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 El fenómeno de masas por antonomasia del siglo XX "con evidente continuidad en este XXI", el cine, es inventado casi simultáneamente por los hermanos Louis y Auguste Lumiere, en Francia, y Thomas Alva Edison, en Estados Unidos. Aunque los galos son los primeros en darle un uso comercial, la Historia reconoce que el norteamericano idea el mecanismo, los engranajes y los consumibles necesarios para filmar y proyectar los "cuadros", término que designa a las breves películas de finales del siglo XIX. La fecha en la que internacionalmente se sitúa el nacimiento del cine, aunque realmente hubiera proyecciones privadas mucho antes, es la del 28 de diciembre de 1895, en el Salón Indio del Grand Café, en el número 14 del Boulevard des Capucines (París). El gran éxito que tiene aquella primera representación hace que el fenómeno, entonces todavía propiamente denominado "de barraca", se extienda poco a poco por toda Europa. En Londres la primera proyección tiene lugar el 17 de febrero de 1896, el 27 de ese mismo mes llega a Bruselas, y el 30 de abril se proyecta la primera sesión en Berlín. A España llega pocos meses después: Madrid acogería en la planta baja del Hotel Rusia, en el número 34 de la Carrera de San Jerónimo, la primera exhibición pública del Cinematógrafo, el 16 de mayo de 1896. Esta proyección viene de la mano de Alexandre Promio, empleado de los Lumiere y pionero operador de cine. Por esa misma fecha, un andaluz procedente de Alhama de Granada, Antonio Ramos Espejo, residente en Filipinas, introduce el cinematógrafo en China y crea una cadena de cines en Shangai.

La primera proyección cinematográfica en Andalucía tiene lugar a finales del verano de ese año, concretamente el jueves 17 de septiembre en plena calle Sierpes de Sevilla, en el local Café Suizo. Las proyecciones están a cargo de Ricardo Mosquera, empresario visionario que comprende el futuro del invento. En aquella histórica sesión en Andalucía se visionan hasta diez cuadros, de escasa duración cada uno. A esa primera proyección en Sevilla, que continuaría durante varios días, incluso con un competidor en el Teatro del Duque, le seguirían, ya en el mes de octubre, las proyecciones en la provincia de Cádiz, primero en la capital, el día 5, en el Teatro Principal, y dos días más tarde en Jerez, curiosamente también en el llamado Teatro Principal. Ese mismo mes, el día 23, se realiza la primera proyección en la ciudad de Córdoba, en el Teatro-Circo del Gran Capitán. Estas son las primeras proyecciones públicas en Andalucía del que se convertiría, corriendo el tiempo, en el espectáculo más importante, en términos económicos, artísticos, sociológicos, políticos y culturales, de todo el siglo XX. Desde entonces las proyecciones van creciendo en intensidad, variedad y calidad, como en el resto del mundo: de las primeras imágenes costumbristas se pasa, poco a poco, a trasladar mínimas historias, impregnadas lógicamente de teatralidad, dando lugar a la ficción tal y como hoy se conoce, pero en niveles todavía realmente naïf . Como espectáculo, el cine en Andalucía se exhibe, como en el resto del mundo, en los locales de las ciudades, donde se simultanean otras fórmulas de entretenimiento, mientras que en los pueblos que no cuentan con esa infraestructura se acomoda dentro de las ferias y eventos similares.

En cuanto a las filmaciones realizadas en los comienzos del cine en Andalucía, menudean las de tono costumbrista, con cuadros de carácter folclórico, corridas de toros y similares, muy en línea con el tópico andaluz que ya entonces es moneda corriente. Entre los operadores que filman este tipo de escena los hay extranjeros, como Félix Mesguish, alumno de Promio, y españoles como Ricardo de Baños, que rueda en las provincias de Málaga y Granada, entre otras, y Enrique Blanco, cuyas filmaciones tienen más carácter de crónica de sucesos, al encargarse de impresionar para la posteridad las importantes riadas que se producen en el barrio sevillano de Triana en 1912. Durante el periodo del cine mudo se rueda cierto número de películas en Andalucía, algunas de ellas con ínfulas de gran producción, como La vida de Cristóbal Colón y su descubrimiento de América (1916), coproducida entre Francia y España y dirigida por Emile Bourgeois. Hay que citar también el documental de ambiente campestre y costumbrista La Sierra de Aracena (1928), de Carlos Nazarí, así como la producción franco-española El león de Sierra Morena  (1928), dirigida e interpretada por el mexicano Miguel Contreras Torres, sobre la novela de Manuel Fernández y González, con temática de bandoleros.

