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 La creación de las corporaciones locales tal como la conocemos es una consecuencia de la Constitución de 1812 y de la revolución liberal que representa, por la aplicación de dos derechos fundamentales del hombre en la vida local: la libertad exige el carácter representativo de los ayuntamientos, y la igualdad de los ciudadanos ante la ley que propende, a su vez, la uniformidad de todas las instituciones municipales con independencia del tamaño, la importancia, el carácter o el pasado histórico del núcleo correspondiente.

Primeros ayuntamientos constitucionales.  Liber­tad e igualdad requieren, en primer lugar, la reordenación uniforme del territorio nacional. De ahí la división provincial y la revisión de la distribución municipal. Es evidente que, frente a la diversidad y la confusión del Antiguo Régimen, el nuevo Estado liberal necesitaba una división administrativa racional, sencilla y uniforme, con provincias proporcionadas y manejables. A grandes rasgos, la situación heredada se caracterizaba por: 1) Una excesiva diversificación dentro de un modelo común, 2) la falta de representatividad y 3) la interferencia que suponían los señoríos jurisdiccionales, a los que se añadían los regidores perpetuos en la Corona de Castilla. En el gobierno local pues, la norma general se supeditaba, en parte, a las tradiciones, usos y costumbres de origen local o regional y la nobleza, en virtud de sus privilegios, dominaba con sus administradores o dependientes en las localidades, junto a los funcionarios territoriales del Rey. La nueva red municipal constitucional se basa, en primer lugar, en la independencia legal de la mayoría de los municipios. Se trataba de reducir al mínimo posible el número de núcleos de población dependientes de una cabeza municipal más o menos distante y generalmente desinteresada para con los pueblos y aldeas dependientes. Al mismo tiempo, cada municipio es ahora representado por su ayuntamiento. El mínimo para constituir municipio con ayuntamiento se fija en 1.000 h., siempre con la posibilidad de rebajarlo en atención a circunstancias económicas o históricas. Por tanto, la revolución liberal prefiere multiplicar el número de ayuntamientos representativos, porque concibe esta institución como el mejor enlace entre el poder central y los ciudadanos; y porque confía en ellos para propagar las nuevas ideas liberales. Según los legisladores gaditanos, elegidos por sus vecinos, no tendrían comparación con los anteriores, de cargos hereditarios, y hasta los pueblos más pobres podrían comprobar sus ventajas.

Así, con estos criterios liberales, la masa de ciudades, villas, pueblos y aldeas que, en número superior a 20.000 legara el Antiguo Régimen, será sustituida por 9.355 ayuntamientos. Encargados del Gobierno municipal, las corporaciones constitucionales se componen de alcalde o alcaldes, regidores y procuradores o procuradores síndicos, todos ellos elegidos mayoritariamente por los vecinos. El número de esos cargos locales se fija en proporción a la población del municipio y su duración es breve "de uno a dos años" frente a la anterior proliferación de cargos perpetuos y al acaparamiento de los mismos por grupos o familias determinados. Estos nuevos ayuntamientos van a recibir competencias muy amplias que abarcan toda la administración civil del término correspondiente, como la organización de los procesos electorales y la Milicia Nacional, la recaudación de las contribuciones generales, el mantenimiento del orden público y funciones que tradicionalmente habían estado reservadas a la Iglesia, como el registro civil de nacimientos, matrimonios y defunciones o la tutela de los pobres, a través de la nueva beneficencia local. Un cúmulo de atribuciones que aplicadas plenamente desde 1845 incrementarán el gasto municipal, sin una contrapartida suficiente por parte del Estado, lo que contribuye a ahondar aún más el déficit de las corporaciones locales a lo largo del siglo XIX y durante la primeras décadas del siglo siguiente.

