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VELáZQUEZ, DIEGO

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(sevilla, 1599-madrid, 1660). Pintor. Diego Rodríguez de Silva Velázquez nace en Sevilla a finales del siglo XVI, una época en la que la capital andaluza, centro de las comunicaciones con las Indias, es la ciudad más importante de España, pero de la que poco a poco, conforme avanza el siglo XVII, se irá apoderando cierto pesimismo, con la amargura del esplendor que va pasando. Es el hijo primogénito del matrimonio formado por Juan Rodríguez de Silva, miembro de una familia con orígenes portugueses -sus padres, Diego Rodríguez de Silva y María Rodríguez, proceden de Oporto-, y Jerónima Velázquez, vecinos de la collación de San Pedro, parroquia en la que Velázquez habría de recibir las aguas bautismales el 6 de junio de 1599. Tras él nacen sus hermanos Juan (1601), Fernando (1604), Silvestre (1606), Juana (1609), Roque (1612) y Francisco (1617), posiblemente engendrados en el nuevo domicilio familiar de la collación de San Vicente.

Según Palomino, el futuro pintor comienza su formación artística a la muy temprana edad de diez años en el taller de Francisco de Herrera el Viejo, artista de temperamento áspero e incluso violento con el que apenas estaría algunos meses, ya que de inmediato, el 1 de diciembre de 1610, pasa a ser aprendiz de Francisco Pacheco. Velázquez, a quien Pacheco se compromete a dar cama, comida y bebida, así como vestidos "nuevos", se traslada a la casa de su maestro, abandonando probablemente para siempre la de sus padres. Es posible que, en 1611, ambos viajaran juntos a Madrid, El Escorial y Toledo, ciudad en la que se entrevistan con un anciano Doménico Theotocópuli, El Greco, y su discípulo Luis Tristán, tan admirados por el joven Velázquez. También por esta época son de gran agrado para el artista sevillano las obras naturalistas y semitenebristas de Juan Bautista Maíno, y los retratos de Diego de Rómulo Cincinnnato

Durante sus estudios artísticos Diego Velázquez profundiza en el conocimiento de las matemáticas, las proporciones del cuerpo humano (Alberto Durero y Juan de Arfe Villafañe), la anatomía (Andrea Vesalio y Juan Valverde de Hamusco), la fisonomía (Giovanni Battista Porta), la perspectiva (Euclides, Daniele Barbaro, Jacopo Barozzi da Vignola-Egnatio Danti y Pietro Antonio Barca) y la teoría de la pintura (Zuccaro, Romano Alberti, Giovanni Battista Armenini, Michelangelo Biondo y Raffaele Borghini). Asimismo, se aproxima a las Vidas de los artistas italianos de Giorgio Vasari y a los de la Antigüedad que aparecen en las páginas de la Historia Natural de Plinio el Viejo. Por lo que respecta a la literatura, en los círculos culturales de su maestro tendría la oportunidad de entrar en contacto con la poesía clásica y quinientista más popular y de mayor incidencia en la pintura, como las Metamorfosis de Ovidio, o los textos relacionados con la mitología, entre los que podríamos destacar la Philosophia secreta de Juan Pérez de Moya. También se detendría en la lectura de El Cortesano  de Baldassare de Castiglione. Sin embargo, siempre mostrará escaso interés por las obras de temática religiosa, ya que en su biblioteca apenas se han encontrado tratados de teología, artes de piedad... Esta carencia se debe, según autores como Fernando Marías, a que desde finales de la segunda década del siglo XVII "Velázquez se había forjado un proyecto, (...) el de llegar a ser, no un maestro provinciano de imaginería religiosa cuyos mayores logros podían ser presidir el gremio y velar por la ortodoxia de sus productos, sino pintor del Rey".

