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ANDALUCISMO HISTóRICO

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La historia del Andalucismo Político "entendido como la traducción de la identidad en el terreno de la política mediante la reivindicación del autogobierno" se inicia en los primeros años del siglo XX, cobra carta de naturaleza con la publicación en 1915 del Ideal Andaluz  de Blas Infante y se cierra con los intentos, truncados por la Guerra Civil, de dotar a Andalucía de un marco estatutario, periodo al que se alude como Andalucismo Histórico. Pese a los intentos poco rigurosos de cierta historiografía nacionalista, el surgimiento del andalucismo político no puede retrotraerse en el tiempo a las fechas citadas. Entre otras cosas porque hasta finales del siglo XIX el tipo de naciona­lismo dominante, de tipo liberal, no fundamentaba la afirmación nacional en las identida­des étnicas y malamente podía surgir un planteamiento andalucista que pusiera en cuestión los fundamentos del Estado Liberal. Ni la Junta Soberana de Andújar (1835), ni el movimiento de los folcloristas (1868-1890), ni la llama­da Constitución de Antequera (1883), pueden considerarse como expresión de la existencia de un movimiento político andalucista.

El primer debate serio sobre el asunto tendría lugar en el seno del Ateneo sevillano entre 1907 y 1915, propiciado por el ambiente de controversia que el país vivía a propósito de la Ley de Mancomunidades. La visión dominante del nacio­nalis­mo tanto entre los intelectua­les como en la sociedad andaluza de comien­zos del siglo XX estaba bastante influenciada por el debate entorno al "Problema de España", generado a partir de la llamada Crisis del 98, y por la emergencia de al menos dos movimientos nacionalistas periféricos con bastante fuerza y arraigo popular, que además se enfrentaba al nacionalismo español, el catalán y el vasco. Ambos tipos de nacionalismo, el propio del Estado-nación y el que los nacionalistas periféricos defendían, tenían mucho en común: ambos se basaban en una concepción etnicista de la identidad y estatalista en cuanto a sus reivindicaciones de autogobierno. El debate establecido, sobre todo a partir del surgimiento de las "Solidaridades" "alianzas electorales anticaciquiles de co­mienzos de siglo", y la constitución de la Mancomunitat Catalana influyen decisivamente en la opinión pública de todo el país. Del mismo modo, la lucha del pueblo irlandés por su independencia del Reino Unido tendría un fuerte impacto entre los pensadores nacionalistas españoles de la periferia, como ejemplo de irredentismo y sometimiento a un Estado-nación opresor.

Junto al Ateneo, la revista Bética y el diario El Liberal serían los principales órganos de expresión de un movimiento cultural que alguien ha llamado pretenciosamente "Renacimiento andaluz" por analogía a los movimientos culturales que en otros países hacen posible la definición de la identidad nacional. Entre las figuras que participan en estos debates cabe destacar a Blas Infante, José María Izquierdo, Guichot, Gastalver, De las Cajigas, Cortines Murube y Rojas Marcos, entre otros. Pero el Andalucismo propiamente dicho surgiría como rechazo al sesgo culturalista y esteticista que habían tomado el Ateneo y la revista Bética . Tras romper con los ateneístas, el Andalucismo Histórico cobra carta de naturaleza. Desde esos momentos y hasta la dictadura de Primo de Rivera, se esforzaría por fundar Centros Regionalistas Andaluces en las principales ciudades y difundir el que sería su órgano de expresión, la revista Andalucía . Durante este periodo se iría definiendo el ideario político e incluso los contenidos concretos del programa andalucista. Será también la época en que, bajo el impulso de Blas Infante, el movimiento comenzará a extenderse y madurará políticamente, llegando incluso a expresar reivindicaciones y formulaciones programáticas de carácter abiertamente nacionalista. Vive, en fin, sus momentos más brillantes y consigue incidir en la vida política "logrando representación en los ayuntamientos de Jaén y Córdoba" a unos niveles que ya no volvería a alcanzar hasta finales de la década de los setenta.