Como era de esperar, la imposición de una misma normativa sobre el territorio y, por tanto, sobre realidades sociales heterogéneas "pequeños y grandes municipios, mundo urbano y sociedad rural, etc." no podía dar unos resultados homogéneos, de manera que en vez de una fuerte centralización, en la España liberal lo que encontramos es una notable variedad de "autonomías regionales y locales", funcionando efectivamente por debajo de la uniforme trama institucional. Una aplicación del liberalismo en los municipios que también va a sacar a la luz los conflictos y los abusos tradicionales de aquella sociedad fundamentalmente rural, complicados ahora por la división política entre los partidarios del Antiguo y del Nuevo Régimen, que se manifiesta en las numerosas reclamaciones que reciben las Cortes gaditanas "y más tarde, las del Trienio" por agravios de autoridades locales o de grupos de presión, los "poderosos" de los pueblos, a través de un derecho de petición que es ampliamente ejercido desde el primer momento, abrumando a las Cortes con expedientes numerosos y frecuentemente confusos, de arbitraje siempre comprometido para el poder central. Este sistema municipal liberal desaparece con la vuelta del absolutismo, que declara nula y sin ningún valor la obra constitucional y legislativa de las Cortes de Cádiz, según un Real Decreto emitido el 4 de mayo de 1814. Una involución política que se manifiesta sobre la organización municipal el 30 de julio, cuando una Real Cédula declara disueltos y extinguidos los Ayuntamientos constitucionales y nulos y sin efecto los Decretos y disposiciones de las Cortes relativas a su formación, en todo lo que fueran contrarios a las leyes, costumbres y ordenanzas municipales de los pueblos que regían en 18 de marzo de 1808, restableciéndose los ayuntamientos, corregidores y alcaldes mayores de real nombramiento, con las mismas facultades en lo gubernativo y contencioso que tenían a principios de 1808.

La restauración de la obra legislativa gaditana se produce en el Trienio Liberal (1820-1823) y se ve completada con la "Instrucción para el gobierno económico-político de las provincias", de principios de 1823. Una nueva norma de marcada vocación descentralizadora, que, entre otras cosas, facilitaba una mayor intervención popular en la vida municipal, establecía una clara distinción entre las competencias propias del ayuntamiento y las delegadas por el Estado y reforzaba el carácter ejecutivo de la figura del alcalde, al que le correspondía específicamente todo lo referente al gobierno y al orden público, siempre bajo la inspección del jefe político de la provincia.

Así, reformado y en parte mejorado con una delimitación más exacta de las funciones, el modelo de administración local y provincial "gaditano" se convierte durante la Regencia de María Cristina en el núcleo central del enfrentamiento entre progresistas y moderados por las concepciones antagónicas que ambas fuerzas políticas tenían de la relación entre los poderes locales y el poder central del Gobierno. Si en el modelo moderado la administración local se concibe en torno a una línea jerárquica que, desde el Ministerio de Gobernación y pasando por los gobernadores, desciende directamente hasta el último de los alcaldes, quedando las atribuciones del ayuntamiento prácticamente reducidas a la deliberación y el consejo, los progresistas aparecían como los más ardorosos defensores de las libertades municipales, porque tenían en los ayuntamientos y la Milicia Nacional las bases de su poder político. En definitiva, el progresismo ofrecía soluciones más democráticas y menos centralizadoras que las de sus adversarios políticos, los moderados, partidarios siempre de un estrecho control sobre municipios y provincias por parte del Gobierno.

La ley municipal de 1840.  Desaparecido el absolutismo con la muerte de Fernando VII, lo que hacen los primeros gobiernos progresistas que se suceden en el poder después de los movimientos "juntistas" que se producen en el verano de 1836 es restablecer la Constitución de 1812 y la "Instrucción" de 1823, que, en palabras de Carlos Marichal, "tuvo una profunda influencia sobre la estructura de poder a nivel provincial y municipal". Incluso el Gobierno Calatrava, en el marco de la citada "Instrucción", reforma el régimen local reforzando las tendencias democráticas iniciadas por Mendizábal. Se llega a plantear la redacción de una nueva Ley Municipal, pero la caída del Gobierno aborta la iniciativa. Después de distintos vaivenes políticos, la vuelta de los moderados al poder bajo la presidencia de Evaristo Pérez de Castro significó la disolución, en noviembre de 1839, de las Cortes de mayoría progresista y la convocatoria de nuevas elecciones legislativas para enero de 1840.