Las pinturas sevillanas.  Pronto, Velázquez se aparta de los rígidos preceptos de Francisco Pacheco consignados en sus escritos, en los que el dibujo es el fundamento del cuadro, para iniciar un arte más vivo, observando la realidad y copiando incansablemente los modelos con sus movimientos y expresiones. Esta rebeldía frente a los dictados y recetas de su maestro no ocasiona un enfrentamiento abierto entre ambos, antes al contrario Pacheco, probablemente a regañadientes, deja hacer a su dotadísimo discípulo, convencido del brillante porvenir que le espera. El 14 de marzo de 1617 Diego Velázquez se convierte en "oficial de imaginería", por lo que comienza la vida profesional del pintor sevillano. Un año después, el 23 de abril de 1618, contrae matrimonio con la hija de su maestro, Juana Miranda Pacheco. El artista no ha alcanzado aún los diecinueve años y la novia los dieciséis. No tardará mucho tiempo hasta que la pareja vea nacer a sus dos hijas: Francisca (1619) e Ignacia (1620).

Una vez alcanzada la maestría, Velázquez pinta sus primeros cuadros: La purísima y San Juan Evangelista en Patmos , dos lienzos fechados en torno a 1618 que van a parar al convento de los Carmelitas Calzados de Sevilla, aunque actualmente se conservan en la National Gallery de Londres. De 1619 data su Adoración de los Reyes Magos , perteneciente al madrileño Museo del Prado y anteriormente a la capilla de los novicios de los jesuitas de San Luis. En esta escena todos los personajes -desde los reyes a San José- son presentados como casi rústicos modelos vestidos a la contemporánea, portadores de modestos regalos, estáticas y pétreas figuras que rodean a un niño inmovilizado por su fajado. Se trata de una de las obras más "escultóricas" de Velázquez, en la que podríamos destacar el hecho de que la iluminación del primer plano, donde se desarrolla la narración, no provenga de fuera del cuadro, sino de dentro del espacio físico representado; su consecuencia inmediata es que todos los personajes que miran hacia la Sagrada Familia quedan en la sombra. Oscuridad que se acentúa en un fondo de marcado carácter tenebrista, quizás aprendido de las pinturas o copias de Caravaggio que por aquel entonces llegan a Sevilla.

Precisamente el interés del artista lombardo por la aproximación a la vida más popular de la imaginería religiosa, su trasgresión de los límites de los géneros y sus incursiones en la naturaleza muerta influyen poderosamente en varias composiciones del joven Velázquez, como Cristo en casa de Marta y María (1618), La Cena de Cristo en casa de Emaús (1622) y la llamada Mulata (1622), pinturas que podríamos situar a medio camino entre la obra religiosa y el bodegón. Son muchos los casos en los que el artista se decanta por plasmar estampas de la vida cotidiana, fragmentos pictóricos que nos permiten reconstruir el día a día de Sevilla en la primera mitad del siglo XVII, recuperar las expresiones y costumbres de Tres hombres a la mesa (1618), Los Músicos (1619) y, por supuesto, La Vieja friendo huevos  (1618), lienzo basado casi con total seguridad en una serie de grabados de Matham y que supone una genial reflexión sobre los sentidos del tacto y la vista como instrumentos de conocimiento de una realidad plural en sus materias.

A principios de la década de los veinte ejecuta, además de las representaciones de dos apóstoles ( Santo Tomás y San Pablo ), sus primeros retratos conocidos: uno póstumo y de carácter funerario de Don Cristóbal Suárez de Ribera para la iglesia de los jesuitas de San Hermenegildo, hoy en el Museo de Bellas Artes de Sevilla; y otros dos de la misionera Sor Jerónima de la Fuente , conservados en el Museo del Prado y en una colección privada, respectivamente. Los cuadros que inmortalizan a la religiosa, de cuerpo entero contra un fondo neutro, permiten apreciar que Velázquez ha alcanzado un alto grado de perfeccionamiento en la representación física -creando su propio espacio- y psíquica del modelo.