Debilidad . Pero un regionalismo o nacionalismo como el que propugnaban los andalucistas era difícil que pudiera triunfar en Andalucía y, efectivamente, no llega a tener arraigo popular ni respal­do electoral significativo. Las razones podemos reunirlas en dos grupos: unas de carácter general, que atañen a las condicio­nes específicas en las que se encontraba la sociedad andaluza de entonces; y otras de carácter particular, referidas al tipo de discurso, programa y praxis que llevan a acabo los andalucistas hasta la Guerra Civil.

Por un lado, la estructura social de la época era poco propicia a planteamientos comunita­ristas, precisamente en un momento en que estos vínculos, en un sentido tradicional "solidaridades locales", estaban quebrándose para configurar un espacio de relaciones sociales traspasado por alineamientos horizontales o de clase. Es más, la salida a la crisis agraria finisecular propiciada por los grandes propieta­rios terratenientes no iba precisamente en el camino de una diferencia­ción respecto del Estado-nación, como en ciertos momentos ocurre con parte del empresariado catalán o vasco. Los grandes intereses agrarios andaluces opta­n por la protección arancelaria y por la reducción de costes, especial­mente de los salarios; lo que implicaba una reducción de la oferta de trabajo y la obstruc­ción sistemática a cualquier posibilidad de extensión y consolida­ción de las organizaciones sindicales campesinas. En otros términos, la salida practicada a la crisis de fin de siglo fomentaba la conflictividad social y el cierre de los perfi­les de clase. Para mantener tal marco de relaciones laborales y de manteni­miento de los beneficios, el concurso de una política proteccionis­ta en lo econó­mico y de represión en el terreno del orden público resultaban absolutamente indispen­sables. El marco político municipal o provincial se había quedado pe­queño ante unas organizaciones campesinas cada vez más fuertes y con vocación estatal. Los grandes propietarios terratenientes andaluces se echan literalmente en manos del Estado. Se frustraba definitiva­mente cualquier vía de diferenciación "burguesa" respecto al Estado-nación.

Del otro lado, las circunstancias alejaban bastante del horizonte político cualquier reivindi­cación de carácter comunitario y a la vez particularis­ta, los ingredientes típicos de cualquier planteamiento nacional. En efecto, en el seno del campesinado y de la clase obrera habían triunfado supuestos ideológicos que reforzaban la construcción de una identidad clasista, confi­gurada con viejos elementos identitarios del campesinado, pero también con nuevos elementos tomados del anarquismo y del marxismo, ideologías que estaban entonces en las antípodas de cualquier planteamiento nacionalis­ta, por naturaleza interclasista. Como hemos visto, el nacionalismo etnicista de finales del siglo XIX constituía, sobre todo, una ideología que movilizaba a las clases medias bajas de las sociedades europeas de entonces, especialmente en las ciudades. Tales grupos eran poco numerosos en Andalucía por la propia configuración polarizada de su sociedad y resultaba extremadamente difícil que pudieran sustraerse a la radicalidad del enfrentamiento entre los grandes intereses patronales por un lado y la clase obrera y el campesinado por otro. La realidad les empujaba a tomar partido por las ideologías "modernas" o por la "tradi­ción y el orden". De ahí que, pese a surgir de las filas de la clase media, el andalucismo político tuviera excesivos problemas para socializarse y enormes dificultades para eludir un pronunciamiento decidido por uno u otro polo en contienda. De hecho, nunca pueden escapar a tan formidable enfrentamiento, incluso creen sinceramente que la redención de Andalucía se encontraba del lado de los campesinos y de la Reforma Agraria, por más que sus propuestas programáticas no sean muy coherentes con la situación real de la agricultura andaluza.