Andalucía vista por el cine. Ciertamente la visión que sobre Andalucía se ha proyectado desde el resto del país no ha sido, durante muchos años, positiva. Durante los casi cuatro decenios de dictadura franquista, Andalucía es un constante paisaje en el que desarrollar historias folclorizantes, en las que se eternizan los tópicos andaluces más rancios: la gitana con el correspondiente caracolillo en la frente, resalada y leyendo la buenaventura a los "guiris"; el indigente que se busca la vida en la tradición del pícaro español, pero con la supuesta "gracia" que se atribuye con frecuencia allende Despeñaperros a todo andaluz por el mero hecho de serlo. Quizá el paradigma de esa falsa visión sobre los andaluces sea la segunda versión del clásico de los hermanos Álvarez Quintero Morena Clara (1954), filmada en pleno franquismo por Luis Lucia, el cineasta por antonomasia de la productora del régimen, Cifesa, y con Lola Flores y Miguel Ligero como protagonistas. Pero no sólo el franquismo da esa imagen de pandereta de lo andaluz: habrá que recordar que la primera adaptación de esa misma obra quinteriana se rueda en plena Segunda República Española, con Florián Rey como director y con Imperio Argentina y también Miguel Ligero en los papeles principales. No hay, en ese sentido, una percepción distinta entre ambos regímenes políticos hacia lo andaluz. Tampoco en tiempos anteriores, ni en la Dictadura de Primo de Rivera: véase, a este respecto, la adaptación de otro Álvarez Quintero, La malvaloca (1926), de la mano de Benito Perojo, entre otras versiones de los hermanos nacidos en Utrera; e incluso en las dos primeras décadas del siglo, durante el reinado constitucional de Alfonso XIII: baste citar algunos ejemplos, como La reina mora (1922), de José Buchs, o Aventuras de Pepín (1909), basada en Las de Caín , y filmada por Francisco Oliver.

El franquismo, que engloba cronológicamente las edades más fructíferas del cine en otras naciones (no sólo en Estados Unidos, sino, por supuesto, en los países de primera línea de Europa: Reino Unido, Alemania, Francia, Italia), supone en España, desde el punto de vista cinematográfico, un evidente empobrecimiento temático y estético del cine sobre Andalucía, relegado no sólo a la folclorada sino también a otros estereotipos similares: aparte de las comedias quinterianas, se usa y abusa de temas como el torero (casi siempre andaluz) que se lanza al arte de Cúchares para salir de la pobreza, en títulos como Aprendiendo a morir (1962), dirigido por Pedro Lazaga, en la que el cineasta lleva a la pantalla la vida (maquillada para que resultara aún más novelesca de lo que ya fue) del diestro Manuel Benítez El Cordobés, que revolucionaría la lidia taurina con su personalísimo estilo, a medio camino entre el toreo clásico y el Bombero Torero. El éxito comercial del empeño haría que Lazaga reincidiera en este tipo de cine con otro torero andaluz, contemporáneo de Benítez y de similares características: en Nuevo en esta plaza  (1966) el matador critpobiografiado sería Sebastián Palomo Linares.

Pero no acaba ahí el tratamiento tópico sobre lo andaluz: también el flamenco y la copla española (tan española que es más andaluza que de ninguna otra región de España) sirven de coartada para prolongar el tratamiento paternalista que el franquismo depara a Andalucía. Filmes como Pan, amor y Andalucía (1959), dirigido por Javier Setó, en coproducción con Italia, y con Antonio El Bailarín al frente del reparto, inciden en esta visión estereotipada y ramplona de un fenómeno tan singular y excepcional en todo el mundo como es lo jondo. En la copla pasa otro tanto: la jerezana Lola Flores, ese extraordinario torbellino de los que hay uno cada siglo, es utilizada con fruición por el cine franquista para perpetuar una imagen de pandereta, arsas y olés postizos, devaluando el arte primario pero portentoso de una artista indescriptible. Los directores de aquel momento le hacen repetir los tópicos de la cantante y bailaora con devaneos amorosos (muy castos: estamos en plena época de la Censura), en filmes como Embrujo (1947), de Carlos Serrano de Osma, uno de los pocos que se salva de su filmografía de aquella etapa; La niña de la venta (1951) y María de la O  (1959), ambos de Ramón Torrado, entre otros.

El cine sobre la copla es pródigamente utilizado por el franquismo como un adormecedor más de las conciencias y, por supuesto, para inocular su visión (tan reducida, tan miope) del mundo, un universo estrecho, pacato y pazguato, de rancias costumbres que hunden sus raíces no ya en el siglo XIX, que trae en otros países la revolución industrial y, consecuentemente, el estallido de las libertades, sino en plena Edad Media. La utilización de otras cantantes de éxito de la época perpetúan los tópicos de la andaluza resalá y de voz prodigiosa, como Juanita Reina en Canelita en rama (1943), con dirección del jiennense Eduardo García Maroto, La Lola se va a los puertos (1947), filmada por Juan de Orduña sobre el famoso texto machadiano, y Gloria Mairena (1952), dirigida por otro de los prohombres del cine franquista, Luis Lucia; o Marujita Díaz, con El pescador de coplas (1954), dirigida por Antonio del Amo, si bien hay que señalar distintos tonos en las historias en las que se ven inmersas estas protagonistas: mientras Reina es encauzada hacia temas más melodramáticos, en Díaz se explota la vena histriónica que, con los años, ha quedado como única característica de esta sevillana peculiar. Por supuesto que algunos de los mitos andaluces por antonomasia, como el de Carmen, tienen su repercusión en el cine nacional de la época, desde Carmen, la de Ronda (1959), dirigida por Tulio Demicheli, con Sara Montiel en el papel de la racial gitana, hasta la coproducción con Alemania de Carmen la de Triana  (1938), rodada en los estudios berlineses de la UFA por Florián Rey, con Imperio Argentina en el papel estelar. Evidentemente, la visión que el franquismo (no digamos ya bajo los auspicios del nazismo) da del legendario personaje de Carmen se ajusta a todos los tópicos previsibles.