Cuando se cumple el año 1621 Diego Velázquez arrienda un local, acepta aprendices y tiene cierta reputación en la capital hispalense, a pesar de la amenaza que supone la presencia en la ciudad de pintores jóvenes y de enorme talento como el granadino Alonso Cano. No obstante, sus expectativas de futuro pasan por probar fortuna en la corte del rey Felipe IV y su valido don Gaspar de Guzmán y Fonseca, conde-duque de Olivares. Por este motivo, y con el pretexto de estudiar las obras que se atesoran en el monasterio de El Escorial, marcha a Madrid en abril de 1622. Antes de partir pinta tres nuevos lienzos: el Retrato de un hombre maduro -posiblemente su maestro Francisco Pacheco-, los emborrachados Dos jóvenes a la mesa y El aguador de Sevilla , la primera obra conservada en el Museo del Prado y las dos últimas en el Museo Wellington de Londres. El aguador , regalo para el canónigo sevillano y capellán real don Juan de Fonseca y Figueroa, su inicial protector, ha sido interpretado como una alegoría de las tres edades del hombre en los tres personajes representados. En este cuadro Velázquez ensaya una composición audaz en círculos con las tres cabezas, al tiempo que destaca en el primer plano el gran cántaro iluminado.

Ya en Madrid realiza su retrato del poeta cordobés Luis de Góngora y Argote , de gran inmediatez física e intensidad psíquica, y La Virgen imponiendo la casulla a San Ildefonso . Pero al margen de estos trabajos, la ejecución de algunos retratos y el estudio de la obra de autores que, como el Greco, despiertan gran interés en Velázquez, no consigue retratar ni al Rey ni a su joven esposa Isabel de Borbón, por lo que decide regresar a Sevilla a finales de 1622. Por poco tiempo vive en su ciudad natal, ya que al año siguiente, con el apoyo de su suegro, el aval de sus obras sevillanas y credenciales de notables locales, el conde-duque de Olivares solicita su presencia en la Corte, hasta donde Diego Velázquez se desplazaría en agosto de 1623. Comienza entonces una prometedora y brillante carrera artística al amparo del valido de Felipe IV.

Pintor real. Será su amigo y protector Juan de Fonseca quien albergue en su casa al pintor recién llegado a Madrid. De inmediato, Velázquez pinta un retrato de su anfitrión que, a través de don Gaspar de Bracamonte, hijo del conde de Peñaranda y camarero del ya cardenal-infante don Fernando, es llevado al Alcázar real para que el jovencísimo Felipe IV pueda contemplarlo. El monarca debe quedar gratamente impresionado, puesto que fija una sesión de pose para el 30 de agosto de 1623. Este retrato de Felipe IV, desgraciadamente perdido y realizado sobre el modelo ecuestre y armado del Carlos V en Mülhberg  de Tiziano, gusta tanto que el 6 de octubre de 1623 Diego Velázquez es nombrado pintor real. Progresivamente su estatus y sus ingresos crecen considerablemente. Así, entre otros logros, en 1626 obtiene la plaza de pintor de cámara y el Conde-Duque le consigue un beneficio eclesiástico en la diócesis de Canarias, y el 7 de marzo de 1627 jura su nuevo cargo de ujier de cámara. Se rodea de algunos oficiales, como su propio hermano Juan Velázquez, y acepta aprendices entre los que se encuentran Andrés de Brizuela, Francisco Burgos Mantilla y Juan Martínez del Mazo, a quien en 1633 concederá la mano de su hija Francisca.

