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f. Los pucheros andaluces cuentan tantas historias de esta tierra como las crónicas más profusas. Cuentan quién pasó por aquí, quién se fue y regresó, cómo se engañaba al hambre, cómo se celebraban las buenas noticias o las grandes cosechas, cómo eran las relaciones con la divinidad y, sobre todo, con la naturaleza. La cocina, igual que la lengua, es cultura viva, y su uso constante hace que muchos de sus elementos pierdan el significado original. Por eso a veces no somos capaces de interpretar cuánto de no­sotros hay en lo que comemos y en cómo lo comemos. Por eso durante tanto tiempo hemos permitido que la cocina andaluza sea un secreto de mujeres, cuya sabiduría sólo hemos sabido valorar cuando no las hemos tenido cerca para que nos digan qué era lo que le daba el punto a aquellas rosquillas fritas, o cómo conseguían sacar una sopa de las que reviven a un muerto de un huevo y un poco de aceite.

En los últimos años se asiste a una verdadera revolución gastronómica, en parte causada por la mejora de nuestra calidad de vida, pero también debida a la mezcla cultural en la que vivimos. Y lo curioso es que, lejos de caer en el olvido, las cocinas regionales resurgen con fuerza. Cuanto más grande es nuestro mundo, más se necesita recurrir a los orígenes para no perder el norte. En todo caso, la evolución es inclemente, y aquello que deja de tener utilidad cae tarde o temprano en el olvido. Por eso, la reivindicación actual de la cocina andaluza y algunos de sus productos más emblemáticos, como el aceite de oliva, viene a devolverles la razón a tantas abuelas que han abominado de ciertas modas estrafalarias sin conseguir más que miradas burlonas de sus hijos y nietos.

Andalucía es una tierra múltiple, vertebrada apenas por un río, el Guadalquivir, que culinariamente hablando es su espina dorsal. Recorriendo de arriba abajo el cauce de este río encontramos prácticamente todas las claves de una gastronomía que a veces parece caleidoscópica, por su capacidad para crear infinidad de combinaciones diferentes con los mismos elementos básicos. La multiplicidad se alimenta sobre todo de los ingredientes autóctonos, que cambian tanto como el paisaje.

Andalucía es, pues, una y muchas, y lo mismo es su cocina, que abarca desde escabeches montaraces para la carne de caza hasta delicadas cocciones para el marisco; migas bien aviadas y sopas digestivas y reconstituyentes; frituras y ensaladas; potajes y gazpachos. Todo un recetario a la vez anciano y nuevo, plagado de restos arqueológicos de las distintas culturas que han habitado esta tierra, como los salazones de pescado con que comerciaban los fenicios; el aceite de oliva y la inmensa cantidad de verduras que nos enseñaron a comer romanos y árabes; las especias y el uso de los frutos secos que introdujeron estos últimos; la adafina judía, que hoy día conocemos como puchero; los socorridos productos que entraron desde América por Sevilla y Cádiz: patatas, tomates, pimientos, chocolate.

El rasgo más definitorio de la cocina andaluza es, junto con el aceite de oliva, el sentido común. Es una cocina femenina; nacida de la necesidad y ejecutada con afán de contentar a toda la familia. Prescinde de artificios pero conserva la intención de sorprender. Eso se observa, por ejemplo, en la manera de usar las especias: se busca que realcen el sabor de la comida, pero se huye de estridencias. Los condimentos preferidos en Andalucía son el ajo y el pimentón dulce. Se usa también la nuez moscada, la canela, el comino, el clavo, el azafrán, la pimienta y el laurel, pero todo muy comedidamente. Las hierbas aromáticas más utilizadas son el perejil, la hierbabuena, el tomillo, el romero y el hinojo. En pocos platos se abusa del picante.

Las bases de los guisos también suelen ser simples: refritos de cebolla, pimiento y tomate o majados de ajo y pan, en crudo o pasados por la sartén, a los que en la parte oriental se suelen agregar almendras.