Si ya es cuestionado el triunfo abrumador de los moderados, que los progresistas atribuyen a las manipulaciones del Gobierno, más irritación causa el programa legislativo que la nueva mayoría conservadora quería sacar adelante, basado en una serie de proyectos de ley que parecían dirigidos a restringir la participación política, limitar la libertad de imprenta, controlar gubernativamente la administración local y provincial y reducir el poder de la Milicia Nacional. Si bien no se planteaba abiertamente una revisión de la Constitución de 1837, estaba claro que lo que se quería era modificar el sistema político, mediante el fortalecimiento de los poderes de la Corona y el Gobierno. De entre esos proyectos de ley, destacaban por su trascendencia los presentados en el Congreso de los Diputados el 21 de marzo por el Ministro de la Gobernación relativos a la "organización y atribuciones de los Ayuntamientos" y a la "organización y atribuciones de las Diputaciones provinciales".

Las razones que alegaba el Gobierno moderado para solicitar la autorización a las Cortes para reformar la legislación municipal se justificaba por la urgente necesidad de poner fin al "desorden" que estaba ocasionando la legislación vigente de 3 de febrero de 1823, por la que las ­corporaciones locales no tenían otra dependencia que la escasa y vaga de las Diputaciones provinciales. Para terminar con esta situación, que "según se decía" "rayaba casi en una especie de soberanía" se ofrecía este nuevo proyecto de organización y atribuciones de los ayuntamientos. Asentado sobre los principios que defendía la primera generación de administrativistas que se forma en torno al partido moderado "Alberto Lista, Patricio de la Escosura o Javier de Burgos", la nueva legislación municipal que ahora se quería aprobar suponía: 1º) Frente al sufragio activo y pasivo universal indirecto vigente en la elección de los Ayuntamientos, una disminución notable del número de electores y, mayor aún, de los elegibles, mediante el establecimiento de un sistema de elección censitario sumamente restrictivo; 2º) frente al nombramiento de los alcaldes y de los tenientes de alcalde exclusivamente por las propias comunidades vecinales, la designación de éstos en las capitales de provincia por el Ministerio de la Gobernación y en las cabezas de partido y en los pueblos que excedieran de 500 vecinos por el "jefe político"; 3º) frente a la delimitación de una esfera de asuntos privativos y propios de los ayuntamientos y consagración, por tanto, de la doctrina del poder municipal, de acuerdo con la legislación vigente de 3 de febrero de 1823, la supresión de la cláusula del "gobierno interior" de las funciones de las corporaciones locales, y su conversión en simples órganos de asesoramiento y consulta de los alcaldes y los jefes políticos. El Gobierno soslaya el debate parlamentario dando al proyecto la forma de un texto de un sólo artículo.Sin embargo, tras la presentación el 1 de abril del dictamen favorable de la Comisión del Congreso encargada de informar sobre el mismo, se tiene que enfrentar con nada menos que 124 enmiendas firmadas en su mayoría, lógicamente, por los progresistas. Lo que entendían los moderados acerca del papel de los ayuntamientos no lo podía expresar mejor uno de sus diputados en estas Cortes de 1840: "Los ayuntamientos no son, ni deben ser, más que corporaciones administrativas, no pueden, ni deben tener nunca, ningún poder político (...) Los ayuntamientos son, pues, puramente corporaciones ­administrativas".

La discusión del proyecto dura tres meses y en ella se enfrentan no sólo dos modelos de régimen local, sino también dos interpretaciones del texto constitucional y del régimen político, entre las que resultaba imposible en estos momentos cualquier transacción. Esto queda patente en el proyecto de ley municipal que finalmente es aprobado por 114 votos a favor y 17 en contra, a los que habría que sumar los de todos aquellos diputados progresistas que desean expresar su rechazo renunciando a sus escaños, optando así por el retraimiento del juego político. Lo mismo ocurre en el Senado, en donde es ratificado después de una sola semana de discusión. Pero para entonces, los progresistas, valiéndose de su influencia en las corporaciones locales y la Milicia Nacional, ya habían conseguido movilizar a la población en su apoyo, hasta el punto que el rechazo a la ley acaba generando una situación de auténtica rebelión ­ciudadana.