El pintor sevillano consume sus primeros años en la Corte retratando a los miembros de la familia real, de su entorno inmediato y de otros personajes célebres que el Rey le encarga, como el trinitario calzado Simón de Rojas. De esta época se conservan seis retratos del monarca y sus hermanos. Uno de ellos, en el que puede verse a Felipe IV de cuerpo entero (1628, Museo del Prado), es claro exponente de las novedades introducidas por Velázquez en sus retratos oficiales. La ancha capa se ha estilizado, las piernas han abandonado la posición del compás para juntarse y crear una mayor sensación de profundidad; el retratado ha retrocedido, separándose del plano del lienzo y aproximándose a la mesa sobre la que reposa el sombrero; la mirada del Rey queda, dominante y distanciada, por encima de nuestro nivel visual; y, finalmente, rostro -con rasgos faciales mucho más refinados e iluminados- y manos han obtenido la primacía sobre el resto del cuerpo. Estas soluciones técnicas también serían aplicadas en los dos retratos conocidos del Conde-Duque con la cruz de Alcántara  (1626-1628), conservado uno en la Hispanic Society de Nueva York y otro en la colección Vázquez-Fisa de Madrid.

Parece ser que a medida que Velázquez asciende en el escalafón artístico, pintores de la Corte como Vicente Carducho, Eugenio Caxés y el italiano Angelo Nardi se conjuran para hacer frente al talento del sevillano. Con el firme propósito de resolver este enfrentamiento, el Rey ordena, en 1627, una competición entre todos estos artistas que consiste en representar el tema de 'Felipe III y la expulsión de los moriscos'. Velázquez sale airoso de este envite y es declarado vencedor con una composición en la que predominan los retratos: Felipe III en armadura y ataviado de blanco, y una mujer como personificación alegórica de España, quedando la multitud de los moriscos en segundo plano. Un año más tarde, en 1628, concibe su Baco coronando a sus cofrades (Museo del Prado), un cuadro en el que retrata, con simpatía y buen humor ( divertimento ), a un grupo de bebedores que rinden homenaje al vino y al mítico inventor de su reconfortante e insensata devoción.

En 1629 Diego Velázquez conoce personalmente a Pedro Pablo Rubens, que por aquel entonces se encuentra de visita en la corte de Felipe IV. Un nuevo modelo de artista se le mostraría al aún joven pintor real: el del cortesano cultivado y respetado, brillante e internacional, pero al mismo tiempo abierto a una forma personal de aprendizaje. Sería Rubens quien le recomendara un viaje a Italia para completar su formación. Un proyecto que no habrá de esperar mucho tiempo para llevarse a cabo, ya que el 28 de junio de 1629 Velázquez recibe licencia real para trasladarse a Italia y poco después, en el mes de julio, inicia su viaje a tierras trasalpinas.

Roma. Su barco, en el que también viaja don Ambrosio de Spinola, gobernador del Milanesado, a quien Velázquez habría de inmortalizar en el famoso cuadro de Las lanzas , arriba a Génova el 23 de agosto de 1629. Tras abandonar la ciudad ligur, pasa por Parma, Venecia -donde se aproxima a la obra de Tintoretto-, Ferrara, Cento, Bolonia y Loreto, hasta llegar a Roma. Gracias a la intervención del cardenal Francesco Barberini, a quien había retratado en 1626, el pintor sevillano consigue alojamiento en el Palacio del Vaticano, muy cerca del patio en el que se guarda la colección pontificia de estatuaria antigua.

Pasa los primeros meses de su estancia en la capital italiana copiando esculturas clásicas y dibujando los frescos de Miguel Ángel y Rafael. Más adelante, con la llegada de los calores de la primavera y la peste (desde el 20 de abril al 21 de mayo de 1630), tiene la oportunidad de vivir durante algún tiempo en uno de los sitios más frescos de la ciudad, la Villa Medici, situada en el monte Pincio, junto a la iglesia de la Trinità dei Monti. Allí coincide, casi con total certeza, con Galileo Galilei. Tal vez Velázquez tenga la oportunidad de conocer los escritos en los que el astrónomo y físico italiano estudia los efectos de la luz sobre el color y el relieve. Por último, tras haber contraído unas fiebres de las que se recupera en el caserón de la embajada, junto a la vecina Piazza di Spagna, fija su último domicilio antes de regresar a España en un apartamento de la vía Marguta, perteneciente a la parroquia de San Lorenzo in Lucina, donde transcurre la actividad de algunos de sus colegas de profesión.