A estos obstáculos de carácter contextual deben añadirse otros a los que podríamos aludir, utilizando la jerga económica, como "desven­ta­jas comparativas" para cualquier empresa nacionalizadora o de construcción nacional en aquella época. En efecto, a pesar de que la especifici­dad "objetiva" de Andalucía podía singularizarse en una "personalidad propia" "es decir, había una base suficiente como para fundamentar una "invención de lo andaluz" y de hecho lo hacen los folcloristas en la segunda mitad del siglo pasado", el caso es que no existía ni podía existir un sentir colectivo que se expresara en térmi­nos políticos. La ausencia de lengua e instituciones propias, distintas de las castellanas como en Cataluña, Galicia o País Vasco, elementos éstos que constituían para la mayoría de los teóricos nacionalistas casi requisitos impres­cindibles para alcanzar la nacionalidad, hacían que la pertenencia a Castilla y a una Estado-nación de base castellanista no fuese cuestionada en ningún mo­mento. Cuando se construye la identidad española, a finales del siglo XIX, especialmente después del llamado Desastre del 98, la centralidad de Castilla en la conformación de España queda fuera de toda duda. Andalucía formaba parte de ella y aporta buena parte de su propia identidad para crear la de la nación española. Esta españolización de la identidad andaluza, incluso su confusión más tarde durante el franquismo, constituye "espe­cialmente para quienes entien­den en términos clásicos el fenómeno nacional" uno de los factores con más capacidad de desmovilización nacionalista. Especu­lando con lo que podría haber sucedido, método este ciertamente poco riguroso desde el punto de vista histórico, podría pensarse en que si el Estado-nación hubiera sido cons­truido sobre la base de Cataluña "hipóte­sis sugerida por J. Linz y S. Giner", Andalucía quizá hubiera gozado de mayores oportu­nidades de diferen­ciación étni­ca respecto al nacionalismo español.

A todo ello deben añadirse algunos rasgos característicos de la sociedad andaluza de entonces, que buena parte permanecen aún y que si bien antes constituían un obstáculo a la toma de conciencia identitaria, hoy no lo son tanto. Nos referimos al carácter cosmopolita que "huella de su pasado comercial y de su específica configuración administrativa desde el Antiguo Régimen" conservaban ciudades como Cádiz, Sevilla, Málaga o Granada; y, contradictoria­mente, el arraigo en la conciencia popular del sentimiento de "pertenencia a una comunidad o comarca concreta". La floración de Juntas Provinciales y de cantones en las coyuntu­ras de la Revolución Liberal y la I República no eran sino manifestaciones de la au­sencia de sentimientos unitarios en el conjunto de Andalucía y de la enorme fuerza de las identidades locales, que las haría pervivir durante mucho tiem­po. Incluso se advierte aún la importancia del provincialismo, nucleado en torno a las capitales, pese a haberse constituido un ámbito identi­tario y político propiamente andaluz.

Pero los andalucistas mismos cometen errores "quizá compren­sibles por su ambiente intelectual y social de origen" que tampoco ayudan a que el discurso regionalista o nacionalista acabara socializándose, poniendo en el centro de las identidades múltiples que daban "sentido" a la vida de los an­daluces un discurso identitario único y poco acorde con la diversa realidad cultural de entonces. En este sentido, la labor de los primeros andalucistas y de Blas Infante a la cabeza debe contextualizarse con precisión para entender muchas de sus formulaciones y lo ambiguo de sus propuestas políticas y pro­gramáticas. Tras la "crisis del 98" y la "conciencia decadentista" que invade a buena parte de la intelectualidad española, proliferan planteamien­tos que cuestionaban con más o menor fuerza el propio sistema restauracionis­ta o la propia configuración o continuidad del Estado-nación. El más conocido de ellos es el que dio lugar al Regeneracionismo, escindido desde sus comienzos, entre los que propugnaban la "regeneración" de España "Costa, Macías Picavea, etc." y los que, desencantados de las formas oligárquicas en que se había organizado la política tradicionalmente, buscaban en soluciones nacionalistas o regionalistas dicha regeneración. Buena parte de los movimien­tos nacionalistas o regionalistas nacidos por estas fechas en Galicia, Cataluña y País Vasco, o en el País Valenciano y Canarias, pueden considerarse también como tales en cuanto a sus propuestas programáticas.