Sería injusto no señalar algunos títulos españoles que, rodados durante el franquismo, dan una visión muy distinta de Andalucía o los andaluces. Sin ir más lejos, se reputa La piel quemada (1967), rodada por el catalán José María Forn, como una de las aproximaciones más interesantes, y escasas, al fenómeno de la inmigración andaluza a Cataluña en los años sesenta. Con el desarrollismo de la época (propiciado por los planes quinquenales de López Rodó, una tímida apertura al mundo en esa década, tras dos decenios de autarquía, y la explosión del fenómeno del turismo), un buen número de andaluces, en cifras que exceden del millón de personas, se busca la vida bien en países extranjeros (fundamentalmente Alemania, que es entonces nuestro Eldorado), bien en otras regiones españolas con mayor nivel de vida y necesidad de mano de obra, generalmente barata. Ese fenómeno, inserto en una historia de amor y, sorprendentemente, sexo, lo trata Forn en el citado título, con un Antonio Iranzo que compone magníficamente el personaje central, un hombre rudo desarbolado por la sensualidad de una chica frívola. Otro título que, durante el franquismo, da una visión diferente de Andalucía es La cólera del viento  (1970), de Mario Camus, donde se plantea, con un tratamiento de western, las complejas relaciones del campesinado andaluz con la clase dominante en la Andalucía novecentista.

Cine en la democracia. Afortunadamente, el advenimiento del régimen constitucional, primero con la Transición (1975-1978) y después, a partir de 1979, con las primeras Cortes plenamente constitucionales, supone ya un tratamiento distinto de Andalucía vista desde el resto de España. De entrada, desaparece prácticamente (salvo algún caso aislado, que se verá más adelante, y ya aggiornado ) el folclorismo andaluz, los toreros actores y las gitanillas salerosas. La temática se amplía considerablemente y, aunque no se pueda decir que haya sido todo lo numerosa que hubiera sido de desear, sí que se aprecia un cambio temático y estético considerable. Durante los primeros años de democracia, en pleno sarampión todavía de nuestras recién recuperadas libertades, se filman películas de notable compromiso social, como Tierra de rastrojos (1980), rodada por el madrileño Antonio Gonzalo, o El caso Almería (1983), filmada por el catalán Pedro Costa Musté, una dura denuncia sobre el famoso suceso acontecido en la provincia almeriense. Las nuevas realidades sociales "o, al menos, las realidades sociales que afloran con la llegada de las libertades" también tienen su sitio, con documentales como Ocaña, retrato intermitente (1978), rodada por el catalán Ventura Pons sobre el entonces célebre travestido sevillano José Pérez Ocaña, una institución en la vida artística y contracultural de la Barcelona de los años setenta. Incluso la picaresca a la andaluza es tratada en filmes como Manuel y Clemente (1985), dirigido por Javier Palmero, sobre los modernos pillos que se inventan una iglesia y viven del cuento desde los años setenta. Temas también candentes como la inmigración ilegal y su incidencia en la población autóctona andaluza han sido tocados en filmes como Bwana (1996), del vasco Imanol Uribe, o Poniente  (2002), de la granadina Chus Gutiérrez (pero con producción madrileña).

El folclore andaluz es, por primera vez, llevado al cine con respeto y como una manifestación plenamente cultural y de primerísimo orden en la serie flamenca de Carlos Saura, con títulos como El amor brujo (1986) o Flamenco (1995). Es cierto que en otros casos también se ha llevado al cine con poca fortuna, como en Corre, gitano (1982), del francés Tony Gatlif y el español Nicolás Astiarraga; Gatlif reincidiría años más tarde con temática parecida en Vengo (2000), con Antonio Canales como protagonista; tampoco se acierta en Gitano (2000), de Manuel Palacio, con lamentable protagonismo de Joaquín Cortés, que ha revolucionado el baile flamenco pero ciertamente carece de facultades como actor. También se puede considerar como una cierta vuelta al pasado una folclorada como Yo soy ésa (1990), rodada por el productor y eventual director Luis Sanz, que aprovecha la fama de una cantante como la sevillana Isabel Pantoja para reverdecer los planteamientos que décadas antes se perpetraran bajo el régimen franquista; por supuesto, el tratamiento es ya mucho más abierto, tanto en cuanto a temas (sexo, drogas) como a esquemas, que ya no responden a las estrechas miras del franquismo. Pero, a la postre, es una visión falsificada y artificial de la copla andaluza, a pesar de lo cual tiene un gran éxito de taquilla que no revalida la siguiente incursión de la diva en el cine en El día que nací yo  (1991), dirigida por Pedro Olea, de superior calidad pero donde ya no existe el morbo por ver en pantalla grande y en actitud romántica con el galán de turno a la entonces "viuda de España".

