aprovisionamiento de armas a los grupos del interior o la propaganda calumniadora. La segunda etapa está protagonizada por el político conservador Sánchez Guerra, que se convierte en el referente de oposición y en cuyo entorno se gestan las diversas tentativas. En ella se apuesta por que el movimiento se produzca en el interior de España, relegando a los grupos del exterior tanto en su preparación como en su ejecución.

La caída de la dictadura de Primo de Rivera y los intentos frustrados para proclamar la República en diciembre de 1930 llevaría de nuevo al exilio a un grupo de republicanos, socialistas y nacionalistas, que volvería a España al caer la monarquía de Alfonso XIII.     [ Fernando Martínez López ].

 

 
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