El vino y el vinagre ( -> véase Vino ) se usan en los guisos para reforzar el sabor de las salsas y para ablandar algunas carnes, sobre todo las de caza. Por supuesto, entre las carnes predomina el uso del cerdo, pero en las zonas de montaña se guisan desde venados hasta perdices y conejos, y se consumen grandes cantidades de cabra y oveja. También hay una raza bovina autóctona, la vaca retinta, destacada ya por los viajeros griegos, aunque en Andalucía la carne más exquisita proviene del cerdo ibérico, que además de producir excelentes jamones y embutidos se comercializa crudo.

Cocina marinera.  Pero, dada la enorme extensión de costa que posee Andalucía, es normal que la cocina marinera tenga un enorme peso específico. Con el pescado se repite la misma norma que con la carne o las verduras: respetar su protagonismo en los platos sin agredirlo con ingredientes o especias que maten su sabor. Por eso se prefieren las frituras livianas, los asados sobre brasas y las cazuelas, que permiten matizar el sabor potente del caldo marinero con la sutileza de verduras de la tierra como habas, alcachofas, guisantes y espárragos.

La excelencia de las civilizaciones romana y árabe en el campo de la horticultura no sólo transformó para siempre el paisaje de la región. También enriqueció enormemente su dieta y su recetario. En Andalucía se cultivan todo tipo de frutas y verduras de huerta. Los romanos convirtieron la Bética en principal proveedora de aceite de oliva del imperio, pero también introdujeron o mejoraron con injertos muchas frutas y verduras, como membrillos, manzanas, peras, alcachofas, coles, lechugas, espárragos, acelgas o cardos. Los árabes sembraron caña de azúcar, almendros, higueras, berenjenas, cítricos, melones, sandías, cidras, granadas y vides, e introdujeron técnicas como la del secado de pasas y hortalizas diversas. En al-Ándalus se produjeron vinos que alcanzaron fama en buena parte del mundo conocido. Otro cultivo extendido desde antiguo fue el del cereal, siempre adaptado al terreno: trigo y cebada en el interior, y arroz en el delta del Guadalquivir.

Pero, además de trabajar la tierra, los pobladores de Andalucía nunca han perdido del todo su primitiva condición de recolectores, y una buena parte de la gastronomía, especialmente en las zonas de montaña, descansa en los tesoros silvestres que aún unos pocos saben encontrar: espárragos trigueros, tagarninas, acederas, borrajas, cardillos, collejas, madroños, castañas, bellotas, algarrobas, setas, palmitos, uvas palmas, almencinas, zarzamoras . Algunas de estas golosinas han caído en el olvido, pero otras siguen imprimiendo personalidad propia al recetario de subsistencia, y elevándolo a la categoría de obra de arte.

Pucheros. También con respecto al resto de la comida impera la optimización de recursos. El máximo exponente de este espíritu quizá sea el puchero, que puede dar platos para toda una semana: el primer día se come tal cual, y de lo que sobre se saca sopa, cocido mareado, puré de verduras si hay niños, croquetas, pastel de carne o pringá revuelta para los desayunos y meriendas. Es un ejemplo, pero el recetario andaluz está cuajado de platos nacidos de otros platos.

El fuerte carácter doméstico de esta cocina ha propiciado, seguramente, que siga siendo un misterio incluso para quienes conviven con ella. Muchos de los guisos andaluces más valiosos por su originalidad y perfección sólo se conocen en un radio de diez kilómetros. Un ejemplo son los fideos a la parte, plato típico del barrio de pescadores de El Palo, en Málaga. Era una receta humilde de la cocina marinera, aprendida por los pescadores paleños de los marengos levantinos con los que convivían en los barcos. Una pequeña joya culinaria que merecía ser un poco mas conocida.