La mirada de los extranjeros sobre Andalucía constituye, curiosamente, el tema de dos de las más interesantes películas españolas, de producción no andaluza, rodadas sobre nuestra tierra. Por un lado, la ya histórica y clásica La sabina (1979), dirigida por José Luis Borau, con Ángela Molina como protagonista, una visión entre telúrica y primordial del alma andaluza y femenina y su capacidad de fascinación para los foráneos. Y en Al sur de Granada (2003) Fernando Colomo pone en pantalla la biografía novelada de Gerald Brenan, el escritor e hispanista llegado a la sierra granadina en las primeras décadas del siglo XX, que queda tan prendado del paisaje y del paisanaje que se afinca allí definitivamente. En cuanto a la visión de Andalucía desde fuera de las fronteras españolas, lógicamente el campo se reduce: habrá que recurrir entonces a mitos universales de origen andaluz, de nuevo con Carmen como centro y eje, aunque curiosamente fuera un personaje inventado por un foráneo, Prosper Mérimée en su novela, y llevada al libreto de ópera por otro, Bizet, aunque no se puede negar las raíces profundamente andaluzas de esta mujer libre y racial, aunque ello propicia más de un estereotipo. Este mito genuinamente andaluz, a pesar de su invención allende nuestras fronteras, es posiblemente el más llevado a la pantalla por cineastas de todo el mundo y de todas las épocas: hay versiones que se remontan a los tiempos del cine mudo, generalmente tituladas directa y sencillamente Carmen (confirmando con ello el conocimiento universal del mito y su historia, así como su capacidad de convocatoria), desde la humilde italiana de Gerolamo Lo Savio (1909) hasta filmes dirigidos por grandes del cine como Cecil B. De Mille (1915) o por Ernst Lubitsch, todavía en su Alemania natal (1918), con la diva Pola Negri de protagonista, o Raoul Walsh, que llevaría al mito andaluz a la pantalla en dos ocasiones durante la época muda: en 1915, con la no menos legendaria Theda Bara, y en 1927, con el título de The loves of Carmen , con la racial mexicana Dolores del Río, sin olvidar la francesa de Jacques Feyder (1926), con Raquel Meller al frente del reparto. Ya en la época sonora del cine las versiones del personaje de Mérimée/Bizet han sido multitud, desde las puramente musicales, como la de Francesco Rosi (1984), con Plácido Domingo como don José y Julia Migenes-Johnson como la gitana sevillana, hasta la que dirige el mismísimo Herbert Von Karajan (1967), que además de eximio director de orquesta rueda para la pantalla grande las versiones de varias óperas, en este caso en una coproducción austríaco-suiza. El cine norteamericano cultiva también con fruición el mito andaluz, en filmes que generalmente toman el tema y los personajes centrales pero los desarrollan libremente, como hace Otto Preminger en el musical Carmen Jones (1954), donde trasplanta convincentemente el universo andaluz imaginado por Mérimée y Bizet a un barrio negro neoyorquino; Charles Vidor, con The loves of Carmen (1948), también realiza una versión muy libre, en este caso con una descendiente de andaluces, Rita Hayworth. Pero el cine europeo también se ha interesado por la figura de Carmen, desde el francés, en la película que dirige Christian-Jaque (1945), con Jean Marais como Don José, hasta el cine ruso, con Karmen (2003) y Yaroslav Kvhan en la realización, sin olvidar la exótica versión sueca debida a Claes Fellbom  (1983).

Curiosamente, otro personaje no muy lejano de la racial Carmen, la Conchita imaginada por otro francés, Pierre Louys, en su novela La femme et le pantin , ha sido objeto de tres adaptaciones al cine, todas ellas muy atractivas: la primera sería la de Josef von Sternberg, quien la llevaría a la pantalla en The devil is a woman (1935), con Marlene Dietrich como la sevillana que encandila a Don Pascual; más tarde sería Julien Duvivier, bajo pabellón franco-italiano, el que la versionaría, en este caso muy libremente, con Brigitte Bardot como protagonista (con nombre cambiado, Eva en vez de Conchita) pero manteniendo el título de la novela, La femme et le pantin (1959); y la última versión sería también la última película rodada por Luis Buñuel, la coproducción franco-española Ese oscuro objeto del deseo  (1977), en la que Conchita está desdoblada en dos actrices, la pasional Ángela Molina y la gélida Carole Bouquet. En ambas el sentido es el mismo que ya propone Louys: el hombre como marioneta en las manos de la mujer de armas tomar, un títere que por amor (tal vez sólo sexo) es capaz de cualquier cosa.