La Reina regente intenta ganar el apoyo de Espartero, comandante en jefe del Ejército y líder de los progresistas, ofreciéndole la presidencia del Gobierno, pero las exigencias de éste le parecen inaceptables. Es entonces cuando se desencadena lo que se llama "el proceso revolucionario progresista", que tiene como manifestación más evidente la creación de distintas juntas revolucionarias en las provincias y como consecuencia política más notable la abdicación oficial de María Cristina como Reina regente. Espartero volvía al poder y una de sus primeras medidas era la promulgación de un decreto por el que se suspendía la ejecución de la ley municipal, indicando que se "sometería de nuevo a las Cortes con las reformas que fueran necesarias para ponerla en armonía con la Constitución de la Monarquía y los principios en ella consignados". Estas reformas no llegan a cuajar, rigiendo interinamente a lo largo de los tres años que los progresistas están en el Gobierno la "Instrucción" de 1823.

Con el retorno definitivo de los moderados al poder, a finales de 1843, un Real Decreto restablece la ley municipal de 1840, sin otras modificaciones que las introducidas en cuatro artículos, "para que el nombramiento de las autoridades municipales fuera enteramente popular". Pero a principios de 1845 se aprobaba una nueva ley de organización y atribuciones de los ayuntamientos, dentro de la transformación general del régimen local y constitucional que en un sentido conservador entonces se estaba realizando. El modelo de ayuntamiento moderado plasmado en esta Ley se diferenciaba del ayuntamiento constitucional gaditano-progresista en varios aspectos: en la elevación de la cuota de los contribuyentes que tenían derecho de sufragio activo y pasivo, la figura bifronte del alcalde por su función de delegadodel Gobierno en el municipio bajo la autoridad del jefe político y por el nombramiento por parte de la Reina de los alcaldes y tenientes de alcalde de entre los concejales electos en las capitales de provincia y las cabezas de partido judicial, y, en los demás, por el jefe político por delegación real.

La llegada de los progresistas al Gobierno en el bienio 1854-1856 y su incapacidad para plasmar legalmente su propio modelo de administración local, permite recuperar la "Instrucción" de 1823, mientras que el Gobierno de la Unión Liberal, que viene a continuación, mantiene intacta la Ley moderada de 1845, aunque otorgando al Rey la facultad de nombrar los alcaldes en las ciudades que tuvieran más de 40.000 h.La normalización unionista, en definitiva, se caracteriza por el refuerzo de la discrecionalidad del Gobierno, esto es, por "el retorno a las prácticas centralizadoras y antidemocráticas de la década moderada".

Democratización en el sexenio revolucionario.  El derrocamiento de Isabel II en septiembre de 1868 se produce a través de un "pronunciamiento" que se ve acompañado por la formación de numerosas Juntas Revolucionarias locales y provinciales de heterogénea composición política y social, que asumen el poder en sustitución de los ayuntamientos isabelinos, hasta que el Gobierno Provisional que se forma en octubre ordena su disolución en un intento de volver a la normalidad.

Sin embargo, resulta evidente que se había abierto un nuevo tiempo político, que va a cambiar significativamente el ejercicio del poder local, con la incorporación al mismo de nuevas élites políticas y sociales. Una renovación que se ve favorecida cuando el 9 de noviembre de 1868 se aprueba un decreto sobre el ejercicio del sufragio universal masculino, que se aplica por primera vez en las elecciones municipales de finales de este año y que ampliaba notablemente el cuerpo electoral, otorgando el derecho al voto a sectores populares hasta ahora tradicionalmente marginados de la vida política. Podían votar "por primera vez", con independencia de su fortuna, "todos los españoles mayores de 25 años inscritos en el padrón de vecindad".