Antes de abandonar Italia, Velázquez acomete algunos de sus mejores trabajos pictóricos, obras en las que se advierte un cambio fundamental en sus preferencias cromáticas: el abandono del tenebrismo, al tiempo que concibe nuevas preocupaciones por el color, el desnudo y la perspectiva aérea. En este periodo pinta un Autorretrato perdido, un retrato de algún conocido o amigo español (Capitolio) y sus excelentes cuadros La túnica de José (Monasterio de El Escorial) y La fragua de Vulcano (Museo del Prado), tema mitológico representado con elementos estrictamente humanos, sin ampulosidades grotescas y con una leve ironía. La evolución del arte velazqueño se manifiesta en sus ricos matices luminosos, composiciones más dinámicas, rostros de mayor intensidad expresiva, ademanes y gestos que aportan un carácter dramático a la historia, y profundidad, hasta el punto de que el espectador puede, como dijera el mismo Diego Velázquez, "caminar por el pavimento" de los escenarios representados y respirar el mismo aire que los personajes del cuadro. También se suelen situar en estas fechas la realización de su Cristo y el alma cristiana , emotiva escena religiosa que algunos críticos han vinculado a la muerte de la menor de sus dos hijas, Ignacia; y L as tentaciones de Santo Tomás de Aquino , donde Velázquez extrema los recursos de sus historias romanas: la espaciosidad de la habitación donde el santo duerme mientras se aleja la femenina causa de su tentación, la belleza clasicista de los ángeles que lo premian con el cíngulo de su castidad, la naturalidad de los estados, gestos y las emociones de los protagonistas de la escena, la presencia de la realidad material del ámbito terreno y el difuso carácter perceptual de la pasada tentadora.

Con la llegada del otoño de 1630 el pintor sevillano se dispone a finalizar su primera estancia italiana y encamina sus pasos hacia la virreinal Nápoles, desde donde podría embarcarse de vuelta a España. En esta ciudad del sur de Italia pinta probablemente un retrato de la Infanta doña María de Austria , conservado en el Museo del Prado, y, aunque no es seguro, trata al valenciano José de Ribera. Algunos meses más tarde, en enero de 1631, Velázquez se halla de nuevo en Madrid dispuesto a desplegar todos los conocimientos adquiridos en su viaje de estudios y afirmar su primacía artística en la Corte, que se traducirá con el paso de los años y el empeño del sevillano en la concesión de cargos como el de ayuda de cámara en 1643 y, por último, en un pronunciado ascenso social.

Retratista de la Corte. Nada más regresar de Italia Velázquez ejecuta numerosos retratos ecuestres del príncipe Baltasar Carlos, del conde-duque de Olivares y la larga serie dedicada al rey Felipe IV, a quien desde su juventud hasta la edad crepuscular nos lo presentará con una mirada infinitamente melancólica. En este género el pintor sevillano empieza a adoptar una técnica más personal, un estilo propio que le lleva a distanciarse de la sensibilidad de otras escuelas europeas, aunque sea perceptible el influjo de Rubens, omitiendo todo recurso escenográfico, salvo los fondos serranos que resaltan la gravedad de las figuras, y acentuando los símbolos -la caza, por ejemplo- y la hondura psicológica de la expresión, lo que le acerca más a Rembrandt que al gran maestro de Flandes. Pero además de las grandes personalidades de la Corte, Velázquez también se preocupa por llevar al lienzo a tipos tan curiosos y variados como los de la serie de los bufones ( El niño de Vallecas , El Primo ...), a los que trata de un modo casi redentor.