La hembra volcánica que representan tanto Carmen como Conchita no son los únicos personajes andaluces presentes en el cine mundial. Otros, en este caso reales, también son llevados a la pantalla por cineastas de todo el mundo. Sobre Federico García Lorca también la pequeña o gran pantalla da su versión, si bien es cierto que abrumadoramente lo hace desde el punto de vista del documental o del filme para televisión. En cuanto a largometrajes de ficción, habrá que citar, por su envergadura industrial, aunque no por los logros artísticos, la peculiar Muerte en Granada (1996) que el cine norteamericano, con producción de Miramax, rueda con dirección del portorriqueño Marcos Zurinaga y con Andy García en el papel del poeta. Con una espesa trama de thriller , la visión de los últimos días de Lorca no es precisamente extraordinaria, sino más bien al contrario: históricamente disparatada, con un intérprete que no casa en absoluto con el personaje y una dirección alevosamente torpe, no es ésta la mirada que el cine mundial debe al gran poeta granadino.

Pablo Ruiz Picasso, el malagueño universal, coinventor del cubismo junto con Braque, entre otras genialidades, también es profusamente llevado al audiovisual, aunque ciertamente en la gran pantalla ha aparecido bastante menos; cabrá recordar, entonces, Sobrevivir a Picasso (1996), la coproducción anglo-norteamericana dirigida por James Ivory, que cuenta con Anthony Hopkins como el gran pintor andaluz, pero centrándose en su vida amatoria y las sucesivas mujeres que pasan por su vida. Hay, por supuesto, más temas andaluces llevados a la pantalla por el cine mundial, como algunos hechos históricos de relevancia internacional, entre los que se encuentra el muy andaluz descubrimiento de América: filmes como 1492. La conquista del Paraíso (1992), que rueda Ridley Scott, o su coetáneo Cristóbal Colón. El descubrimiento (1992), de John Glen, con producción de Alexander e Ilya Salkind, sin contar con reliquias como La vida de Cristóbal Colón y su descubrimiento de América  (1916), una coproducción hispano-francesa.

Andalucía como plató. Al margen de las películas que, sobre Andalucía, temas o personajes andaluces, se hayan rodado en esta tierra, las productoras del resto de España y de otros países del mundo también utilizan la región andaluza como un privilegiado plató en el que filmar sus historias, aunque no tengan nada que ver con ella. Ello se debe, fundamentalmente, a las excepcionales condiciones climatológicas y a la variedad paisajística de Andalucía, pero también a los monumentos que propician localizaciones singulares en filmes muy diversos. Aparte de títulos ya citados que utilizan lugares andaluces como marco del auténtico paisaje histórico, literario o sociológico en el que se desarrollan (véanse casos, ya mencionados, como 1942: La conquista del Paraíso , con la onubense La Rábida , Ese oscuro objeto del deseo , con el casco antiguo de Sevilla, o Muerte en Granada , con la Granada lorquiana), Andalucía pone su paisaje como escenografía de otras tierras e incluso de otros mundos.

Por provincias, la que más rodajes acumula es, sin duda, Almería, fundamentalmente por el fenómeno del llamado spaghetti-western, que da comienzo con la coproducción italo-española Por un puñado de dólares (1964), dirigida por Sergio Leone e interpretada por Clint Eastwood, y que se prolongaría durante más de un decenio, inicialmente con las sucesivas entregas de Leone, La muerte tenía un precio (1965), El bueno, el feo y el malo (1966) y Hasta que llegó su hora (1968), y a la vez con una interminable y cada vez más desastrosa serie de filmes de este subgénero, hasta desembocar, en los primeros años de la década de los setenta, en un "subgénero dentro del subgénero": el western-trinitario. Comienza con Le llamaban Trinidad (1971), de E. B. Clucher, primera muestra de la larga decadencia de este cine y su práctica extinción a finales de los años setenta. Pero hay otros muchos filmes no vinculados al spaghetti y sucedáneos, megaproducciones de Hollywood como Cleopatra (1963) de Joseph L. Mankiewick, Indiana Jones and the last Crusade ( Indiana Jones y la última Cruzada , 1989), de Steven Spielberg o Patton (1970), de Franklin J. Schaffner. Más recientemente, el desierto de Tabernas es utilizado en empeños muy diversos, algunos con claras reminiscencias nostálgicas, como 800 balas (2002), homenaje de Álex de la Iglesia al humilde universo del "spaghetti-western" y de los especialistas, o parodias como Aquí llega Condemor, el pecador de la pradera (1996), de Ángel Sáenz de Heredia, con el epifenómeno metalingüístico Chiquito de la Calzada.