La consecuencia práctica de este incremento de la participación política es la llegada a los poderes locales, especialmente durante la Primera República, en 1873, de nuevos "actores políticos", en algunos casos vinculados al obrerismo internacionalista. Pero, el fenómeno políticamente más interesante del Sexenio respecto a los ayuntamientos es el movimiento cantonal, es decir, la insurrección político-social que surge en numerosos puntos de España en el verano de 1873 y que tendría especial incidencia en el litoral mediterráneo y Andalucía y que acaba constituyendo uno de los motivos del fracaso de la Primera República.

La crisis política que manifesta el Estado español a lo largo de estos años, la debilidad del Gobierno de la República, el temor a una involución política tras la caída de Pi y Margall y la impaciencia de las masas populares dominadas políticamente por el federalismo más radical son los factores que facilitan que muchos ayuntamientos se declararan cantones independientes, rompiendo sus lazos con el poder del Gobierno central, al pretender construir la nueva República federal mediante una asociación voluntaria de cantones "de abajo a arriba". Es, sin duda, el momento en el que los poderes locales alcanzan su mayor grado de autonomía e independencia.El problema es que los cantones duran poco "apenas un par de semanas", salvo el deCartagena, que caería con la democracia republicana, después del golpe del general Pavía de principios de 1874.

Los ayuntamientos y el caciquismo. Con la Restauración monárquica en la figura de Alfonso XII "como en tiempos de los moderados", los Ayuntamientos vuelven a quedar plenamente subordinados al poder central del Gobierno y se convierten en una pieza más del engranaje de la maquinaria caciquil encargada de "falsificar" la voluntad popular en las elecciones. Baste recordar que la Ley Municipal de 1877 volvía a recuperar la vieja práctica de la Ley Moderada de 1840, del nombramiento gubernativo de los alcaldes, estableciendo un sistema de control de las Corporaciones locales a través de la figura del gobernador civil, que terminaba convirtiendo al ministro de la Gobernación en el "jefe superior" de las mismas. Y aunque las competencias municipales desde 1877 eran ya importantes, porque afectaban a asuntos como la determinación y aplicación de los impuestos, la explotación de los montes y los bienes comunales, los préstamos del pósito, la talla, el reclutamiento y la exención de los quintos o el acceso a la enseñanza y la beneficencia, en la realidad, los Ayuntamientos se convierten "en el espacio natural y primario donde se practicó el caciquismo más elemental y espontáneo", mediante la colocación de enchufados, el pago a paniaguados, la confusión de caminos particulares con calzadas públicas, la contratación de trabajadores en las obras municipales durante las elecciones y toda una generosacasuística de irregularidades, que se acentuaba cada vez que se acercaba el periodo electoral.

Era entonces cuando el gobernador civil hacía uso del artículo 189 de la Ley Municipal de 1877 que le permitía efectuar la remoción de las autoridades locales por la discrecional y subjetiva apreciación de "causa grave" en su gestión. De hecho, como escribe José Varela Ortega, "lapresencia, establecida por la ley, del poder central en las corporaciones locales, constituía la base de la injerencia del Gobierno en las elecciones". De esta manera, cualquier convocatoria electoral se veía precedida por la destitución en cascada de numerosos Ayuntamientos para que adquirieran el "color político" del Partido que "tenía" que ganar las elecciones, conservador o liberal.

El balance, por ejemplo, que hacía la oposición republicana sobre el alcance de la intervención gubernativaen los ayuntamientos y las diputaciones durante la actuación del Gobierno liberal-fusionista del periodo 1881-1884 no podía ser más elocuente: multas gubernativas a 2.582 ­corporaciones, suspensión de 7.426 concejales, dimisión de 551 y nombramiento de delegados gubernativos especiales en 807 ayuntamientos. Este panorama vuelve a cambiar radicalmente con la convocatoria de unas elecciones municipales para el 12 de abril de 1931, como paso previo a la vuelta a la "normalidad constitucional" tras el paréntesis de la dictadura primorriverista.