Regeneracionismo.  El proyecto regeneracionista de Blas Infante y del puñado de intelec­tuales de clase media urbana que le acompañan pretendía rechazar la vieja configuración caciquil del Estado central y regenerar España desde las regiones, desde Andalucía. Pero a diferencia de lo ocurrido en Cataluña, País Vasco y Galicia, este primer núcleo de andalucis­tas se encuentra con una realidad, tal y como ellos la perciben, muy diferente. No existía un sentimien­to identitario suficiente­mente diferen­cia­dor del que comenzaba a socializar el neonato nacionalismo españolis­ta. Andalucía no tenía tampoco, a diferencia de lo ocurrido con las comunidades peninsula­res que habían tenido institucio­nes político-jurídicas propias, reivindi­ca­ciones de este tipo que le enfrentaran con el Estado-nación. Carecía, ade­más, de una doctrina andalucista ya elaborada y de cualquier proyecto político que le permitiera participar con entidad propia en la remodelación del Estado restaura­cionista que se pretendía llevar a cabo entre 1915 y 1920. Es más, no estaba claramente aceptada la existencia histórica de Andalucía como grupo étnico diferenciado e incluso sus gentes aparecían estigmatizadas tanto dentro del propio Estado español como en Europa. La vasta corriente racista europea que proliferaba por entonces "la denominada ideología blanca", excluía a los andaluces de la raza aria, comparándolos con los turcos. Se llega incluso a calificar a Andalucía como "estigma y vergüenza de Europa" o "el Marruecos europeo".

A la superación de todas estas dificultades dedican los primeros andalucistas sus esfuerzos. La tarea principal consistía, según Infante, en "crear, restaurar y fortalecer Andalucía". La identidad recoge "de acuerdo con lo que se hacía normalmente en otros movimientos nacionalistas y, en especial, en los de la periferia peninsular" las típicas definiciones de "pueblo", "carácter", inclu­so de "raza", propias del nacionalismo cultural y del neorromanticismo de la época. El carácter andaluz tenía para Infante un fondo psicológico distinto de los demás pueblos, fondo que ya estaba conformado desde Tartesos y que las continuas invasiones sufridas desde entonces no habían sino enriquecido. Al igual que hace Ganivet con el Idearium Español , Infante construye una historia mítica de Andalucía que, desde su época de esplendor de la al-Ándalus musul­mana hasta la decadencia provocada por la invasión castellana, manifestaba a pesar del estado de postración en la que se encontraba la "perviven­cia del genio andaluz a través de los siglos". La descripción de un pasado mítico y glorioso y de una realidad de postración constituían, como lo es en el literato granadino, el acicate para la acción en este caso regeneracionista. Quizá el afán infantiano por buscar el "genio andaluz" y su sobrevaloración del pasado musulmán, le lleva a una hipervaloración del sustrato orientalista de la identidad andaluza, cuestión que tradicionalmente había construido más la alteridad que la identidad del "pueblo andaluz"; error éste que aún pervive entre algunos de los grupos nacionalistas radicales.

El resultado es que al carecer de lengua y de un pasado diferen­cia­do y explicitado por una robusta historio­grafía propia, el discurso identitario "inventado" por los andalucistas tiene escaso poder de diferenciación respecto a lo español. Cuestión esta que el propio Blas Infante se ocupa de resaltar: "Andalucía es y será siempre la esencia de Espa­ña", llega a escribir en La verdad sobre el Complot de Tablada y el Estado Libre de Andalucía . La cultura específicamen­te andaluza, sus manifestaciones folclóricas o literarias no podían constituir por sí solas una base cierta para construir la nacionalidad en un ambiente, como hemos visto, bastante hostil.

El periodo republicano. La llegada de la II República significa, paradójicamente, la moderación de las propuestas políticas andalucistas. El llamado "Complot de Tablada" y las circunstancias que rodean las elecciones de ese año, especialmente las acusaciones de separatismo, impulsan a Infante y a los andalucistas hacia el federalismo orgánico o unitarista, a la afirmación de la unidad de la patria española y al reconocimiento de la soberanía del Estado-nación, al regionalismo y al autonomismo táctico. La justificación de este viraje táctico la realiza Blas Infante en su obra Fundamentos de Andalucía  y más en concreto a través de la crítica al "principio de las nacionalidades" del presidente americano Wilson, precisamente el que años atrás había inspirado sus afirmaciones más nacionalistas.

La confusión con el republicanismo federal, que a menudo acompaña al discurrir político de los andalucistas, les priva de un programa político propio y diferenciado con contenidos inequívocamente regionalistas o nacionalistas. Su mensaje se pierde entre las demás ofertas políticas republicanas. Y ello tiene mucho que ver en la propia configuración organizativa del movimiento andalucista. Su peculiar apoliticismo no impediría a algunos de sus miembros más destacados participar en varias consultas electorales ni incluso militar en otros partidos políticos "en 1931, por ejemplo, Infante se afilia al Partido Republicano Federal". La ideas infantianas sobre la política y los políticos, de honda inspiración costiana, le llevan a desechar la posibilidad de convertirse en partido político independiente.