Quizá sea la provincia de Sevilla la segunda más frecuentada por el cine, además con varias grandes producciones: una de las más llamativas es la utilización de algunos monumentos hispalenses (el Alcázar, sobre todo) para poner en imágenes los palacios de los países árabes que aparecen en Lawrence of Arabia ( Lawrence de Arabia , 1962), la obra maestra de David Lean, quien utiliza también paisajes naturales de Almería para ilustrar las desérticas tierras de Arabia. No menos singular, imaginando universos soñados, es la utilización de la Plaza de España de Sevilla como decorado galáctico en Star Wars. Episode I: Attack of the Clones ( Star Wars. Episodio I: El ataque de los Clones , 2002), el quinto segmento "aunque el segundo en el orden cronológico de la historia contada" de La Guerra de las Galaxias de George Lucas. También sería Sevilla, tal vez inopinadamente, decorado de películas de ambiente caribeño, como en el caso de Cuba (1979), dirigida por Richard Lester, que también utiliza paisajes granadinos. Incluso sería el plató ideal, en los aeródromos de Tablada y El Copero, para poner en imágenes Battle of Britain ( La batalla de Inglaterra , 1969), dirigida por Guy Hamilton. Las aventuras medievales también encuentran paisajes adecuados en Kingdom of Heaven (2004), la incursión de Ridley Scott en el mundo de las cruzadas medievales. En su aspecto más racial, Vicente Aranda elige Sevilla, con exteriores en la antigua Fábrica de Tabaco, para su Carmen  (2003), que también tiene localizaciones en Córdoba.

En la provincia de Cádiz se filma un poco de todo. Lo más reciente son varias secuencias de acción para la superproducción anglo-norteamericana Die another day ( Muere otro día , 2002), el por ahora último James Bond, con el mismísimo Pierce Brosnan y la oscarizada Halle Berry en la Tacita de Plata. También Spielberg escoge tierras gaditanas, concretamente las de Trebujena, para filmar secuencias de su Empire of the Sun ( El imperio del Sol , 1987), y, ya más de andar por casa, se ambientan películas españolas como Besos para todos (2000), de Jaime Chavarri, y El amor brujo (1967), de Francisco Rovira Beleta, entre otras muchas. Málaga, tal vez por el peso de la Costa del Sol, se vuelca mucho en cuanto a rodajes sobre esa zona de la provincia, con títulos irónicos sobre la supuesta dolce vita en aquellos lugares, como el landista Manolo la nuit (1973), de Mariano Ozores, o, más recientemente y en un contexto muy distinto y una entidad muy superior, Torremolinos 73 (2003), de Pablo Berger. Ese mismo paisaje costero sirve para intrigas policíacas como La caja 507 (2002), de Enrique Urbizu, e incluso para la segunda entrega de la taquillera Torrente 2: Misión en Marbella  (2001), de Santiago Segura.

Los bellísimos monumentos de Granada sirven de escenario para filmes suntuosos, como la coproducción hispano-francesa Violetas imperiales (1952), de Richard Pottier, biografía bastante libre de la emperatriz Eugenia de Montijo, o incluso para aventuras entre lo fantástico y la acción, como la montypythoninana Time bandits ( Los héroes del tiempo , 1981), de Terry Gilliam. Sus paisajes naturales también posibilitan poner en imágenes grandes producciones dramáticas como Doctor Zhivago (1965), de David Lean, o de acción, como Conan el bárbaro (1982), de John Milius, que también se rueda en Almería. Huelva es escenario sobre todo de películas que llevan a la pantalla el descubrimiento de América, como 1492. La conquista del Paraíso (1992), de Ridley Scott, o, tangencialmente, Juana la loca (2001), de Vicente Aranda. En Córdoba prima, por un lado, la belleza agreste de sus montes, escenario de películas como Llanto por un bandido (1964), de Carlos Saura, y, por otro, sus calles y monumentos, que se erigen en un decorado privilegiado, como en El cristo de los faroles (1958), de Gonzalo Delgrás. En Jaén se recrean graves dramas históricos, como el asedio por las tropas republicanas del santuario de Santa María de la Cabeza en El santuario no se rinde (1949), de Arturo Ruiz Castillo, o La venganza (1959), de Juan Antonio Bardem, pero también comedias ligeras como Hola, ¿estás sola"  (1995), de Icíar Bollaín.

Cine andaluz, realidad o deseo.  La pregunta bizantina que durante muchos años se hace dentro del mundillo cinematográfico de Andalucía es ¿existe, o no, un cine andaluz" La respuesta puede ser mucho más fácil ateniéndose exclusivamente al mismo factor que determina si existe, o no, un cine español, o italiano, o francés, o japonés: el domicilio fiscal de la productora o productoras que son las propietarias de las películas. Desde esa perspectiva, que es objetiva y no subjetiva, se puede decir que existe un cine andaluz: desde 1975 hasta la fecha de redacción de este texto, en 2004, hay censados un total de 44 títulos producidos, al menos en parte, por empresas radicadas en Andalucía. Se cuenta exclusivamente desde esa fecha porque con anterioridad los intentos de hacer algún tipo de cine andaluz se saldan con aislados resultados que no pueden considerarse, en puridad, como componentes de un cine andaluz con vocación de continuidad.