El poder local republicano.  El triunfo de las candidaturas republicano-socialistas en estas elecciones y en las que se celebran a continuación, el 31 de mayo, lleva a los ayuntamientos miles de concejales y alcaldes de la izquierda política que, en el primer bienio de la Segunda República, van a desarrollar una estrategia de colaboración con las nuevas autoridades del poder central en la aplicación de su política reformista, hasta el punto que la utilización que en Andalucía hace del poder local el campesinado a través de sus representantes, desarticula abiertamente las relaciones de dominación hasta entonces existentes en el medio rural.

Un primer decreto de principios de mayo de 1931 sobre Laboreo Forzoso obligaba a los propietarios a cultivar sus tierras según los "usos y costumbres" del buen labrador, según el criterio de las Comisiones Municipales de Policía Rural. Por otra parte, la creación de una red de Oficinas de Colocación municipales, por las que se establecía la creación de un registro radicado en las alcaldías de los ayuntamientos, con las inscripciones diarias de las ofertas y demandas de trabajo, obligaba a los patronos a acudir a las mismas si necesitaban mano de obra, respetando rigurosamente el orden de inscripción de los parados en la Bolsa de Trabajo.

Las primeras autoridades locales, además, dictan bandos prohibiendo el uso de maquinaria agrícola, fijando especiales condiciones de trabajo en el campo o resolviendo los contenciosos laborales a favor del campesinado, en aquellas localidades donde no existían Jurados Mixtos del Trabajo Rural. En definitiva, las corporaciones locales controladas por los socialistas se convierten en los más firmes baluartes de la defensa de los intereses materiales y de clase del campesinado pobre y los jornaleros. Por ello, el mayor empeño de la patronal y sus asociaciones consiste, a medida que avanzaba la experiencia republicana, en el desalojo de los ayuntamientos de todos los representantes de esta izquierda obrera.

Esto es lo que ocurriría a partir de noviembre de 1933, cuando una coalición de fuerzas políticas conservadoras y agraristas lideradas por el Partido Radical y la CEDA se instala en el poder central, iniciando una ofensiva contra los ayuntamientos de izquierda, que se manifiesta con toda su crudeza a lo largo del año 1934, especialmente después de la huelga campesina de junio y la revolución de octubre. En la provincia de Cádiz, por ejemplo, a principios de 1936 ya habían desaparecido del poder local todos los ediles izquierdistas, destituidos por el gobernador civil, repartiéndose las alcaldías entre el Partido Radical, con 30, la CEDA, con 10, y un independiente que gobernaba en el Ayuntamiento de Algar. Lo mismo ocurre en las provincias de Jaén y Granada, donde los expedientes gubernativos que concluían en la suspensión en el cargo de numerosos alcaldes y concejales socialistas y su inmediata sustitución por comisiones gestoras, integradas mayoritariamente por destacados propietarios agrícolas locales o sus representantes constituyen un fenómeno harto generalizado. Se adelantan así buena parte de los hábitos de poder oligárquico que se harían efectivos con la llegada del régimen franquista.

Vuelta de las oligarquías en el franquismo.  Terminada la Guerra Civil de 1936-1939, los tradicionales grupos sociales privilegiados recuperan el poder al frente de los ayuntamientos. Ya en 1937, un decreto emitido por la franquista Junta Técnica del Estado el 5 de octubre, establecía que las comisiones gestoras municipales que pudieran formarse debían estar integradas por "los mayores contribuyentes por rústica, industria, pecuaria y utilidades", siempre que reunieran las características de "apoliticismo y eficacia". Como bien escribe Glicerio Sánchez Recio, lo que las nuevas autoridades demandaban, todavía en tiempo de guerra, eran personas de derechas o de orden, pero en las que primaba la condición de propietario.