Creían los andalucistas que el logro de sus objetivos sería más fácil mediante la creación de organizaciones centradas en la generación de conciencia, al margen de las luchas partidistas. Así nacen los Centros Regionalistas y, más tarde, las Juntas Liberalistas. Se trataba, como en el caso de Vicente Risco y el papel de las Irmandades da Fala , de primar la acción cultural, de concienciación andalucista, por encima de las opciones políticas. Pero su insistencia en la alianza con republicanos y, en algunos casos, con los socialistas, resta posibilidades de influir en otros partidos políticos y, sobre todo, en el conjunto de los electores. Su indiferencia organizativa y confusión con las opciones republicanas explican, en parte, el fracaso andalucista a la hora de estructurarse en movimiento sociopolítico y dotarse de una mínima base social y electoral.

Pese a sus buenas intenciones, tampoco saben dotarse de un programa de transformaciones socioeconómicas que hubiera sido capaz de atraerse a un sector importante de las clases populares andaluzas, aquellas a las que en principio tenía que haber ido dirigido el mensaje andalucista. La tarea tampoco era fácil. El caso es que el Andalucismo Histórico carece de un programa económico compensado e interiormente articulado. Sólo plantea un conjunto de reivindicaciones agrarias a las que añade varias propuestas económicas generales, tales como el libre comercio, desgravación fiscal del capital y del trabajo y desarme arancelario; propuestas que, por cierto, se compadecían poco con los planteamientos nacionalistas de la época, fundamentados más en la protección que en el librecambio. El modelo de crecimiento económico que propugnaban resultaba ultraliberal, donde no era difícil advertir la contradicción entre sus propuestas de materia agraria y las propuestas de carácter general. Su análisis de la realidad andaluza les lleva a hacer depender de la solución del problema agrario la posibilidad de un desarrollo autocentrado. Con ello el sector secundario, que se pensaba entonces debía ser la clave y aún la posibilidad de todo desarrollo, y las reivindicaciones del movimiento obrero quedan al margen de las propuestas andalucistas.

El problema agrario.  Pero incluso en las medidas de carácter agrario, el programa andalucista es incapaz de conectar con las principales reivindicaciones del campesinado. En 1914, el propio Blas Infante explicaba el carácter central del programa agrario para el andalucismo: "es el campo la primera fuente donde la ciudad ha de buscar la savia que Andalucía necesita para la obra de su resurgimiento". La subordinación de Andalucía era la consecuencia de la dominación política que la sometía a una doble tiranía: por un lado, una tiranía político-administrativa, el caciquismo, y, por otro, una tiranía económico-social que surgía de la propia estructura social andaluza y que había reducido a Andalucía a un "pueblo de jornaleros". "Andalucía está dividida "decía Infante" entre muy pocos señores, mientras que ningún derecho ostenta sobre ella la inmensa mayoría de los andaluces". Enlazando con la tradición campesina, Infante recogía la reivindicación de la Reforma Agraria como la solución del problema: "Andalucía se redimirá por la conversión  del jornalero en granjero, en cultivador de su propia tierra, esto es, por la creación de una clase media campesina". Su propuesta era contundente: "La tierra andaluza para el cultivador".

Sin embargo, estas propuestas, que de ninguna manera podían agradar a los grandes propietarios terratenientes, apenas si tienen eco o influencia en el seno del movimiento campesino. Tras la declaración de principios y objetivos, los andalucistas proponían soluciones bastante distantes "pese a su apoyo a la reforma agraria" de lo que en esos momentos demandaban los distintas grupos que componían el campesinado andaluz, especialmente los campesinos sin tierra. Consecuentes con sus presupuestos georgistas, se decantaban por soluciones contrarias al colectivismo y a la abolición de la propiedad privada. Para un regionalismo que sólo podía tener una base popular, estas limitaciones eran muy graves, puesto que le condenaban a convertirse en un movimiento minoritario, sin respaldo social posible, tal y como efectivamente ocurre.