Pertenecen a este periodo sus tres cuadros verticales de "personajes antiguos" realizados en 1638 y expuestos en el Museo del Prado: los dos mendigos filósofos Esopo y Menipo , representados a la manera de Ribera, y El descanso de Marte , que nos muestra a un dios de la guerra melancólicamente ensimismado. En este último lienzo el rostro del protagonista, de bizarro mostacho, inexpresivo y ausente, queda velado por la sombra que proyecta el fantástico casco -puras manchas de dorada luz- que todavía no se ha terminado de quitar.

Aparte de la mitología, Velázquez también cultiva en estas fechas los temas religiosos. De 1632 data su Cristo en la Cruz , un crucificado bello e idealizado que aparece ya muerto, con cuatro clavos como recomienda Francisco Pacheco, amable y falto de sangre, la cara serena semivelada por el cabello caído, contra un fondo negro que resalta su anatomía y su relieve de trampantojo. Posterior, de 1638, es su Coronación de la Virgen , que presenta una composición triangular y celeste muy similar a la empleada por el Greco en su mismo tema para la Capilla del Hospital de la Caridad de Illescas. Podríamos destacar en este lienzo la riqueza del color y la belleza de María y su Hijo.

Sin embargo, la gran obra de Diego Velázquez a lo largo de la década de los treinta del siglo XVII es el anteriormente citado cuadro de Las lanzas ( La rendición de Breda ), que ya en 1634 o 1635 colgaría de una de las paredes del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro para conmemorar las victorias militares del annus mirabilis  de 1625, año en el que tiene lugar la entrega de la ciudad flamenca a los ejércitos de Felipe IV. Representa el momento en el que el general Ambrosio de Spinola recibe, de forma clemente y caballerosa, la llave simbólica de manos del derrotado pero nunca humillado Justino de Nassau, gobernador de la plaza sitiada. Tras ellos, iniciando un arco que sólo se abre en el centro, desde el que se despliega un paisaje luminoso y brumoso a un tiempo, de campos de combate y humos confundidos con los cielos nostálgicos del norte de Europa, dos grupos de soldados se arremolinan. A la derecha quedan las tropas españolas con sus largas y enhiestas lanzas, triunfantes sobre las picas holandesas.

La fortuna del Reino e indirectamente la del pintor real comienzan a mudar a partir de 1640, con las rebeliones de Portugal y Cataluña y el recrudecimiento de la guerra contra Francia, que conllevaría en 1648 el reconocimiento de la independencia de las provincias holandesas. El 17 de enero de 1643 se produce la caída y el exilio del conde-duque de Olivares, amigo y protector de Velázquez. Le sucede como valido real don Luis Méndez de Haro y Guzmán. Es posible que el artista sevillano necesitara ganarse la confianza del nuevo primer ministro de la monarquía y aceptara pintar para su hijo La Venus del espejo  (hacia 1646), que actualmente se puede ver en la National Gallery de Londres. El cuadro, concebido para ser visto desde la derecha, muestra a Venus desnuda y reclinada de espaldas contemplando su cara en un espejo que sostiene un querubín. La belleza corporal de la mujer, envuelta en el misterio de un rostro reflejado de forma difusa, se expresa en términos carnales, a través de su color y su textura, contrapuestos a los de las suaves, ricas y brillantes telas que, con sus intensos colores, contribuyen a acentuar el atractivo epidérmico de la figura femenina. También acentúan su atractivo -pictórico y físico- su visión cercana, la proximidad que sugiere su formato apaisado y el ambiente de sensual intimidad que emana del escenario, cerrado, cálido y refrescante.