Una orden posterior, emitida el 30 de octubre del mismo año y que se mantendría en vigor hasta 1948 precisaba más los requisitos que debía tener el nuevo personal político al servicio del Régimen. Además de definir el nuevo Estado como "totalitario", establecía que tanto los ayuntamientos, como las diputaciones estarían regidos por personas "no sólo afectas al Movimiento Nacional, sino que sintiéndolo hondamente, aporten al mismo, en todos sus aspectos e intensidad, lo que él requiere". La nueva normativa reservaba la capacidad de nombrar a los nuevos concejales al Gobierno central, en función de las informaciones que recibiera de las instancias locales "jefe local de Falange, jefe de puesto de la Guardia Civil" y provinciales "jefe provincial de Falange", aunque en la práctica, sería el gobernador civil el que en última instancia decidía la composición de las corporaciones, buscando candidatos "según se decía", de "reconocida solvencia moral y una conducta ­intachable".

Pero el control político del poder local no sólo se produce con la destitución de los ediles republicanos y su sustitución por los adictos al nuevo régimen. Esta tarea se completa con la depuración de funcionarios que se consideran desafectos al mismo y su sustitución por ex-combatientes, ex-cautivos y todo género de personas vinculadas directa o indirectamente al esfuerzo de la guerra dentro del llamado bando nacional.

Convertidos así en el pilar básico del aparato gubernativo creado por el franquismo, los ayuntamientos recuperan su condición de baluartes indispensables de las clases dominantes y a través de sus nuevos alcaldes "en la mayoría de los casos vinculados ya al Partido Único de Falange Española Tradicionalista y de las JONS" colaboran estrechamente con las autoridades policiales y militares en las labores de represión y condena contra aquellos miembros de la clase trabajadora y la burguesía republicana tachados de enemigos del Régimen. De esta forma, en la práctica totalidad de las cabeceras de partidos judiciales se constituyen Juzgados de Instrucción y Tribunales Militares Especiales que incoan expedientes sancionadores contra cientos de campesinos y miembros de los sectores sociales populares, inculpados del delito de rebelión o de usurpación indebida de las propiedades rústicas de los ricos hacendados locales. La conjunción de las fuerzas de la Guardia Civil, las autoridades municipales y la dirección local de Falange hacen posible el encarcelamiento de miles de trabajadores y su posterior enjuiciamiento. El alcalde se constituye, asimismo, en figura destacada en la colaboración con los Tribunales Regionales de Responsabilidades Políticas, al emitir un gran número de informes sociopolíticos contra los considerados desafectos o reacios a las nuevas autoridades.

En un nuevo contexto internacional, marcado por la derrota de las potencias fascistas en la Segunda Guerra Mundial, en 1945, el franquismo intenta una cierta institucionalización de la vida municipal haciendo aprobar, junto al Fuero de los Españoles, una Ley de Bases de la Administración Local y Provincial que pretende regular todos los aspectos de los Ayuntamientos. Su base sexta, por ejemplo, regulaba las funciones del alcalde y su nombramiento, siendo facultad en las localidades de más de 10.000 h. del ministro de la Gobernación y en las de menos del gobernador civil.

La influencia de este máximo cargo provincial en la vida local se veía reforzada porque ya no sólo se reducía a la designación de alcalde, sino que podía proponer hasta un tercio de los integrantes de la corporación. Y es que una cosa era la norma escrita y otra su aplicación práctica, porque como señala Martí Marín, la aplicación de la "democracia orgánica" en los consistorios nunca significa una verdadera fórmula electiva. El tercio corporativo siempre es una designación directa fruto del pacto alcalde-gobernador, el tercio sindical, del pacto tripartito alcalde-gobernador-delegado sindical local, y el familiar se resuelve en una mayoría de casos con un procedimiento cercano al de la lista única, garantizándose, al menos hasta 1966, la inexistencia de candidatos de la oposición anti-régimen cuando se llegaba a una convocatoria efectiva. Por tanto, "la centralización que había caracterizado a la Administración española desde el siglo XIX alcanzó su punto álgido bajo la dictadura del general Franco".