Muchas de esas recetas se han librado de la extinción o incluso han conquistado la fama de la mano de sabios cocineros y restauradores que las han incluido en las cartas de sus negocios. En Andalucía siempre han existido buenos bares y restaurantes de comida casera, unos caros y otros baratos y algunos excelentísimos. Pero nunca se había experimentado mucho con el recetario tradicional. Hasta hace diez años los restaurantes de vanguardia incluían como mucho en su oferta algún gazpacho engalanado con una guarnición de marisco. La cocina creativa andaluza tendía más a la incorporación de ingredientes exóticos que a la revisión de lo autóctono. En los últimos años, sin embargo, la hostelería se ha profesionalizado tanto y la oferta es tan apabullante que en la búsqueda de una identidad propia como cocineros muchos jóvenes profesionales han empezado a interpretar el recetario tradicional en una clave distinta. Puede que algunos de sus hallazgos terminen alguna vez formando parte de la gastronomía popular. En todo caso, hoy representan la evolución de esa cocina tan sentimental como enciclopédica.

Dulces. La dulcería, de fuerte acento árabe, es el capítulo donde mejor se manifiesta el carácter práctico de la cocina de esta tierra, donde domina la premisa de sacar a todo el máximo provecho sin perder la compostura. Ese rasgo se debe por supuesto a la secular amenaza del hambre, pero también al peso de la moral judeocristiana, decisiva en la composición espiritual de esta tierra. La comida no es sólo combustible para el hombre; es también un don del cielo y hay que pensar en quienes no la tienen, por eso, la obra cumbre de la repostería andaluza, el tocino de cielo, es un ejemplo perfecto de esta filosofía. Dulce de probable origen conventual por la necesidad de aprovechar las  yemas de los huevos (después de utilizar las claras para clarificar el vino). Otra muestra del espíritu pragmático de la dulcería andaluza es la abundancia de confituras y almíbares, meras conservas de frutas. Y la bollería contundente: tortas, rosquillas, hojaldres, mantecados, bizcochos, hornazos, galletas y pastas casi siempre con fórmulas a base de manteca de cerdo o aceite, harina, azúcar o miel y productos del terreno, como almendras, ajonjolí, cáscara de limón y algún vino dulce o aguardiente cunero. Una artillería de bocados honestos y poco refinados, concebidos más para saciar el estómago que para lucir en el carrito de los postres de algún comedor regio.

Cerdo ibérico: la sabiduría hecha carne. El jamón ibérico es el embajador de la gastronomía española en el mundo, como el caviar pueda serlo de Rusia o Irán o el foie de Francia. Igual que cualquier gran obra, surgió de una idea genial perfeccionada con trabajo e inteligencia a lo largo de siglos. La idea genial fue salar los alimentos para impedir su podredumbre. Es una práctica antiquísima, que en Andalucía se empleaba ya 3.000 años antes de Cristo para conservar el pescado. Con las carnes se empleó el  mismo sistema, sobre todo a partir de la sedentarización  del hombre, en la que el cerdo jugó su papel. El origen del cerdo doméstico se sitúa en China en el año 5.000 antes de Cristo, pero su domesticación se extendió rápidamente por todas partes: Dócil, omnívoro y prolífico, requería poco esfuerzo de mantenimiento y tenía un aprovechamiento excelente.

El cerdo ibérico andaluz procede del antiguo jabalí europeo. Es un cerdo de tamaño mediano, con una capa de color pardo que puede aclararse hasta el rubio según la variedad, y con tendencia a presentar la pezuña oscura, lo que ha hecho que con frecuencia sus jamones se conozcan como de pata negra, aunque no todos los cerdos ibéricos tienen la pezuña de ese color.

En Andalucía, el cerdo ibérico está vinculado a la Sierra de Aracena (Huelva), cuyo paisaje de alcornoques, encinas, quejigos, robles y castaños constituye un hábitat perfecto para la cría. Pero también se da en Sierra Morena (Córdoba), en la Sierra Norte de Sevilla, en la Serranía de Ronda (Málaga) y en la Sierra de Cádiz, lugares donde se pueden disfrutar excelentes embutidos ibéricos. En la Sierra Neva­da granadina se desarrolla una importante producción de jamones, ya que el clima es excelente para la curación, pero proceden del cerdo blanco. [ Esperanza Peláez ].  

 

 
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