Como en otras cinematografías, también en la andaluza se pueden apreciar etapas, relacionadas con la política, la historia, la sociología, las tendencias del momento... Así, la primera etapa, que se podría datar entre 1975 y 1980, se puede considerar como una época de efervescencia, donde afloran temáticas y estéticas reprimidas durante el franquismo que en aquellos años es todavía "ayer mismo". El título que se considera como primera película del cine andaluz es Manuela (1975), de Gonzalo García Pelayo, basada en la novela homónima de Manuel Halcón, que pone en imágenes la historia de una mujer libre y el acoso sexual al que se ve sometida por el señorito del turno, una película que ejemplifica muy bien las ansias de libertad de una región, Andalucía, dentro de un país, España, tras casi 40 años de dictadura. La productora, Galgo Films, tras el excelente resultado tanto de taquilla como de acogida crítica, reincide con La espuela (1976), con dirección de Roberto Fandiño, que juega a fondo con la baza erótica que había insinuado el título anterior; es plena etapa del "destape" en España, y los desnudos son reclamo para el público; hay también una historia de señorito, ahora más urbano, con la base literaria de la novela de Manuel Barrios y el guión, como en Manuela , de Pancho Bautista. Problemas societarios dejan en suspenso Galgo Films, pero inmediatamente surge Films Bandera, que retoma los postulados de su antecesora y rueda María, la santa (1978), otra vez con dirección de Fandiño, una ambiciosa producción de nuevo con caciques, ambientes campestres, abusos sexuales y destape, que resulta tener una repercusión comercial y crítica muy inferior, confirmando que ese venero está ya agotado. Aún dentro de esta etapa reivindicativa y libertaria se abre una nueva línea, la de un cine independiente, presupuestariamente muy barato, que busca puntos de contacto con la Nouvelle Vague, como Vivir en Sevilla (1978) y Frente al mar (1979) y ya algo más tarde, Corridas de alegría (1982), todas ellas dirigidas por Gonzalo García Pelayo, entre el intelectualismo caótico y el erotismo del blandiporno de la época. El cierre de esta etapa "salvo el estrambote de la citada Corridas de alegría " sería Rocío (1980), documental rodado por Fernando Ruiz Vergara sobre la famosa romería andaluza, vista desde una perspectiva plenamente izquierdista, muy dura con el fenómeno de la aldea, y que sufre durante varios años un secuestro institucional por negarse a cortar cierta escena denunciada judicialmente.

Ya con la década de los ochenta comenzada, el cine andaluz empieza a derivar hacia otras fuentes y otros temas. Es el tiempo del llamado "desencanto", cuando el pueblo español, y el andaluz también, se percata de que la democracia no es un fin, sino un medio; que no es la panacea para arreglarlo todo, sino un instrumento para intentar hacerlo. Es el tiempo de las comedias, con títulos como Se acabó el petróleo (1980), Los alegres bribones (1981), ambas dirigidas por Pancho Bautista y producidas por Triana Films, y algo más tarde Un parado en movimiento (1985), de Francisco Rodríguez Paula, todas ellas cortadas por el mismo patrón: comedias de sal gruesa, de gracejo muy popular, buscando quizá un cierto "landismo" a la andaluza y aprovechando a cómicos de mucho tirón en la tierra, como Paco Gandía o Pepe Da Rosa. El progresivo desinflamiento en taquilla hace que este cine de cortas ambiciones se vea pronto desahuciado. Durante esta etapa, que se podría datar entre 1980 y 1986, abunda ese tipo de cine de evasión, como el que pretende establecer Francisco Perales con su Madre in Japan (1984), buscando una especie de tercera vía entre la comedia de sal gruesa y el cine militante pero peñazo, y con la que debutará en la producción Caligari Films, que sigue produciendo cine en Andalucía. Este tipo de comedia que busca enlazar con temas andaluces modernos ve truncada su viabilidad por su fracaso comercial. De esta época, aunque quizá por su concepción es más bien de la anterior, es Nanas de espina (1984), de Pilar Távora, la adaptación a la gran pantalla que la cineasta sevillana realiza de la obra teatral homónima de La Cuadra: cine combativo, obra tavoriana en toda la extensión de la palabra, con sus pros y sus contras. Como también de concepción anterior, y también por ello muy combativa, es Casas Viejas (1985), del malagueño José Luis López del Río, esforzada producción que recrea con escasez de medios aunque cierta inventiva los trágicos sucesos de la localidad gaditana de Casas Viejas durante la Segunda República. También de esta época del desencanto son, por muy distintos motivos, sendas rara avis: La saga de los Vázquez (1982), un curioso documental de Pancho Bautista sobre los toreros Pepe Luis Vázquez (padre e hijo) y Manolo Vázquez; y Rocío y José (1983), tópico relato romántico, sorprendentemente dirigido por Gonzalo García Pelayo, ambientado en la romería del Rocío. Se cierra esta etapa con Caín  (1986), otra comedia, primera producción de un nombre fundamental en el cine andaluz, el productor Antonio P. Pérez; se trata de otra comedia, ésta con tintes bucólicos y niños como protagonistas.