Los ayuntamientos de la democracia.  Desaparecida la Dictadura, la democracia no llegaría a los Ayuntamientos de forma inmediata, de manera que, después de dos elecciones generales, a la altura de 1979, la democratización de las instituciones locales y provinciales era la asignatura pendiente de la Transición política. Finalmente, las elecciones se convocan por un Real Decreto de 26 de enero, en el que se establecía la renovación total de los miembros integrantes de todas las Corporaciones Locales, fijándose la fecha de esta primera convocatoria para el 3 de abril de 1979. La trascendencia política de estas elecciones no era desdeñable si tenemos en cuenta la magnitud de los puestos en disputas: 69.613 de concejales, 8.041 de alcaldes, alrededor de 1.500 diputados provinciales y más de medio centenar de presidentes de diputación y entidades equivalentes, todo ello acompañado por la posibilidad de hacer desaparecer de estas instituciones locales a los alcaldes franquistas, algunos de los cuales llevaban más de 30 años ocupando el cargo.

La convocatoria no sorprende a ninguna formación política, pero la campaña electoral queda subordinada a los objetivos de las elecciones generales del mes anterior. Incluso los procedimientos electorales se asimilan a los de esta convocatoria general, en lo referido a la constitución de las Juntas Electorales, la instalación y composición de las secciones y mesas electorales, al igual que los miembros que las debían componer.

La respuesta de los ciudadanos a la convocatoria electoral es espectacular a juzgar por el número de candidatos que se presentan: son más de 200.000 los españoles que aspiran convertirse en alcaldes y concejales, gracias al trabajo de reclutamiento que en pocas semanas hacen los principales partidos nacionales y nacionalistas, de manera que donde no había militantes o simpatizantes se recurre a la formación y el apoyo de candidaturas independientes. En Andalucía, los candidatos movilizados en estas elecciones son 36.154, incluidos los suplentes y el número de partidos o coaliciones que compiten (22), además de las 241 Agrupaciones Electorales Independientes (AEI). Sin embargo, la presencia de algunas formaciones políticas de extrema derecha o de extrema izquierda es meramente testimonial y se explicaba por las facilidades que se ofrecían para poder acceder a los espacios gratuitos de propaganda en los medios de comunicación del Estado si se presentaban candidaturas en un número mínimo de circunscripciones. La mayoría de los candidatos son de UCD (26,3%), PSOE (24,8%), PCE (18%), AEI (9%) y al PTA, que con el 5% supera en candidatos al PSA, que sólo concurre con el 4,3%.

Los resultados de las elecciones son una relativa sorpresa, porque en contra de las previsiones apenas disimuladas de la UCD, de repetir mecánicamente su triunfo del mes anterior en las generales, los partidos de izquierda "PSOE y PCE" gracias a su mayor implantación territorial y a una militancia más activa y prestigiada por su contacto con las asociaciones ciudadanas y vecinales, consiguen unos excelentes porcentajes, que, además, se incrementan por el llamado "pacto de izquierda", que en Andalucía firman los partidos PSOE, PCE, PSA y PTA. Los socialistas alcanzaban las alcaldías en seis de las ocho capitales del provincia, el PSA conseguía la de Sevilla y el PCE la de Córdoba. Por el contrario, la UCD quedaba fuera de los gobiernos municipales de la mayoría de los núcleos de población más importantes de la región y su presencia quedaba reducida a los pequeños ­ayuntamientos y a cuatro de las ocho Diputaciones Provinciales.

Esta primera etapa de gestión de los ayuntamientos democráticos no sólo sirve para acercar la democracia a los ciudadanos, sino que acumula un importante bagaje de realizaciones en infraestructuras, urbanismo y, sobre todo, en el desarrollo de la cultura, el deporte y las fiestas. Se frena la especulación con la revisión de los Planes Generales de Ordenación Urbana y la Policía Local deja de ser la "guardia de tráfico" y pasa a colaborar estrechamente con las Fuerzas de Seguridad del Estado en la lucha contra la delincuencia común, incrementando notablemente su profesionalidad. En definitiva, se ponen los cimientos para detener la degradación y la devaluación de los gobiernos locales, característica de los últimos años del franquismo y se demuestra el importante papel que podían desempeñar los ayuntamientos en el seno del sistema democrático que entonces se estaba construyendo.[ Diego Caro Cancela ].

 

 
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