Cuando el recién constituido régimen republicano da los primeros pasos hacia una configuración no centralista del Estado y al reconocimiento "ya previsto en el Pacto de San Sebastián" de los hechos diferenciales, especialmente el catalán, entre los andaluces predominaban preocupaciones bastante alejadas del autonomismo. En su conjunto, el lento discurrir del proceso autonómico andaluz durante la II República no hace sino confirmar el escaso arraigo que en el terreno político había adquirido el discurso elaborado por los primeros andalucistas. No obstante, el proceso supone la primera movilización importante a favor de instituciones de autogobierno. Movilización que sin duda habría cristalizado con el tiempo, dentro de la reorganización territorial y administrativa que estaba sufriendo el Estado español, de no haber quedado abruptamente rota por el golpe militar de julio de 1936 y la Guerra Civil.

La iniciativa del proceso autonómico corresponde a la Junta Liberalista de Sevilla. Junto a las de otras provincias, había sido fundada en abril de 1931 para impulsar a través de la acción cultural la toma de conciencia andalucista. Ésta había pedido a la Diputación Provincial que convocase una asamblea de diputaciones para que redactasen, con participación de personalidades notables, un estatuto de autonomía para Andalucía. La Comisión general de la institución acepta la petición y en sesión de 13 de junio y a propuesta de su presidente pide a las demás diputaciones que estudiasen la conveniencia de redactar un proyecto. El 6 de junio de ese mismo año, poco después de celebradas las elecciones a Cortes Constituyentes y haberlas ganado la coalición republicano-socialista, se reúnen representantes de las diputaciones de Jaén, Córdoba, Cádiz, Málaga y Sevilla, acordando constituir una ponencia que redactase un proyecto de estatuto. El proyecto sería remitido para su estudio a los diputados en Cortes y a las diferentes entidades públicas y privadas de cada provincia para que manifestaran su parecer.

La ponencia no redacta un proyecto sino una encuesta que debía servir para abrir el debate público en torno al tema. Sin embargo, es contestada sólo por las diputaciones de Córdoba, Cádiz y Sevilla y por doce ayuntamientos de esta última provincia y uno de Cádiz. La Universidad Hispalense elude cortésmente pronunciarse, en tanto que corporaciones como la Cámara Oficial Agrícola, la Cámara Oficial de Comercio, Industrial y Navegación, el Colegio de Médicos, el de Farmacéuticos, de Abogados, todas ellos de Sevilla, y la Sociedad de Amigos del País de Almería se manifestan abiertamente en contra y a favor de la "inquebrantable unidad de la patria". El diagnóstico realizado por la Academia Sevillana de Buenas Letras, pese a su neto carácter conservador, no dejaba de ser sintomático de la situación: el regionalismo constituía más una idea que un sentimiento; la identidad andaluza no estaba, además, suficientemente diferenciada de Castilla, dado que los andaluces carecían de lengua, cultura y derechos propios y la vida política y económica no había estado nunca separada de la española. De esa manera tan tradicional se percibía entonces el nacionalismo, creyendo que el acceso a instituciones propias de autogobierno estaba reservado sólo para aquellos pueblos que tuvieran unos rasgos étnicos suficientemente diferenciados de los propios del Estado-nación.

Mientras tanto, Hermenegildo Casas, presidente de la Diputación sevillana y el más interesado en impulsar el proceso, encarga un proyecto de estatuto a los componentes de la ponencia surgida de la reunión anterior de las diputaciones. Con ello buscaba ganar tiempo y disponer de un texto sobre el que poder discutir. De aquí surge el primer borrador de estatuto, denominado Estatuto de Gobierno Autónomo de Andalucía (agosto de 1931), que plasmaba el deseo generalizado entre las instituciones consultadas de proceder a una "descentralización económica y administrativa", "lo mismo que haya que concedérsele a otras regiones".