Hacia 1987 se abre una nueva etapa, superada ya la efervescencia política y el sarampión erótico de la Transición, y se inicia un periodo en el que las temáticas empiezan a ser lo suficientemente variadas como para que pueda considerarse que el cine andaluz madura. El pistoletazo de salida lo da Las dos orillas (1987), de Juan Sebastián Bollaín, nueva producción de Caligari que, aunque no funciona en taquilla, tiene una buena acogida crítica y confirma la posibilidad de un cine genuinamente andaluz, hablado con nuestro acento. En esa misma línea incide Los invitados (1987), del carmonense Víctor Barrera, ilustración de la novela homónima de Alfonso Grosso que imagina lo que puede ocurrir en el famoso Crimen de Los Galindos, en lo que se puede considerar el primer thriller del cine andaluz. Se intenta la vía de la producción historicista en Al Ándalus, el camino del sol (1988), de Jaime Oriol y Antonio Tarruella, aunque con escaso éxito. Más repercusión tiene Montoyas y Tarantos (1989), de Vicente Escrivá, aunque sea un tópico tratamiento actual, en el contexto gitano, de la historia de Romeo y Julieta. Filmes de escaso presupuesto y sin repercusión comercial o mediática, aunque ambiciosos, como El mejor de los tiempos (1989), de Felipe Vega, y Contra el viento (1990), de Paco Periñán, este último con un Antonio Banderas pre-Hollywood, parecen abocar al cine andaluz a un callejón sin salida, que se confirmará en los primeros años noventa con el fiasco de Dime una mentira (1992), de J.S. Bollaín, por lo que casi toda esta década será de escasa producción, como si no se confiara en la posibilidad de que películas andaluzas pudieran hacerse un sitio dentro de la cinematografía española. Se producen algunos intentos de envergadura, como La Lola se va a los puertos (1993), de la cordobesa Josefina Molina, nueva versión sobre el clásico de los hermanos Machado, que tampoco tiene la repercusión que se espera, a pesar del protagonismo de la diva Rocío Jurado. En esta época el productor andaluz Juan Lebrón establece una importante colaboración con Carlos Saura y Manuel Gutiérrez Aragón, que daría como resultado interesantes títulos documentales: Semana Santa (1992), dirigida por Manuel Gutiérrez Aragón, y Sevillanas (1992) y Flamenco (1995), ambas rodadas por Saura. Pero la atonía en los noventa se prolonga incluso en un título muy esperado, Belmonte  (1995), biografía rodada por Juan Sebastián Bollaín sobre el llamado Pasmo de Triana, el torero de tempestuosa vida que sería amigo de los grandes intelectuales españoles de la primera mitad del siglo XX. Desde entonces hay un vacío de tres años en el cine andaluz, como si éste se diera por vencido.

A partir de 1999 se registra un notable reverdecimiento, fundamentalmente gracias al éxito, tanto comercial como crítico, de la nueva producción de Antonio P. Pérez, Solas (1999), dirigida por el lebrijano Benito Zambrano, que abre nuevas expectativas, tanto temáticas como estéticas, en una producción barata pero filmada con gran talento, un intenso drama de la Andalucía profunda que cala en los públicos andaluces y españoles, consiguiendo cinco Premios Goya, entre otros muchos galardones, y, sobre todo, el favor del espectador y de la crítica. También Yerma (1998), de Pilar Távora, refuerza esa impresión de que es posible un cine genuinamente andaluz, hablado en nuestra lengua y con impacto fuera de nuestro territorio. A partir de ese momento se abre una última etapa, que dura hasta la actualidad, en la que se produce mucho cine andaluz, de muy diversa factura, calidad, temática y resultados, pero en definitiva conformando un corpus cinematográfico muy a tener en cuenta: hay títulos que indagan positivamente en la temática iniciada por Solas , como Fugitivas (2000), de Miguel Hermoso, y Cuando todo esté en orden (2002), de César Martínez Herrada; en otras se hacen incursiones fuera del ámbito andaluz, como en la exótica aunque fallida El sueño de Ibiza (2002), de Igor Fioravanti, y en la muy interesante El factor Pilgrim (2000), de los sevillanos Santi Amodeo y Alberto Rodríguez; se toca la comedia social en Terca vida (2000), de Fernando Huertas, y en Astronautas (2003), de Santi Amodeo; incluso se hacen elucubraciones históricas, como en La luz prodigios a (2002), de Miguel Hermoso, donde se juega con la conocida hipótesis de que Lorca no muere fusilado; hay lugar para la comedia generacional y de retrato de la Transición, en Eres mi héroe (2003), del onubense Antonio Cuadri, e incluso para francotiradores arriesgados como Amar y morir en Sevilla (Don Juan Tenorio) (2001), de nuevo de Víctor Barrera, y biopics como Una pasión singular (2002), de Antonio Gonzalo, esforzada aunque deficiente biografía de Blas Infante; el fenómeno del flamenco y, tangencialmente, de la marginación en la que se mueve aparecen en los documentales Polígono Sur (El arte de las Tres Mil) (2003), de la francesa Dominique Abel, y Around Flamenco (Locos por el flamenco) (2003), del sevillano Paco Millán. Hay, por fin, lugar para la Andalucía actual en Carlos contra el mundo (2002), de Chiqui Carabantes, e incluso para los dibujos animados, con producción mayoritaria vasca pero con participación minoritaria andaluza y temática plenamente de nuestra tierra: El embrujo del sur (2003), de Juanba Berasategui.       [ Enrique Colmena ].

 

 
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