Al mismo tiempo que se precipita la carrera del conde-duque de Olivares, el Rey sufre un cambio de humor y crece su interés por la religión y la salvación de su alma, un asunto que seguramente rondará constantemente la cabeza del monarca cuando fallezcan su esposa Isabel de Borbón y el príncipe Baltasar Carlos en 1644 y 1646, respectivamente. Tras la desaparición de la reina, Felipe IV deja de permitir que se le retrate. Así pues, los miembros de la familia real que pueden ser representados físicamente se reducen en aquellos momentos a la infanta María Teresa de Borbón, heredera al trono tras el fallecimiento del único hijo varón del monarca y futura mujer de Luis XIV. Ante este desolador panorama, en el que Velázquez se debe encontrar falto de trabajo y motivaciones, surge la posibilidad de efectuar otro viaje a Italia. De modo que en enero de 1649, poco después de que Felipe IV contrajera segundas nupcias con su joven sobrina Mariana de Austria, el pintor sevillano zarpa de Málaga nuevamente hacia Génova con el encargo de hacer acopio de cuadros para las galerías reales españolas.

El retrato de Inocencio X. Al igual que en su anterior viaje a Italia, tiene la oportunidad de detenerse a lo largo del camino en diferentes ciudades del país, como Milán, donde se recrea en la contemplación de la Última Cena  de Leonardo. En Roma se establece antes del mes de noviembre de 1649 y en seguida comienza su retrato del papa Giovanni Battista Pamphili, Inocencio X, a quien Velázquez había conocido como nuncio pontificio en Madrid. Esta obra maestra del pintor sevillano representa, en un plano de tres cuartos, al Sumo Pontífice sentado, inmediato física -sostiene la mirada del espectador- y psíquicamente, a pesar de su reserva o ambigüedad emocional. Del lienzo emana la sensación vital que le proporciona una movimiento mínimo y la imagen de su poderosa personalidad. Asimismo, se aprecian la calidad de los vestidos, color y tonos de las telas, los oros... La consecuencia directa de este cuadro, tan elogiado por el papa Inocencio X, es el apoyo pontificio, su nombramiento como académico de San Luca y el ingreso en la Congregazione dei Virtuosi del Panteón, donde Velázquez expondría el retrato de su esclavo moro Juan de Pareja, personaje natural de Antequera vinculado al sevillano desde 1638.

Además del Papa, a lo largo del año 1650 posan para Diego Velázquez otros miembros distinguidos de la curia vaticana. Es el caso del joven camarero secreto vestido de azul Monsignor Camillo Massimi (Kingston Lacy, The National Trust), el Cardenal Camillo Astalli-Pamphili (Hispanic Society de Nueva York) e incluso la cuñada del Papa, Donna Olimpia Maidalchini Pamphili.

Su calidad de retratista es paralela a sus extraordinarias dotes para la representación del paisaje. El amor de Velázquez por los parajes naturales, su sensibilidad a la hora de describir con el pincel el mundo que le rodea, se perciben en muchos de sus retratos realizados en la corte madrileña, donde los personajes destacan sobre el fondo del Guadarrama: las cumbres se vislumbran entre nubes azules y blancas, en las vaguadas los bosques se desdibujan en neblina, la distancia se consigue con una mayor acuosidad en los verdes, una simple mancha se convierte ante la pupila del espectador en una forma (césped, tronco, copa). Durante esta segunda estancia romana el pintor sevillano compone dos pequeños lienzos, Los jardines de la Villa Medici . Denominados por Lafuente Ferrari El mediodía y La tarde , captan la vibración lumínica mediante pequeños toques luminosos. Velázquez se anticipa aquí en más de doscientos años a la técnica del Impresionismo, hasta el punto de parecer dos ?Monets? del siglo XVII, celebrados por Manet y Renoir cuando, mucho tiempo después de su ejecución, viajan a Madrid y visitan el Prado.

La demora de Velázquez en el cumplimiento de su misión italiana, consistente en la adquisición de obras de arte para la colección real, comienza a enojar a Felipe IV. Desde Madrid se insta constantemente al pintor para que regrese a España. Finalmente, Velázquez se decide a acatar las órdenes que le llegan desde palacio y el 23 de junio de 1650 está de nuevo en la Corte, sin saber todavía que en Roma ha engendrado un hijo ilegítimo, Antonio, de madre desconocida y a quien nunca llegará a conocer. Vuelve a su país con un cargamento de objetos artísticos, algunos regalos y la urgencia de obtener un título que al reconocimiento como artista uniera el reconocimiento de su categoría social como criado de su majestad, la única forma de desenvolverse honrosa y satisfactoriamente en los ambientes que le había deparado su destino. Desea el hábito de una orden militar, por lo que sus expectativas no se verán colmadas cuando en febrero de 1652 sea nombrado aposentador mayor de palacio.