Pero hasta febrero de 1932 no se retomaría el proceso, tras una nueva reunión celebrada en la sede provincial de Sevilla. En esa reunión se diseñan los pasos que se habían de dar para convocar y celebrar una Asamblea Regional que redactase un proyecto definitivo. Lo primero que se hace es constituir una Comisión Regional Organizadora, se confía a las diputaciones el papel de dinamizadores de la discusión en cada provincia, se fija una fecha indicativa para la asamblea y se hace recaer en la mencionada Comisión las labores de recogida de documentación sobre Andalucía y la realización de una campaña de difusión de los símbolos andaluces. En esta misma reunión quedan aprobadas las Bases para un Proyecto de Estatuto de Autonomía, que debería ser discutido en la Asamblea Regional. En ellas, se optaba claramente por la constitución de una "mancomunidad" dotada de una amplia descentralización económica y administrativa. Éste sería el texto finalmente enviado a los municipios, entidades y personalidades y constituiría la base sobre la cual decidirían su adhesión o rechazo al proceso autonómico.

La Asamblea de Córdoba.  Pese al los sucesivos aplazamientos, motivados por el desinterés que el asunto despertaba entre los partidos políticos mayoritarios, la respuesta de los Ayuntamientos supera con creces los resultados de la consulta anterior. Responden un total de 135 adhiriéndose a la iniciativa y sólo cuatro manifiestan estar abiertamente en contra. Definitivamente, la Asamblea Regional tiene lugar en Córdoba los días 29, 30 y 31 de enero de 1933. Participan un total de 236 representantes de diputaciones, ayuntamientos, diputados en cortes, partidos políticos y sindicatos y demás corporaciones invitadas. De las discusiones surge un Anteproyecto de Bases para el Estatuto de Andalucía, que a la postre sería el proyecto definitivo. En él se consagraba un modelo autonomista, muy lejano de cualquier veleidad independentista o federalista. Inspirado en el estatuto catalán y en el proyecto de estatuto gallego, se decantaba por un sistema de descentralización político-administrativa que establecía un modelo de organización institucional muy parecido al actual y dotaba al Cabildo Regional de competencias financieras y fiscales.

La Asamblea aprueba igualmente someter el anteproyecto a discusión pública, enviándolo a los ayuntamientos para que manifestaran su opinión y formularan enmiendas dentro de un plazo no superior a los dos meses. Transcurrido ese tiempo, tendría que convocarse una nueva Asamblea que discutiera y aprobara el anteproyecto definitivo. Para impulsar el proceso, la comisión organizadora se convertiría en Gestora General permanente, promoviendo en cada provincia comisiones gestoras con representación de las instituciones implicadas. No obstante, tras los acuerdos subyacía una enorme disparidad de criterios sobre el carácter y la conveniencia de la futura autonomía andaluza; incluso entre los representantes de las diputaciones de Jaén, Granada y Almería había calado la idea de constituir una entidad autónoma aparte, separada del resto de Andalucía. De tal envergadura fueron las divergencias que el proceso autonómico sufre un serio parón. La victoria radical-cedista y el bloqueo que el nuevo Gobierno impone en la discusión de los estatutos, paraliza el proceso durante el Bienio Negro.

La victoria frentepopulista significa un nuevo impulso a los procesos autonómicos en curso. En este clima favorable, serían de nuevo las Juntas Liberalistas las que instaran a la Comisión Gestora de la Diputación de Sevilla a convocar una Junta pro-estatuto que debía reanudar el proceso. La reunión tiene lugar en Sevilla, el 5 de julio de 1936, pero a ella asisten sólo 34 delegados en representación de 52 instituciones. En dicha asamblea se acuerda constituir la mencionada Junta Pro-Estatuto y realizar una nueva consulta a los ayuntamientos sobre el lugar más conveniente donde debería celebrarse la Asamblea General Andaluza prevista para el último domingo de septiembre. Pero tal reunión, desgraciadamente, no llegaría a realizarse nunca.

En definitiva, los avatares del proceso autonómico durante la II República muestran que, efectivamente, el proceso se desencadena más por un deseo emulativo respecto a los procesos autonómicos de Cataluña, Galicia y País Vasco, dentro del clima de redefinición de la organización territorial del Estado establecida por la Constitución de 1931, que como resultado de una conciencia regionalista o nacionalista propia, cosa de la que en realidad se carecía. No obstante, no debe minusvalorarse el efecto catalizador que el agravio comparativo y la emulación tienen en el despertar de una conciencia autonomista. Las numerosas contestaciones de los ayuntamientos a la petición de nombrar delegados y asistir a la Asamblea Regional de Córdoba de enero de 1933 lo demuestran.[ Miguel González de Molina ]

 

 
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