Caballero de Santiago.  Velázquez retoma en seguida sus labores como retratista regio y ante él desfilan todos los miembros de la familia real, desde la nueva reina Mariana de Austria hasta la heredera al trono la infanta María Teresa, sin olvidar a la pequeña infanta Margarita. En estos retratos, pletóricos de color y realidad, el pintor deja bien claro que ha conseguido de forma magistral la integración absoluta del retratado y el ambiente en el que se le ha colocado. Además, añade a su principal dedicación en la Corte destacadas intervenciones como arquitecto y decorador, diseñando diferentes ambientes del Alcázar madrileño: los corredores meridionales del Patio del Rey, la alcoba de Felipe IV, la Galería del Mediodía y el Salón Grande o de Espejos, entre otras estancias.

Estas ocupaciones no empecen para que en los últimos años de su vida Velázquez nos legue dos auténticas obras maestras: Las hilanderas (1656-1658) y Las Meninas (1656). El primer cuadro, basado en la fábula de Aracne narrada por Ovidio en sus Metamorfosis , representa varios momentos de una misma historia, aunque su autor consigue reducirla a una original unidad de entonación y luz. En este sentido deberíamos resaltar la destreza del pintor sevillano para dar sensación de transparencia en el veloz giro de la rueda, los juegos de luces laterales y frontales que, como ya hemos comentado anteriormente, deleitarían a los impresionistas, o la sensibilidad del artista para captar la atmósfera.

En Las Meninas  la escena de la entrada de la infanta Margarita con su pequeña corte de damas y enanos al salón en el que Velázquez se encuentra pintando a los reyes permite al artista plasmar una serie de magníficos retratos, incluido su autorretrato en penumbra, y obtener efectos de profundidad dentro de una habitación cerrada por medio de la alternancia de zonas de diferente intensidad luminosa. Tiempo después de que Velázquez diera las últimas pinceladas a esta obra, Antonio Palomino comentaría que "entre las figuras hay aire ambiente". Precisamente la gran conquista pictórica del arte velazqueño es esa sensación óptica de la luz que circula por dentro de la tela (la neblina de los paisajes, el etéreo polvillo que flota en las habitaciones, el aire iluminado), una sensación que ha sido denominada perspectiva aérea.

Los años transcurren sin que Velázquez vea cumplido su deseo de vestir el hábito de una de las órdenes militares. Finalmente, tras un proceso largo y costoso, repleto de dudas por los oscuros orígenes familiares del pintor sevillano y por su dedicación artesanal, el 28 de noviembre de 1659 recibe el ansiado hábito de la Orden de Santiago en el monasterio de las monjas madrileñas del Corpus Christi. Empero, dispondría de poco tiempo para gozar de su recién adquirida posición de privilegio, ya que el 31 de julio de 1660 cae gravemente enfermo y, pasados unos días, el 6 de agosto a las tres de la tarde, fallece de una ?fiebre sincopal?. El 7 de agosto es enterrado en una de las bóvedas de la parroquia de San Juan, donde una semana después también se depositaría el cadáver de su esposa Juana Pacheco. Tras su muerte, Diego Rodríguez de Silva Velázquez deja como herencia a las generaciones venideras sus portentosas creaciones pictóricas, ese reflejo sabio, misterioso e infinito de un andaluz universal, con una monumental memoria artística que se encargarían de administrar y reinterpretar, entre otros genios, Francisco de Goya, Eduard Manet y el malagueño Pablo Ruiz Picasso. [ Javier Vidal Vega ].

 

 
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